Todos sabemos que la programación televisiva es peligrosa, pero si enciendes la tele solo para ver cine, también corres el riesgo de convertirte en un ser cuadriculado e idiota y confundir realidad con ficción. Pero siempre defenderé que el mundo del celuloide nos ha brindado momentos memorables; grandes momentos.
No me refiero a cuando Charlton Heston alza los brazos y se abren las aguas. Ni cuando a Leonardo DiCaprio se le están congelando los huevos y Kate Winslet llora y se aspira los mocos. Ni cuando a Vivien Leigh se le quitan las tonterías y por fin logra convertirse en una mujer de provecho, y jura en nombre de no sé quién que nunca volverá a pasar hambre. Ni siquiera es un gran momento aquel en el que Rita Hayworth se lleva un guantazo por parte del bueno de Glenn Ford.
No y no; eso no son grandes momentos: son momentillos que te provocan bostezos o ganas de irte a la nevera a por una birra. No obstante, hay momentos infravalorados por las masas, que ilustran de manera acertada y contundente incómodas convicciones patriarcales. Conductas primigenias que con una buena consonancia entre las palabras y la imagen, dotan al fotograma de una belleza fílmica no solo innegable, sino inmejorable.
Una mañana, una tarde, o una noche de un día cualquiera, nació un bebé con la sangre de color azul y con una flor en el culo. El bebé creció y en plena mayoría de edad mató a su hermano pequeño de un pistoletazo en plena tocha; y es que nadie le dijo que con las armas no se juega, que las carga el diablo. Censurado este incidente por el fascismo de tiempos pretéritos e ignorado adrede por el fascismo de tiempos presentes, el rey que abdicó fue cumpliendo años.
El rey que abdicó, siendo ya una persona de enorme improductividad y de dicción torpe, se casó con una griega de rostro difícil. Carente de ímpetu, cubrió y preñó por instinto a dicha mujer para la perpetuidad del linaje. La cópula Real dio origen a tres nuevas vidas parasitarias: dos hembras y un macho.
Cabe destacar por su importancia histórica, que una de las hembras es de neuronas vagas. La otra nunca sabe nada, nunca recuerda nada y nunca le consta nada. La hija de neuronas vagas se casó con un hombre de andares vacilantes y rasgos alelados, apellidado Marinosequé. La otra, con un cabrón codicioso, alto y espigado. El macho se ha dejado barba y se casó con una mujer anoréxica a la que convirtió en experiodista.
El rey que abdicó, no obstante, tiene aficiones que requieren de cierto desgaste físico. Por ejemplo, los días de verano se aventura a surcar los mares y muy de vez en cuando estampa su jeta contra el suelo; a veces incluso se tronza algún hueso. El rey que abdicó, ya en una edad avanzada, quién sabe si para evocar tragicómicos tiempos de juventud, ha desarrollado una siniestra adicción por el gatillo, es por eso por lo que se ha convertido en un reputado caza elefantes.
Una mañana, una tarde, o una noche de un día cualquiera, el rey que abdicó a lo mejor se muere.
El sábado pasado estaba haciendo cola en una de las cajas de cobro del Aldi. Tras de mí, tres chicas muy animadas se vanagloriaban del supuesto poder manipulador y destructivo de su sexo. Eso me hizo recordar un melodrama de cuatro pares de cojones titulado Leyendas de pasión (1994).
Os hago una presentación superficial de los personajes y una sinopsis breve del metraje.
Tenemos al coronel William Ludlow, que abandonado por su mujer y desengañado de sus ideales por los cuales luchó en la guerra, decide vivir apartado de todo en un rancho afincado en las montañas Rocosas. Allí cría a sus tres hijos. Samuel es el hermano menor, un muchacho afable y enamoradizo. Tristan es el hermano mediano, indómito y aventurero. El hermano mayor es Alfred, responsable y educado. Y por último, un amigo de la familia llamado Decker y su hija Isabel Dos.
Un desgraciado día, Samuel decide presentar a su prometida Susannah a todos los residentes del rancho. Susannah descubre que se pone cachonda con Tristan y viceversa. Y Alfred descubre que se pone cachondo con Susannah. Pero los tres, obedeciendo a sus propios intereses, guardan las apariencias por no joder a Samuel y desatar las iras del viejo. Estalla la Primera Guerra Mundial, y los tres hermanos, a los que también les hermana la gilipollez además del lógico consanguíneo, se alistan para luchar por su país. Samuel muere y Alfred y Tristan sobreviven, regresando al rancho con la intención de dar sepultura a los restos de lo que una vez fue su hermano pequeño.
Alfred, aprovechando la tesitura, intenta follar con Susannah, que lo rechaza puesto que se humedece por Tristan. Más tarde, Susannah llora sobre los restos enterrados de quien fuera su prometido. En estas que se acerca Tristan, le arrima el cimbrel con la excusa de consolarla y Susannah, que no puede más, se lo folla. No recuerdo si Alfred los pilla en plena cópula postmortuoria, pero al enterarse arremete con Tristan y se lía una descacharrante escena de culebrón venezolano de alta caspa. Tristan, embargado por la culpa del enfrentamiento, y una vez vaciados los huevos en Susannah, decide pirarse del rancho. Susannah lo espera hasta que recibe una carta donde Tristan le dice que vaya pensando en otro nardo con el que ocupar el vacío de la almeja.
