En un momento complicado de su lejano noviciado, Madre Superiora sintió una llamada más carnal que espiritual, y más poderosa y profunda que aquella que la condujo a vestir el hábito. De modo que cedió a aquella intensa tentación, y se inició en el arte de la felación, con excepción de los penes no humanos de la creación, pues la bestialidad no era plato de su apetencia.
Para Madre Superiora, la verdadera experiencia divina consistía en embriagarse con la inefable sensación de poder y dominio ejercida sobre el afortunado mamado, que en consecuencia, también estaba siendo objeto de una apasionada vivencia religiosa.
Si bien los pasos a seguir son simples y surgen de forma natural, no hay dos felaciones iguales. Madre Superiora, tan pronto acometía el falo con los primeros lengüetazos salivados, ya sabía la técnica mamadora a emplear. Por lo que sin margen de error, se anticipaba a cualquier mínima vibración y secreción del pene excitado, aplicando los estímulos precisos que la erección demandaba para la durabilidad y culminación del trabajo bucal.
Durante el tiempo necesario, Madre Superiora, experimentada y docta, reajustaba la postura, la presión y el ritmo, en función de la curvatura y las dimensiones del miembro que devoraba. Así como la sincronización exacta de lo antedicho, con el desplazamiento circular de la mano y el longitudinal de la boca, hasta la borrachera de lujuria total, finalizada en un dichoso torrente de vida no nata, que bien era tragado o utilizado como crema facial.
Se decía de Madre Superiora que había algo inquietante en ella y en las novicias que tenía a su cargo. A menudo recibían numerosas visitas de hombres de distintas clases sociales, venidos de todas partes del mundo. Sin ir más lejos, fue sonado en especial el día en que al monasterio acudieron los afamados adoradores del cetro.