Pienso que el trabajo perfecto sería aquel que consistiera en tener las vacaciones de un profesor de escuela, la paga de un ministro y el desgaste físico de un cura. Pero como eso es pura entelequia, el sueño de la esclavitud moderna es el de currar de funcionario, o currar de funcionario mientras pruebas suerte en las apuestas del Estado para no currar de nada. El puto Estado, joder. Si no te apellidas Borbón y no crees en la suerte, el Estado te ofrece la oportunidad de que te alíes con él y formes parte de su engranaje. Si superas la criba obtienes una esclavitud de nivel y ciertos privilegios de los que no goza el resto del proletariado.
Esto viene a cuento de lo que me contó una vez Anfiloquio, que intentó ser notario pero desistió por salud. Según me explicó, las oposiciones eran tan duras que dejaban una impronta perenne de merma física y mental en todo aquel que osara afrontarlas. Los opositores se aislaban del resto del mundo en claustrofóbicos zulos, para memorizar el vasto temario que los separaba de su anhelo laboral. Cuando llegaba el día del examen, los opositores abandonaban su clausura y regresaban al mundo exterior tambaleándose. La mayoría estallaban en una silueta de cenizas en cuanto la luz solar incidía sobre ellos, o bien eran pulverizados por el capricho del viento.
Unos pocos resistían los elementos naturales, pero se desmoronaban ante los cambios sociales y paisajísticos, enmudeciendo de por vida y con la mente dañada sin remedio, incapaces de asimilar la existencia de aeropuertos fantasma, que la canción de Dale a tu cuerpo alegría Macarena ya era historia, o que sus novias estaban preñadas y ya no conservaban el apellido de solteras. Los que sobrevivieron en cuerpo y mente lo dejaron y decidieron dedicarse a otros niveles de esclavismo y a vivir —si es que eso es posible hoy día.
Así que oposita, sufrido contribuyente, oposita. Únete al enemigo, paga el precio, y sé un esclavo convencido y feliz.
Un sábado de octubre del 2013, fui testigo de una farándula abochornante acaecida durante los minutos previos a la apertura de una sala de fiestas que se encuentra enfrente de donde vivo. Antaño conocida con el ridículo nombre de Chachachá, la sala ofrecía un evento sin parangón en la Cataluña central que, bajo el nombre temible de Famous Face, reunía bajo el mismo techo y la misma noche, a toda una veintena burlesca de parásitos mononeuronales, cuya fama y subsistencia en esta sociedad involutiva, son debidas al haber concursado en programas de insalubridad contrastada tales como: Gran hermano, Quién quiere casarse con mi hijo, Un príncipe para Corina, y Mujeres y hombres y viceversa.
Desde la cercanía de mi balcón, vislumbré a una numerosa caterva de subnormales de diversas edades, invadir las inmediaciones de la sala que abriría sus puertas a las 00.00 horas. Aquella turba lastimosa se aglutinaba sobre sí misma en un atropello descontrolado de codazos, gritos y empujones, ofreciendo muestras sonrojantes de su condición de primates. Llegados a este punto me fui a sobar, puesto que ese mismo día dentro de pocas horas, la empresa esclavista en la que vendo mi tiempo requería de mi presencia según convenio.
A las 5.15 horas del domingo salí del parking y torcí a la derecha. Bordeé la rotonda con la precisión de un compás y me incorporé a la vía principal. Cuando pasé por delante de la sala a velocidad moderada, observé en sus cercanías que los perros amaestrados de la ley y el orden, se personaban para disolver varias agrupaciones borreguiles sumidas en estado de excitación. Algunos reptaban comatosos por el asfalto, y otras rociaban de pota a presión esquinas y aceras.
Aquella movida no me extrañó, y seguro que en cuanto llegara a mi centro de esclavitud —gigantesco reducto industrial y subterráneo de cizañeros vocacionales—, me enteraría incluso sin querer de los pormenores acontecidos en aquel evento degenerativo. Según me contaron, aquella muchedumbre unisex sin futuro aparente, se excedieron en su fervor de intentar ser los primeros en fotografiarse con el guaperas musculado y la buenorra siliconada. También se ve que las chicas iban con la entrepierna tan húmeda que una sola de ellas habría bastado para apagar el sol. Mientras que los chavales iban con las tuberías en alto pugnando con urgencia por ser desatascadas.
