29/3/21

17. Semana Santa

    Un amigo granadino me ha enviado un correo. Con su permiso, lo comparto con todas las vocales y consonantes que faltan para hacer de ello una lectura amena y comprensible. Dice así:

    Como es bien sabido, la vida está llena de placeres y goces intensos: una buena comida, un polvo con o sin amor, un viaje, un gran concierto, un buen libro, la compañía de seres queridos, la contemplación de fenómenos naturales… Pero para mí, uno de los placeres más superlativos de todos los que he experimentado es ver a una numerosísima y apretada aglomeración de deficientes mentales llorar en abundancia porque la lluvia ha impedido que los costaleros, con igual o menos cerebro que los aglomerados, puedan pasear el cacho de marmolina y escayola.

    Parece que en este país, que bien podría llamarse Hispañistán y del que apenas queda algo respetable, somos capaces de aguantar impuestos estratosféricos, nóminas de chiste, ingentes toneladas de corrupción, ultrajes al obrero, etc. Y, por el contrario, se nos hace insoportable y motivo de amargura que una lluvia saludable para la tierra impida los jodidos cortejos procesionales de los cojones. 

    Aunque lo parezca, no me molesta que miles de imbéciles crean en una mentira que dura cientos y cientos de años, que eso también es de traca. Lo que me toca el badajo de toda esta bazofia es que, por mucho que me empecine en mantenerme al margen, termina afectando a mi vida de una forma u otra. Porque yo vivo en un barrio de una preciosa ciudad andaluza, con sus empinadas cuestas y estrechas callejuelas. Cuando llego del trabajo, sea dura o no la jornada —algunos curramos en Semana Santa—, lo que quiero más que otra cosa es llegar a mi casa, descansar, relajarme y estar con los míos. 

    Pero no es posible. A causa de esta tradición de mierda, todas las calles tienen el acceso cortado, y la que no, se encuentra atiborrada de creyentes alucinados, hijos de la gran puta. Todos santiguándose ante la condenada estatua y sollozando de pasión con la vida y milagros del sufrido Jesús y su santa madre virgen, que si por algún milagro levantaran la cabeza y vieran el aborrecible tinglado que hay montado en su nombre, vomitarían de asco con el deseo de morir de nuevo ante tanta ignorancia.

    Me cago en el Papa, en los obispos, en los curas, en los cardenales y en toda esa fauna de vividores con sotana, que viven sin dar golpe por culpa de toda esa masa devota de adeptos retrasados, y entre unos y otros, sois los culpables de este puto circo santo, y retrasáis mi merecido descanso cuando vengo del trabajo.



25/3/21

16. En el súper

    Desde que nos han obligado a levantar el pie del freno mandándonos a currar, he notado ciertos cambios en mi entorno social. Ayer fui a comprar al Aldi y constaté que se ha reducido la compra compulsiva de papel del culo, y que todos los allí presentes, salvo yo, llevaban mascarilla. A medida que me adentraba en el súper, no sin antes enfundarme los obligatorios guantes de bolsa, he notado sus miradas inquisitorias como diciendo: «Ese hijo de puta nos va a empestar».

    Pero yo, que cuando la ocasión lo requiere tengo más cara que el Monte Rushmore, he iniciado mis compras, indiferente a los alarmados semblantes de aquella turba paranoide. Todo transcurría con normalidad hasta que he sentido un hormigueo en el colodrillo. La causante era una anciana de baja estatura que me estaba sometiendo a un intranquilizador escrutinio. Aquella criatura enjuta y quebradiza, de ropaje intemporal, carro en mano y a prudente distancia, me seguía a todas las putas secciones del súper, clavándome su amenazante mirada de trasgo cabrón.

    Debido a mi creciente inquietud, decido plantarle cara y comienzo así un duelo de miradas que ni Clint Eastwood. Ella reafirma su compostura sin pestañear y abre sus arrugadas manitas para reapretar con renovado vigor la barra de empuje del carro, con una mueca que presiento resolutiva tras su mascarilla. Acojonado, abro mucho los ojos. Los de ella se estrechan hasta parecer dos puñaladas en un tomate. El choque de voluntades se eterniza más que un partido de Oliver y Benji. «¡Joder, esta vieja no es normal!», me digo. 

