Suicidas aparte, está claro que nadie desea una muerte prematura y mucho menos morirse, pese a la certeza de la muerte y lo asimilado de esta. Lo que no comprendo es qué hay de maravilloso en trascender nuestra propia mortalidad. Cierto que en esta vida hay mucha tristeza, desigualdad e hijoputas, pero también hay júbilos intensos y goces inolvidables.
Efímeros, sí, pero insuperables por su cualidad caduca: la lluvia cayendo a cántaros sobre un mar en calma; una brisa veraniega que despega el pelo de la frente sudada; el petricor llenando tus pulmones... La inmortalidad y no envejecer solo restan calidad al goce, multiplicando repeticiones que desvirtúan lo finito.
La saciedad eterna de cualquier anhelo nos conduciría a un hastío insondable como el universo. Una vida sempiterna derivaría en una desgana rayana en la locura en la que olvidaríamos qué es la satisfacción. Y la ciencia, que nunca se detiene, se empeña en ir más allá de la longevidad y de que podamos vivir más que un roble milenario. Cuando resulta que no estamos preparados para ello, y ni lo estaremos.