Cada noche me asomo, como espectador anónimo que soy, a mi ventana rectangular alimentada de electrón y protón. Desfilan por ella, desde latitudes lejanas y próximas, cientos de miles de momentos, ajenos y simultáneos, que se suceden de un escenario a otro escenario.
Toda una vorágine de datos en estado puro, inyectados hasta mi terminal por obra y gracia de la fibra óptica.
Hay una especie de atracción adictiva sobre las perspectivas de comunicación. Océanos de sensaciones y sentimientos encontrados, cuando se dan cita los diálogos, o monólogos, propiciados por la búsqueda, consciente o inconsciente, del placer de los sentidos o de lo que sea. Universos de palabra desgranados a cada segundo a golpe de tecla desde nuestras cómodas poltronas de plástico.
Quizá por ello, tras la pantalla y atrincherados en la soledad de nuestra máquina, todos tenemos algo de enfermedad y anhelo. Y secretos. Yo sé que tú, aun sin esconderte tras un nick y una imagen, me ocultarás algo hasta que no llegue la hora de la verdad. Yo, pese a que te diga mi nombre y te muestre mi cara, no te desnudaré del todo mi interior hasta que ese momento llegue.
Si es que llega, porque ambos sabemos que la frialdad electrónica establece sus propios límites. Una especie de acuerdo tácito no escrito, pero necesario, en el que dejamos de ser dos extraños si de verdad decidimos ir más allá, y convertimos la intención en acción. Nunca exenta de riesgo, claro, pues también hay magos de la ilusión, auténticos virtuosos de la mentira.
Quizá tú seas uno de ellos; puede que lo sea yo.
Lo que ocurre en esas travesías de ida y vuelta por la red, no deja de ser un calco de nuestras vidas de carne y hueso. A veces es el júbilo de unos pocos. Otras es la indiferencia de unos cuantos y la infelicidad de otros tantos. Cuando no el afán creativo de muchos y el ansia de reconocimiento de la mayoría.
El caso es que la mayor parte del tiempo, Diosa Internet nos devuelve un eco más o menos difuso de nuestras propias palabras. Cuando no, una réplica más que acertada de nuestros propios egos, quizá no muy diferentes por mucho que nos incomode; puede que más iguales de lo que nos atrevemos a admitir.
Aun creyendo que es así, los optimistas, cuando no vitalistas y crédulos, que tanto da, confluyen en que es este un medio donde abunda la bondad en detrimento de su antónimo. Mientras que nosotros, los descreídos, cuando no pesimistas o amargados (así nos llaman también), pensamos que esto tan solo es un subterfugio más, donde modestia y vanidad van cogidas de la mano.
Y poca cosa más.
Quiero pensar, pese a todo, que la verdad nos pasa por encima y siempre acaba por desvelarse, queramos o no. Pero cómo saber que está sucediendo tal cosa, si es que sucede. Cómo discernirla cuando se pervierte con maestría por agudos que creamos ser. Cómo saber cuando sirve de escondite impenetrable de frustraciones, traumas, pecados inconfesables e insanas intenciones. Cómo saber cuando es utilizada como arma silenciosa, arrojadiza e incluso a veces mortal.
Puedo decirte que ninguna de esas actitudes es la mía. Pero ¿por qué habrías de creerme?
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