Cuando los que deciden cuándo y qué tenemos que consumir, tuvieron a bien hacernos llegar el soporte digital, yo no tuve ningún reparo en renunciar al vinilo y deshacerme de mis cintas de casete y VHS. Todo lo que sea ahorrar espacio está bien. En lo referente a la música, a los melómanos puristas siempre nos quedará la nostalgia del tocadiscos, no como lo de rebobinar en un sentido o en otro con un bolígrafo, que era de retrasados.
El otro día me comentaba un ser de tez morena y nariz aguileña, que la mejor música que existe es aquella con la que haces el amor. Yo le dije que eso era una cursilería trasnochada, propia de un adicto al flamenco rumbero o como cojones se llame y que —por aquello de llevarle la contraria—, la mejor música es aquella con la que lloras. Él replicó que en mi caso es verdad: o lloras o solo te cortas las venas. Ahí el muy cabrón estuvo bien de reflejos, y eso que tiene un careto de alelado más acentuado que el del vampiro de la saga Crepúsculo (2008).
Pero no hace mucho experimenté la emoción musical que provoca el llanto.
Estaba en el cuarto de baño ante la taza abierta del inodoro. Sin venir a cuento, empezó a moquearme la nariz, y las lagrimas se agolparon hasta nublarme la vista y desbordarse mejillas abajo. Os aseguro que no había nadie en las proximidades troceando cebolla. Entraban cálidos haces de luz a través de las estrechas franjas de la persiana que, dirección al suelo, incidían en la fluidez de mi meada, larga e ininterrumpida, produciendo una cantarina musicalidad al contacto con el agua que, mezclada con las evocadoras melodías de Cadaveric Incubator of Endoparasites, ejecutadas desde el comedor por la maestría innegable de Carcass, dotaban aquella conmovedora conjunción de momentos en una mágica poesía.
¡Qué sabrán esos putos calorros de la sensibilidad y belleza intrínseca del grindcore!
Antes de ayer se cumplió un año desde que hicimos un alto en el camino para despedir a uno de los nuestros. El último adiós de quien se ha ido para siempre dejando una ausencia tan prematura como insustituible. Se fue de la peor manera, dejándonos con un desconcierto que cayó sobre nosotros como un cielo de cemento. De qué modo entender lo incompresible. Dónde poder encontrar un motivo cuando no se sabe dónde buscar. Cómo explicar el sinsentido. Cuándo fue la primera vez que se asomó al borde del precipicio. Las respuestas se quedarán ahí en no sé dónde, marchitándose con la herrumbre del tiempo hasta desaparecer, quedando solo el recuerdo.
Resulta que el 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón, justo cuando pensaba arrojarse por la borda exclamando: «¡Que os den por culo, cabrones!», debido al hastío producido por las quejas y lloriqueos de su desquiciada tripulación, divisó algo sólido en la lejanía y ya nada volvería a ser lo mismo: la Tierra resulta que no es plana. A bordo de una carabela llamada La Pinta, Cristóbal atraca en una de las islas que después bautizaría con el nombre de San Salvador.