    De pronto avanza hacia mí hasta recortar la distancia a dos metros. Mi corazón está desbocado. Con una mano temblorosa, la anciana aparta su mascarilla y descubre su rostro, que está más arrugado que una bolsa de té usada. Mi ojete se contrae de tal modo que ni el virus que nos asola podría entrar. La anciana echa la cabeza atrás con ligereza, sin apartar su mirada, al tiempo que levanta el brazo señalándome con el índice. «¡Ya verás ahora!», pienso, «¡se pondrá a gritar como en esa puta peli de La invasión de los ultracuerpos (1978)! «¡Y todo por no llevar mascarilla, joder!».

    Pero la anciana, con una voz comedida, preñada de afecto y buenas maneras, me pregunta si las botellas de plástico que señala tras de mí son las de enjuague bucal. Como es corta de vista y encima estoy en medio, no lo ve del todo claro. Entonces comprendo que tiene que higienizar a diario su dentadura postiza, que rivaliza en perfección con la de La máscara (1994). 

    Le contesto que sí y, al tiempo que me aparto y me voy yendo, me da las gracias y me dice que haga el favor de ponerme la mascarilla, que no está la cosa como para ir haciendo el gilipollas.


22/3/21

15. Emo. Emocional. Emotivo

    1. Como en el mundo tiene que haber de todo, el emo tiene derecho a nacer —porque un emo nace, no se hace— aunque justo después del milagro necesite horas de incubadora y, al crecer, se dé cuenta de que la vida es dura y se arrepienta.

    2. El emo tiene derecho a plantarse delante del espejo el rato que considere necesario para ensayar poses, y poder maquillarse y vestirse hasta el extremo de hacer indeterminable su sexo.

    3. Los emos tienen derecho a ser andróginos aunque eso cause indiferencia o pena y risa a partes iguales.

    4. Los emos tienen derecho a ser utilizados como blancos en campos de tiro con arco.

    5. El emo tiene derecho a que se le apalice a diario con el único fin de animarlo y despojarlo de su tristeza y depresión.

    6. El emo y solo el emo tiene derecho a llorar sin consuelo como un dibujo manga si, por ejemplo, está sentado en la taza del retrete tocándose abstraído el piercing de la nariz y ve que el rollo de papel higiénico se ha acabado.

    7. El emo, puesto que es una subespecie improductiva sin oficio ni beneficio, tiene derecho a pedirles a sus padres, bajo la amenaza de cortarse una oreja si se niegan, tanto dinero como se requiera para comprar ropa e ir a conciertos de My Chemical Romance y Tokio Hotel.

    8. El emo tiene derecho a poder acceder, cuando lo crea necesario, a todo tipo de cuchillas y utensilios cortantes para poder utilizarlos contra sí mismo y así hacer más soportables sus crisis existenciales.

    9. Los emos, dada su predisposición a sangrar, tienen derecho a ser sujetos preferentes en snuff movies y sacrificios en los cuales se invoque al Innombrable o a quien coño sea.

    10. Los emos tienen derecho a recibir toda clase de ayuda que necesiten en sus intentos de suicidio.


18/3/21

14. El insomnio trae la confusión

    Seguía despierto después de medianoche como Edward Norton en El club de la lucha (1999), tumbado en el sofá con la mirada insomne. Hacía rato que los chicos se habían largado, dejándome con un montón de latas de cerveza vacías, trozos de pizza a medio comer y un cenicero reventado de colillas. La mierda que cagaba la tele a esas horas, solo era soportable yendo borracho o fumado. O las dos cosas. 

    Iba cambiando de canal con ademán autómata, cuando de pronto, como una luz en la oscuridad, apareció ella acaparando toda la pantalla: una atractiva mujer pelirroja, que tras el volante de un coche y con la ventanilla bajada, enfatizaba con gesto convencido: «Yo a mí… «Yo no sé los demás qué dirán, pero a mí me gustan grandes». 

    A mí también me gustan grandes, pensé. Con unos buenos neumáticos de perfil bajo, con 150 cv como mínimo, de cinco puertas, con climatizador, dirección asistida, asientos calefactables… Hasta que caigo en la cuenta de que se refiere al tamaño de la polla. Nunca sabré cuánto cobró por decir aquello. A lo mejor, lo hizo bajo la promesa de aparecer como extra en alguna pestilencia fílmica de Almodóvar. O quizás fue un descarado ejercicio de sinceridad. ¿Un claro y desafortunado menosprecio a los de dotación pobre? ¿Una verdad ancestral e irrebatible?