Alfred aprovecha tan afortunado sesgo del destino y resuelve arrimarse, una vez más, a Susannah. Y esta, cansada de esperar y hambrienta de rabo, hace de Alfred el hermano más feliz de las montañas Rocosas ofreciéndole su anhelado tabernáculo. Entretanto, el coronel William Ludlow, chocheante y de edad avanzada, sorprende a la pareja —no recuerdo si antes o después de que orgasmaran— y se lía otro cristo de bizarrismo galopante. Tanto es así, que al viejo Ludlow, que ya está hasta las pelotas de ser un mero espectador de la desintegración de su familia y de tanto folleteo interesado, le da un vuelco el cerebro quedándose catatónico y más tieso que un ciruelo en invierno.
Susannah y Alfred pasan de él y se casan.
Al cabo de un montón de años, Tristan regresa al rancho de donde hostia sea que estuviera y se casa con Isabel Dos, la hija de Decker. Parece que por fin la paz se instala en las jodidas vidas de los Ludlow, pero en un altercado con unos contrabandistas de alcohol bastante hijoputas, Isabel Dos resulta malherida y muere. Tristan, enajenado, ajusta cuentas con el responsable pasándolo por la piedra y acaba encarcelado. Con Isabel pudriéndose al lado de los olvidados restos de Samuel, Susannah vuelve a sentir la húmeda inquietud de su mejillón, palpitante ante la reciente viudedad de Tristan, con lo cual decide visitarlo a su celda para hacerle saber que a su regreso le dará movimiento pélvico por un tubo. Pero Tristan, ya sea porque durante su larga ausencia bebió las mieles de incontables coños hasta hartarse, o porque de verdad amó a Isabel Dos con la que engendró dos hijos, rechaza la calenturienta propuesta de Susannah.
Anegada en lágrimas, ante un espejo en el que no se reconoce, Susannah paladea el amargo sabor del rechazo y decide que una vida sin la polla de Tristan no es tal. De modo que se quita de en medio para acabar enterrada junto a las tumbas de Isabel y Samuel. Solo así, con la muerte del origen del mal, que siempre se destruye a sí mismo, los malogrados Alfred y Tristan, y el catatónico William, encuentran fuerzas para reconciliar —si es que pueden— sus putas vidas.
Joder con Susannah, ¡y eso que solo venía a pasar el verano!
Aquel lejano domingo estival iba a ser tranquilo e improductivo como todos los domingos. Después de los postres me ausenté y nada hacía presagiar que a mi vuelta, cuatro horas después, me encontraría en aquella vivienda unifamiliar con un escenario dantesco cuyas imágenes aun perviven en mi memoria.
Cuando salvé el último peldaño que daba a la terraza, vi que Diosnelio estaba al borde de la piscina conmocionado y tambaleante, apoyado en el brazo de Afrodisio. Cutacia, al percatarse de que algo inusual ocurría con Diosnelio —su pareja—, intentaba, sin conseguirlo, levantarse de la tumbona en la cual yacía bocabajo en actitud reptilesca.
En un principio nada de eso me extrañó, pues a esa avanzada hora de la tarde —creo que eran las 19— ya se habrían vaciado tres o cuatro botellas de cava.
Aquella alteración dominical se debía a la sangre que, como una espesa cortina, cubría por entero el desconcertado rostro de Diosnelio, brillante como el de un muñeco de cera bajo la luz del atardecer. Una imagen que bien podría ilustrar la portada de algún disco de Cannibal Corpse.
Al parecer, quién sabe si por torpeza o por abuso del bebercio —o las dos cosas—, Diosnelio se dio un castañazo y una brecha se le abrió en la ceja. Ante la alarmante visión de la sangre, Cutacia reanudaba sus esfuerzos con el fin de levantarse de la tumbona, pero dada su evidente cogorza y enanismo, ella también necesitaba ayuda, puesto que parecía un salmón nadando a contracorriente, pero sin moverse del sitio.
Algo había que hacer, joder: Diosnelio se vaciaba por la ceja y la pequeña Cutacia empezaba a hiperventilar fruto de la impotencia, así que el resto de presentes reaccionaron. Adelfa limpió la cara ensangrentada de Diosnelio mientras que el marido de esta, Afrodisio, sacó el coche del garaje para llevar al herido a urgencias. La vecina llamada Baltasara, percatándose del delirio imperante en la terraza contigua a la suya, entró en escena y como una experta comadrona, cogió a Cutacia como a un bebé y la sentó en la tumbona. Y con un ejemplar de muchas páginas de —no recuerdo si Elle, Vogue o Cosmopolitan— la abanicó de arriba abajo con enérgicos movimientos.