—Perdonen que les moleste, ¿vamos bien por aquí para recalar en la India? —Pregunta Cristóbal a un par de indígenas que estaban en la playa tomando el sol en actitud reptilesca. —No señor, tendrían que haber virado a la derecha en el triángulo de las Bermudas. Le aconsejo que revise el funcionamiento de su brújula —responde uno. —Ya, ya, pero para ahorrarme las monedillas que te cobran en el peaje del canal de Suez... Ya sabéis cómo somos los catalanes, que cuando tenemos que hacer donativos a la iglesia, lanzamos las monedas al aire, y las que coja Dios, para la iglesia, y las que caigan al suelo, para nosotros. ¿Entonces, dónde leches estamos? —Esto es Guanahani , señor. América. —Contesta el otro. —Coño, me pensaba que te pasaba algo raro en la boca. América, eh... Pues ala, os ataco con veinte cañones, un caballo, un mulo romo, un par de escupitajos y con enfermedades y virus, que mi misión era ocupar treinta y cuatro territorios y aún voy por el primero. ¡A ver, los hermanos Pinzón, dejad de lameros las pollas y clavad la bandera! ¡Ràpid, collons! Por cierto, alma de Dios —pregunta a uno de los nativos—, ¿qué es eso que estás comiendo? —Chocochoulaou, señor. —¿Choco qué? ¡Por la árida entrepierna de la reina Isabel! Hay que ponerle un nombre más comercial. Esto se va a llamar chocolate. Deja que lo cate. La hostia, esto combina con cualquier alimento; hasta con churros, diría. Tenemos que patentarlo cuanto antes para forrarnos y vivir a cuerpo de rey. Total, hay tantos que uno más no se va a notar. ¿Y esa cosa que mascas y escupes como si fueras un rumiante ordinario? —Le preguntó al otro. —Tabaco, señor. —¡Por las fulanas tetudas de Génova! Eso se mezcla con trescientos aditivos chungos, que más tarde serán cigarrillos de 8,5 cm, empaquetados como es debido en cajetillas con capacidad para doce o veinticuatro, y se venden en estancos y quioscos para crear una nueva modalidad de esclavos. Si es que... Vaya par de atascaos de la vida; nativos teníais que ser. Voy a pedirle a Philip Kotler que busque un hueco en su agenda y se deje caer en este remoto lugar para que os imparta unas cuantas lecciones de márquetin. —Le estamos muy agradecidos, señor. —Si supierais la que se os viene encima... En fin, que levamos ancla que nos queda mucho por hacer todavía. Además, he quedado con los reyes católicos para una orgía que ríete tú del osobuco de Ron Jeremy. ¡Ah!, y me llevo esta iguana para darle una sorpresa a Juana, que no para de decir y hacer unas cosas muy raras que acojonan. —Como guste, señor. Tenga una hoja de palmera de regalo para envolver a la iguana. —Gracias, indígenas alelaos. Y al loro si Pizarro se deja caer por aquí, que tiene más mala hostia que un canguro preñao.
Esta historia ocurrió hace años, y llegó a mí en la barra de un bar por boca de sus dos protagonistas, cuyos anonimatos respetaré, puesto que la narración contiene material sensible y comprometido.
Según palabras de Apolinario y Calasancio, su amistad se remonta a cuando se podían contar sus edades con una sola mano, y con cariño eran enjabonados por sus madres en la misma bañera, mientras compartían juegos inocentes con un patito de goma —amarillo, no negro—. El tiempo pasó fugaz hasta que los dos pequeños llegaron a la pubertad, que trajo consigo un voraz apetito sexual que pugnaba día y noche por ser alimentado. Es decir: querían follar y querían con todas.
Apolinario y Calasancio lidiaron con aquel ímpetu sexual a base de enajenación pajeril, e intercambio secreto de porno gonzo hasta los dieciocho años. Es decir, no es que dejaran de cascársela y de consumir folleteo en pantalla, pero alcanzada la mayoría de edad, podrían acceder a ese antiguo mundo no regulado ni cotizable en la SS, en el que trabajan mujeres, hombres y transexuales de edad, etnia y jerarquía social diversa. A su alcance tenían, por fin, el oscuro mundo del puterío en todas sus formas y posibilidades.
Atendiendo a su condición de heterosexuales, acordaron alquilar el servicio de dos lumis para así, entre los cuatro y en la misma habitación, realizar todo aquello que habían visto en aquellas viejas cintas de VHS, en la actualidad deterioradas de tanto visionado enfermo, así como de aquellas revistas mil veces pringadas hasta el acartonamiento, ahora irreconocibles. Según ellos, tampoco se iban a avergonzar de su desnudez, puesto que la única cosa que requiere extrema privacidad es el inevitable y ceremonioso acto de cagar. Mientras que funciones tales como mear, escupir, follar y otras tantas, pueden realizarse en público sin remilgo alguno.
Las elegidas para la consumación carnal se ofertaban en un conocido periódico intercomarcal de la Cataluña central, con el nombre de Nube y Estrella. El anuncio en cuestión rezaba: "Nube y Estrella, veinte y diecinueve años de puro fuego y placer. Ninfómanas insatisfechas que cumplirán todas tus fantasías". Tan prometedoras palabras iban acompañadas de una foto en la que se exhibían dos chicas —rubia y morena— de cuerpos semidesnudos que parecían nacidos del trazo más inspirado de Milo Manara.
