Aunque algunos lo tienen larvado, siempre se ha dicho que el cerebro humano es un órgano prodigioso. El mío, por ejemplo, no deja de sorprenderme y no es por su escaso cociente intelectual, sino que funciona con movimientos reflejos, como los pulmones, el corazón o los párpados. No depende en absoluto de mi voluntad.
De hecho, ahora mismo estoy escribiendo como un autómata cuya única programación es el tecleo. Pero cuando se cansa se queda al ralentí y cuando se relaja es peor: dibujo un encefalograma plano, mis facciones se diluyen en una inexpresión gelatinosa, no paro de desbabar, y me comunico a base de uuungs y gñeees.
Creo que este deterioro lastimoso tiene su origen en el hecho de que comiera tanto pegamento de pequeño. Un día, mi madre me llevó a la consulta del pediatra porque me dolía la barriga a horrores. El bueno del doctor Sabiniano, bregado en mil situaciones con no menos infantes, me preguntó: «¿Has comido algo que pueda haberte sentado mal?». Y yo respondí con inocencia: «Pegamento». Don Sabiniano adoptó unos rasgos que decían: «Collons, en la universidad no te preparan para casos así». Mientras que mi madre, conmocionada por entero, profirió: «Ay, verge. Con la de cosas que hay de comer en casa».
Mi pegamento predilecto era el Supergen, que pese a ser incoloro desprendía un suave aroma adictivo y poseía una textura muy apetitosa, parecida a la del chicle varias veces mascado. El Bully era de un prístino color blanco y no es que no fuera apetecible, pero no se apelmazaba lo suficiente para masticarlo y tenía un retrogusto petroleado. El Nural me llamaba mucho la atención porque era de un intenso color naranja, pero maloliente como el sobaco de un troll, por lo que nunca llegué a catarlo. Y del pegamento Imedio para qué hablar, si era un miembro más de la familia, ideal para complementar la merienda.
Y a todo esto, como que en este país se hace todo tan bien y somos muy obedientes, no me queda más que estar tranquilo: la desescalada será un éxito y el biorriesgo no se dará lugar porque nadie me pegará el covid.
Lo de esnifar pegamento pues sí que era practica habitual en aquellos maravillosos años, pero lo de comer pegamento eso sí que nunca lo había oído.
ResponderEliminarTú puedes estar tranquilo que a ti si el pegamento no te mató, el COVID meras cosquillitas.
De momento me voy escapando.
EliminarTú sigue escapando, que en ocasiones así no dejarse atrapar es la mejor opción.
EliminarMe acuerdo del pegamento Supergen, pero nunca se me dio por comerlo. Del virus también me voy librando y espero seguir así.
ResponderEliminarNormal que te acuerdes. Creaba una adicción muy satisfactoria. Y encima no afectaba a la sesera.
EliminarDel Imedio creo que no nos libramos nadie... y mira...aquí estamos «desescalando» como si nada...
ResponderEliminarEspero que no nos la "peguemos" desescalando.
EliminarSi, buenos recuerdos.
ResponderEliminarYa sabía yo que no era el único.
Eliminar¿Comiste pegamento?¿En serio? Me he acordado de un compañero de parvulos que comía pegamento de barra con hormigas, como aderezo, me daba mucho asco, tanto que yo creo que no recuerdo nada más de esa época.
ResponderEliminarDigamos que hice ciertas degustaciones, aunque jamás al nivel de tu compañero de parvulario. Si yo hubiera contemplado algo así a tan tierna edad, solo me acordaría de eso.
EliminarNunca había sabido de alguien que comiera pegamento, yo solo comía tierra y estaba lombricienta. Saludos. Un gusto leerte.
ResponderEliminarCielos; apuesto a que la tierra no es tan indigesta. Y seguro que tiene más nutrientes. Lo de lombricienta me ha "llegao".
EliminarMe he reído con la visita al pediatra. Algo de pegamento también he comido, el que se quedaba pegado a los dedos. Pero prefería olerlo. Cuestión de gustos.
ResponderEliminarYa sabía yo que no era el único
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