Minutos más tarde llegaron Diosnelio y Afrodisio. El primero con puntos de sutura en la brecha de la ceja, y el segundo con un semblante de calma y normalidad. Cutacia, sentada en el borde de la tumbona sin que sus pies rozaran el suelo, bebía agua a grandes sorbos mientras que Baltasara, de pie detrás de ella, seguía incansable oxigenando su espacio vital. Adelfa ya había puesto los paños sanguinolentos en la lavadora y el caos al final remitió.
El Padre Esperancejo camina, flemático, de un lado a otro de la clase en un silencio solemne y calculado. La luz aséptica de los fluorescentes confiere un brillo desapasionado a su cabeza tonsurada, y cierta aura pálida apenas visible en el contorno de su silueta espigada. Haciendo gala de su rijosa e indisimulada lascivia, y no por ello percibida por quienes le escuchan, decide el Padre Esperancejo que es la persona adecuada para aclarar las dudas incipientes acerca del sexo.
—Sé que sus cuerpos están cambiando, y sé de sus deseos y dudas. —El ápice de la lengua del Padre Esperancejo humedece cadencioso su labio superior, de una comisura a la otra. —Y sé lo que cuesta confesar esas dudas, por tal motivo que he decidido ayudarles. —El Padre Esperancejo ladea la cabeza y cruza las manos sobre su pecho, como si sostuviese un Sagrado Corazón.
—Adorables niños, yo también tuve vuestra edad, y aunque el Señor me reclamó joven, también padecí vuestras cuitas y zozobras. Mi responsabilidad como pastor de este rebaño, es la de aclarar cualquier incertidumbre que podáis padecer. Así, con sinceridad y sin miedos, preguntad todo cuanto queráis saber sobre las vicisitudes de vuestra naturaleza anatómica. No hay que sentir remordimientos. Después de todo, nuestro Señor nos hizo a su imagen y semejanza. Él, en su infinita sabiduría, comprende vuestros pecados y el abocamiento a cometer sucios y denigrantes actos...
Después de aquella perorata de aquel día pretérito, los monaguillos descubrieron por los siglos de los siglos, que cuando una plegaria no es correspondida, en algún lugar del mundo uno de ellos es sodomizado.
De un tiempo a esta parte, el gremio de esteticista, barberos y peluqueras ha adquirido una importancia sobredimensionada. Se les necesita más que nunca y me consta que no están trabajando en la clandestinidad. El otro día, la imagen que me devolvió el espejo no me hizo ni puta gracia y me pasé el «cortapelos» por la sesera. Es un coñazo estar en dura pugna con tus pelos porque crecen contigo hasta que la cascas, pero admitámoslo: somos los animalitos más feos del reino. Y no por el fondo, que también.
Por ejemplo, yo permanezco inmóvil y los pelos crecen. Y también las uñas, la nariz, y las orejas. El crecimiento de las uñas lo tengo bajo control porque las veo, así que me las corto cuando empiezan a tornarse aguileñas. El de las orejas y la nariz es inevitable, lo que supongo que en un futuro cercano mutaré en algo que ni H. P. Lovecraft pudo concebir en su momento más inspirado. No tenemos una buena armonía con nuestros pelos; nos obcecamos en hacerlos desaparecer o reducir su número y longitud, pero son de naturaleza indómita y enraízan donde nunca tuve. Y donde tuve también.
Nacen condenados, hirsutos y arborescentes. En las cejas, con una curvatura dura como la alcayata. Largos y solitarios en el omóplato, como el salto del astronauta en la luna. Los de la sobaquera, largos y hacinados como la brocha para el afeitado. En las orejas, sedosos como los de un coño virginal. En la tocha, bárbaros y enredados, emparentándose a veces con los del bigote. Espléndidos en los lunares y las pecas, como parientes pudientes. Alrededor de los pezones, como galaxias en expansión. Muy curiosos y peinados en los dedos de los pies. Tiernos y acogedores en el perímetro del ombligo, como el nido de un gorrión. Imprevisibles en el pubis y en el forro de los cojones como el dibujo del relámpago en la tormenta.
Y por último los pelos íntimos de toda la vida, aquellos que incluso en los momentos más sucios e inconvenientes, custodian todo lo que sale —y entra— por el tercer ojo: el sacro anillo crepuscular del esfínter.
Hay dos obreros trabajando en una empresa ferroviaria. En realidad, como todo trabajador, son dos esclavos.
Uno está frente al otro, y ambos pican con fuerza sobre los clavos de los raíles con el fin de fijarlos a los durmientes de la vía. Uno de ellos es un hombre muy mayor, pero no lo suficiente como para jubilarse, pues todavía le queda todo un año para la libertad. El otro obrero es un muchacho muy joven que hace un año se incorporó a la empresa.
Ambos tienen mucha suerte: uno por conservar su trabajo y el otro por encontrarlo.
El esclavo viejo le dice al esclavo joven que él también empezó a trabajar a una edad temprana. Le explica que lleva cincuenta años picando en la vía, que ha tenido tres ascensos, y que olvidó con qué categoría profesional entró en la empresa. El esclavo joven le dice al esclavo viejo que tiene dieciocho años y que ha entrado con la categoría de ayudante de aprendiz de manobre.