Ahora solo restaba llamar al número telefónico indicado para concertar visita y la pasta a aflojar.
Llegado el día elegido, aquel par de jóvenes granujientos se personaron en la dirección recibida y pulsaron el timbre. La puerta se abrió mostrando una oscuridad inquietante, de la que se oyó una voz amortiguada que los invitó a pasar. Cuando cruzaron el umbral, la débil luz del recibidor se encendió, y una mujer de edad imprecisa surgió de la penumbra dirección a ellos como si se desplazara sobre ruedas.
La casa de lenocinio donde Nube y Estrella vendían su cuerpo era un lugar frío con un fuerte olor a incienso. La intermediaria los miró con un rostro desdibujado —semejante al de Jack Nicholson cuando declaraba desde el estrado en Algunos hombres buenos (1992)—, como si pensara que no sabían dónde coño se habían metido. Los dos amigos solicitaron los servicios de Nube y Estrella como se acordó, pero qué casualidad, Nube y Estrella no se encontraban bien, por lo que tuvieron que elegir a otras dos chicas que sí estaban de servicio.
En este punto de la narración, Apolinario y Calasancio, como si de veras lo necesitaran, se pidieron otro Jack Daniels con hielo y se pasaron la mano por la cara, como si de ese modo alejaran un mal recuerdo a punto de destapar.
Continuaron narrándome con voces temblorosas, que la intermediaria los condujo por un pasillo de sombras hasta una habitación mal iluminada, en la que tenían que esperar a las furcias. Al cabo de unos cinco minutos de incertidumbre, un sonido de tacones, lento pero obstinado, fue ganando volumen hasta que la puerta se abrió con un lamento. Dos mujeres en lencería cutre, con piernas arqueadas de andares oscilantes y calzadas con tacón largo, se personaron, y el horror se instaló para siempre en las retinas de aquellos pobres muchachos.
Es probable que de existir el ideario de Tolkien, los orcos de Mordor tendrían mejor aspecto, porque no había atisbo alguno de femineidad en aquel par de hijas bastardas de Sauron. Sus cuerpos eran de una magnitud esquelética indescriptible, como si la inanición hubiera currado horas extras en aquellas anatomías. Y sus caretos estaban cubiertos por unas greñas apelmazadas, que parecían el mocho de la fregona de una charcutería de Calcuta.
Apolinario y Calasancio enmudecieron, y engulleron sus bebidas de un trago. Luego, finalizaron contándome que, con una palidez que extralimitó a la misma muerte, escaparon de aquel burdel del horror que de manera tan cruel truncó sus libidinosas expectativas.
Y desde luego ninguna de ellas era luchar por la posesión del anillo.
P.S.: Kolision Mosh, naturales de Rubí (Barcelona), dejaron claro en su día que la canción Pepa la Cachonda, tan solo corresponde a su muñeca hinchable doméstica y de ningún modo a una mujer de carne y hueso, viva o muerta.
La última mujer con la que compartía las sábanas y el lavabo, me dejó porque ponía música a un volumen desorbitado. Demasiado alta en el coche, demasiado alta en casa, demasiado alta en el parque con el loro a cuestas, demasiado alta en cualquier lugar. Según ella, aquel caos sonoro de estridencias guturales y trémolos agonizantes, le trastocaba el aura y le jodía los chakras. Así que con expresión compungida me dio a elegir entre ella o aquella bola de ruido. Y como es obvio y atesora entre muchas la calidad de insustituible, elegí la música.
El tiempo pasó, y pese a nuestro mundo caduco sobrepoblado de oligofrénicos, mi espíritu, cuerpo y mente se encontraban en perfecta armonía, generando una alegría nunca antes experimentada. Tanto era así que había llegado el momento de adquirir un animal de compañía para compartirla.
Estuve unos días debatiéndome entre comprar un perro o un gato, y aunque me gustan de diversas razas, tamaños y pelajes, son animales que no se corresponden con mi carácter y mi forma de ser. Hasta que un 4 de octubre —día mundial del animal—, en una de mis incursiones por el campo para desinfectarme de la toxicidad de la civilización, topé con un cabrerizo al que le quise comprar una de sus cabras.
