Noviembre del 2020.
El primer toque de queda de nuestra vida ya está aquí. Más real que Hacienda y colocándonos en tesituras nunca antes experimentadas. Todos vimos a Remedios Amaya cantando descalza en Eurovisión. Todos sentimos en nuestros corazones la calamitosa degeneración de Maradona y Julio Alberto. Todos resistimos las canciones radiadas de OBK y los putos abanicos de Loco Mía. Todos vimos morir a Chanquete por primera vez, joder, pero vencimos los traumas. Esto es diferente; es una carrera de fondo; una lucha de resistencia en la que nuestro temple se pone a prueba.
Espero equivocarme, pero auguro unas navidades claustrofóbicas en las que un confinamiento duro se presentirá como un miembro fantasma en nuestro devenir cotidiano. Solo nos permitirán salir bajo horario estricto para que podamos volver a ser gilipollas adiestrados para el consumo sádico.
Algunos disfrutarán de su misantropía, y los que más verán sus relaciones afectivas —salvo las que ya tenían bajo el mismo techo— congeladas bajo cero. Se creará el escenario propicio para la depresión, la automutilación, el desánimo, la angustia, el aislamiento, la soledad y esos finales trágicos como arrojarse al vacío, la soga en el cuello, vaciar el pote de pastillas como quien se bebe un chupito, la cuchilla oxidada y el agua tibia en la bañera, etc.
Ante semejante escenario —siniestro, descorazonador pero posible— habrá que esforzarse y retorcer la imaginación. Algunas parejas probarán la dureza de sus cabezas con los atizadores del fuego a tierra, pero otras pospondrán las firmas de los papeles del divorcio y reinventarán el Kamasutra. Serán tiempos de pasión desmedida y las paranoias mentales adoptarán matices sobredimensionados. Por otro lado, los adictos al vicio solitario tendremos que tener especial cuidado con lo que mi médica de cabecera diagnosticó como codo de onanista —que se ve que es peor que el de tenista—. La invidencia y el acné purulento quedan descartados.
Noviembre actual: el codo bien.