Las personas de ciencia que formábamos la expedición —cinco hombres y dos mujeres— nunca habíamos visto nada igual. La existencia de semejante criatura suponía un descubrimiento sin precedentes, con lo cual no bastaba un simple documental para atestiguarlo. Aquella cosa tenía un gran potencial y decidimos estudiarla a fondo. Y aunque no manifestaba ningún tipo de hostilidad, cumplimos con el protocolo de seguridad: disparamos nuestros rifles anestésicos contra ella y la capturamos.
A continuación la trasladamos a las instalaciones gubernamentales pertinentes. Allí disponíamos de todo el instrumental necesario para nuestra investigación. El ejemplar poseía una altura de 239 cm y un peso de 143 kilos. Ambos valores se reflejaban en su tremenda musculatura, preñada de innumerables cicatrices, suponemos que debidas a la convivencia en estado salvaje con el resto de especies conocidas. Pese a su apariencia humana masculina, el espécimen presentaba una protuberante deformidad craneofacial, que se extendía hasta los hombros como una grotesca escafandra.
Aquel engendro era aterrador y fascinante a partes iguales. Después de las mediciones anatómicas, la sorpresa llegó cuando superó de modo favorable todas las pruebas objetivas de razonamiento lógico no verbal. Observamos ahí una posibilidad real de entendimiento, y decidimos explotar esa vía de experimentación. A los diez meses ya sabíamos interpretar con acierto las diversas inflexiones guturales que producía la criatura, según el estímulo visual que le planteáramos. Tan solo faltaban por pulir algunos detalles, pero lo habíamos conseguido: podíamos comunicarnos.
En aquel punto del proyecto el estudio tendría que haber finalizado. Pero el resto del equipo quiso ir más lejos. Por supuesto, me opuse con gran rotundidad, e incluso amenacé con denunciar a las más altas instancias el incumplimiento del contrato. Incrédula de mí, fueron esas mismas instancias las que me apartaron del programa y me relevaron de mis funciones. Había sido engañada, y no pude más que observar, con absoluta impotencia, cómo la capacidad de resistencia de la criatura, al frío, al calor y al dolor, era puesta a prueba en un sinfín de prácticas nada éticas y despreciables. Así como la respuesta de su sistema inmunológico a toda variante de inoculaciones.
Jamás pensé que sería testigo de algo así, y si eso también era ciencia, yo nunca formaría parte. Tenía pensado liberar a la criatura del modo que fuera, pero no hubo necesidad. Una semana antes de su presentación ante el gabinete científico de financiación, el resto del equipo decidió hacer un simulacro de la misma. La criatura, una vez fuera de la cabina de seguridad, fue colocada en medio del laboratorio ante una cámara de filmación. Sus manos estaban unidas por un grueso par de grilletes que parecían indestructibles. Entonces, cuando el led de la cámara se iluminó, se desató la barbarie.
No voy a describirles lo que vino después. Para eso tienen el documento videográfico que rescaté de la cámara y que adjunto al final del informe. Aquella cosa, fuera de sí por primera vez, acabó con todo el equipo en poco menos de cinco minutos, y convirtió el laboratorio en un matadero. Por razones obvias a mí me dejó con vida. Ahora, y aunque no me lo han preguntado, pienso que aquella cosa se dejó atrapar y que pudo haber acabo con todo mucho antes. Quizá, al igual que nosotros, sólo quería aprender. Pero no se lo han puesto fácil, ¿no creen?
Después de ajustar cuentas, la criatura escapó de las instalaciones sin complicación alguna. Destrozó el enrejado de la ventana como si fuera papel. Tomó carrerilla y atravesó el cristal blindado sin importarle los doce metros de altura que la separaban del suelo. Luego corrió hacia la espesura a una velocidad como nunca he visto en ningún otro ser vivo. Regresó a su casa, ¿entienden? Al hogar del que nunca tendríamos que haberla sacado. ¿Y saben otra cosa? Ese engendro demostró mucha más humanidad de la que hicieron gala mis colegas durante todo el proyecto. Lo apresamos con la intención de enseñarle unas cuantas cosas, y ha sido él quien nos ha dado una lección.
—Y bien, doctora Hepola, ¿está segura de que no tiene nada más que contarnos?
—No, caballeros. Esto es lo máximo que van a sacar de mí y mi informe. Aquí tienen mi dimisión.