     A pesar de mi estado vegetativo, quería ver cómo acababa toda aquella mierda. Decisión que lamenté cuando, después de la pelirroja, apareció una rubia recauchutada que también tenía predilección por las pollas grandes, al lado de un hombre calvo que parecía la radiografía de sí mismo. Como si fueran la pareja perfecta, ambos elogiaban un trasto antinatural, demoníaco y ridículo que se coloca en el nardo para alargarlo con el uso diario. 

    No sé qué coño pensé que iba a pasar, pero me irrité. Los huevos se me inflaron a nivel planetario; apagué la tele y me cagué en la madre de la pelirroja, de la rubia poligonera, de los coches, del momio calvo, de los hijoputas con baja autoestima, del insomnio de los cojones y del putísimo Jes Extender.


15/3/21

13. Cosas importantes

    Está claro que el confinamiento nos ha quitado cosas en favor de otras. Por ejemplo: Echo de menos los conciertos y nada el trabajo. Casi tenía superado lo primero —si es que tal cosa se puede superar—, cuando me enteré de que el único programa que sigo de toda la mierda televisiva —si no me duermo antes— deja de emitirse por tiempo indefinido.

    De inmediato me vine abajo, contuve el llanto y de pronto salí al balcón, puños en alto, para escupir toda mi desdicha, exclamando un «¡nooooooooooooo, hijos de putaaaaaaa!», tan intenso y prolongado que seguro perdurará en el tiempo. A todo esto, eran las ocho de la tarde y los vecinos estaban aplaudiendo al unísono como si no hubiera mañana. Los más cercanos me miraron como diciendo: «¡Hijo de puta tú, cabronazo!» «¡Ten un poco de empatía!»

    Por otro lado, ya no estoy sometido —de momento— a los cambios de turno que se dan en mi trabajo. Ahora empiezo el día taconeando en el aire sin luxación; como con la voracidad de un jabalí con piñata nueva; duermo como un bebé sedado y ya no tengo episodios de insomnio jodón. Eso se traduce en unos biorritmos que funcionan con precisión clínica: cago con la consistencia adecuada; mis eructos hacen temblar los mofletes de la vecina, y cuando me cuesco, la sonoridad es idéntica a la de una sábana desgarrada con energía. 

    Es verdad que esta situación anómala nos está privando de muchas cosas. Pero también nos brinda la oportunidad de vivir al ralentí —que falta nos hacía—, cambiar la perspectiva y valorar lo que de verdad importa. O sea: quizás no es importante que ya no se realicen nuevos programas de Cuarto Milenio, pero por poco pelo que tenga, empiezo a necesitar con urgencia a un peluquero.


11/3/21

12. Pegamentos y contagios

    Aunque algunos lo tienen larvado, siempre se ha dicho que el cerebro humano es un órgano prodigioso. El mío, por ejemplo, no deja de sorprenderme y no es por su escaso cociente intelectual, sino que funciona con movimientos reflejos, como los pulmones, el corazón o los párpados. No depende en absoluto de mi voluntad. 

    De hecho, ahora mismo estoy escribiendo como un autómata cuya única programación es el tecleo. Pero cuando se cansa, se queda al ralentí y cuando se relaja es peor: dibujo un encefalograma plano, mis facciones se diluyen en una inexpresión gelatinosa, no paro de babear y me comunico a base de uuungs gñeees.

    Creo que este deterioro lastimoso tiene su origen en el hecho de que comiera tanto pegamento de pequeño. Un día, mi madre me llevó a la consulta del pediatra porque me dolía la barriga a horrores. El bueno del doctor Sabiniano, bregado en mil situaciones con no menos infantes, me preguntó: «¿Has comido algo que pueda haberte sentado mal?». Y yo respondí con inocencia: «Pegamento». Don Sabiniano adoptó unos rasgos que decían: «Collons, en la universidad no te preparan para casos así». Mientras que mi madre, conmocionada por entero, profirió: «Ay, señor, con la cantidad de cosas que hay para comer en casa».