A todo esto, me fijé en un macho cabrío, grande y negro, con un buen par de astas y una larga perilla que, a su vez, me miraba con inquietante fijeza. Según el cabrero, experto cual Dr. Doolittle sobre el misterioso mundo del lenguaje animal, aquel escrutinio significaba que el cabrón me había elegido como su compañero de vida, y no al revés. Además, era el animal idóneo por afinidad y similitud de comportamiento.
Para mi sorpresa, pronto descubrí que aquel macho cabrío escondía ciertas habilidades que lo hacían especial en grado sumo. No es que hablara, como la mula Francis —aunque el cabrero me aseguró que sí, solo que pasaría mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de entenderlo—, pero cada vez que reproducía música en el tocata, el cabrón se alzaba sobre sus cuartos traseros y mostraba su quijada en una amplia sonrisa. Luego volvía a tocar el suelo y giraba sobre sí mismo cabeceando la cornamenta siguiendo el ritmo. En los acordes más desenfrenados, nos montábamos pequeños pogos por el comedor, que acababan en carcajadas y estentóreos balidos que reverberaban por toda la vecindad.
Estaba claro que me lo tenía que llevar de concierto y que estábamos hechos el uno para el otro. Así que a los pocos días ya estábamos saliendo de una gran actuación de Dying Fetus. Andábamos bastante ebrios por el adoquinado de una de las apestosas callejuelas de la ciudad, sorteando mierda y rejas de alcantarilla, cuando mi macho cabrío se paró, y tuvo a bien regar con una caudalosa meada las ruedas de un coche tuneado hasta lo grotesco. Nos llegaron unas exclamaciones nada amigables proferidas por el amo del vehículo y sus coleguitas. Eran tres tíos vestidos con cuatro tallas de más, con la mirada oculta tras unas gafas de sol —pese a que era noche cerrada—,y gorras de visera rígida cubriendo sus recipientes de viruta. Llevaban tanta bisutería chatarrera en cuello y muñecas, que podrían morir de ahogamiento en una puta pecera.
El que parecía ser el cabecilla exclamó: «¡Ataca, bro!», y uno de aquellos mierdecillas se abalanzó de un salto contra mi macho cabrío. Pero mi cabrón lo interceptó al vuelo, y con su poderosa cornamenta lo mantuvo ingrávido con una serie de habilidosas voleas hasta proyectarlo, cual guiñapo, contra un montón de mierda orgánica apiñada al lado de un contenedor. Aprovechando el desconcierto y con extrema celeridad, yo despojé de gafas y gorra al cabecilla, y le eructé en plena jeta provocándole quemaduras de segundo grado. El tercer mierdecilla arrancó a correr exclamando: «¡Necesito chance, bro! ¡Me vuelvo a Puerto Rico!». Pero mi macho cabrío fue más rápido, y de una embestida en el pescuezo, acompañada de un balido estremecedor, la dentadura postiza chapada en oro de aquel desgraciado salió como una bala, y se clavó en la puerta metálica de un garaje cercano.
Aquel trío de bastardos adoradores de Bad Bunny se montaron en el coche y desaparecieron de allí con las ruedas humeando —más por la meada mefítica de mi cabrón que por el derrapaje—. Mientras, yo me acerqué a mi cabrón y palmeé mis manos con sus pezuñas, como cada vez que hacíamos un buen trabajo. Primero arriba y luego abajo, ¡plas, plas!, como dos auténticos colegas. Como el equipo invencible que éramos cuando nos marcábamos un tanto.
A partir de aquella noche nos hicimos inseparables, y llegado el verano nos fuimos de vacaciones a Marrakech. Nos encantaba pasar las tardes en cualquier terraza de cualquier bar, contemplando a la gente con la mirada oculta tras nuestras gafas de sol. Yo miraba a las mujeres e imaginaba sucias obscenidades y él, mientras bebía agua descalcificada de su pajita a grandes sorbos, lucubraba sodomizaciones a las cabras que por allí pululaban como parte normal del paisaje.
Desde luego, los animales son mejores que las personas, y ahora entiendo el porqué de quien llora la muerte de su animal de compañía más que la de cualquier humano.
Por eso ya he vuelto a modificar mi testamento, y he dejado reflejado con claridad meridiana que mi cabrón debe ser el máximo beneficiario.