    Mi pegamento predilecto era el Supergen, que, pese a ser incoloro, desprendía un suave aroma adictivo y poseía una textura muy apetitosa, parecida a la del chicle varias veces mascado. El Bully era de un prístino color blanco y no es que no fuera apetecible, pero no se apelmazaba lo suficiente para masticarlo y tenía un retrogusto petroleado. El Nural me llamaba mucho la atención porque era de un intenso color naranja, pero maloliente como el sobaco de un troll, por lo que nunca llegué a catarlo. Y del pegamento Imedio, ¿para qué hablar?, si era un miembro más de la familia, ideal para complementar la merienda.

    Y con todo esto, como que en este país se hace todo tan bien y somos muy obedientes, no me queda más que estar tranquilo: la desescalada será un éxito y el biorriesgo no se dará lugar porque nadie me pegará el covid


8/3/21

11. La extraña mutación que aconteció en el 8-M

Misándrica estaba tumbada en el sofá, atusándose con distracción su frondoso vello axilar cuando, de pronto, empezó a sentir un incómodo picor en su tupido tabernáculo. Esto, en principio, no la preocupó demasiado. Desde su primera menarquía que no higienizaba sus partes nobles, por lo que acostumbraba a hospedar a una innumerable forma de vida parasitaria en dicha zona. Sin embargo, notaba una molesta sensación de tirantez, por lo que se despojó de las bragas, se incorporó hasta quedar sentada, abrió las piernas y contempló que de ella pendía un escroto que albergaba un buen par de testículos colganderos.

Se llevó una mano a la boca para acallar un llanto floreciente, mientras que sus ojos miraban frenéticos en todas direcciones buscando alguna explicación. Lo primero que pensó fue en ir a la cocina, hacerse con el cuchillo más afilado, cercenarse el escroto y tirarlo al primer contenedor que tuviera a mano sin atender al reciclaje. Tenía huevos para hacerlo, pero desechó la idea de morir desangrada y profirió una risotada histriónica por la incomprensión de aquella situación desquiciante.
Luego se le ocurrió que podría llamar a urgencias; vendrían a por ella, la llevarían a quirófano y le extirparían aquel par de malditos cojones. Pero justo a los dos primeros pasos en dirección al teléfono, se elevó en el aire y sus pies dejaron de tocar el suelo. Su escroto, ahora redondo y compacto, había aumentado al tamaño de un gran balón de playa, y sobre él oscilaba en precario equilibrio hasta que rodó hacia delante e impactó de bruces.
Misándrica se rompió el tabique nasal y un latigazo de fuego le cruzó la cara. Aturdida, se palpó con gesto precario la zona afectada y comprobó que al menos no estaba sangrando. Y tan pronto se le aclaró la vista, vio el ancho pasillo que en poco más de siete metros acababa en la puerta de entrada de su piso de planta baja. Solo tenía que cubrir ese tramo de superficie, alcanzar el pomo de la puerta y salir a la calle. Y una vez fuera, la masa manifestante unisex del 8-M la vería y los menos cobardes acudirían en su ayuda.
Intentó ponerse en pie, pero su escroto pesaba ya demasiado, así que, resuelta a escapar de aquel delirio enfermizo, empezó a arrastrarse cual criatura de pesadilla, gruñendo, resoplando, intensificando a cada movimiento de las extremidades el dolor palpitante de su nariz destrozada. En aquel reptar tortuoso, sintió las miradas solemnes de los rostros enmarcados que flanqueaban ambos lados del pasillo. A su izquierda la miraban sus amigas Virginie Despentes, Valerie Solanas y Margarita Nelken. A su derecha y con igual impasibilidad, la contemplaban Pauline Harmange, Shulamith Firestone y su médico de cabecera, Josef Mengele. Personas a las que admiraba y consideraba referentes.
No sabía el tiempo que llevaba arrastrándose. Momentos antes, aquellos pocos metros le parecieron la distancia insalvable de una autopista, y ahora casi podía acariciar el pomo de la puerta si arqueaba la columna hacia arriba y estiraba el brazo al máximo. Casi se veía fuera, cuando sus testículos reiniciaron su crecimiento y provocaron el estallido de las ventanas, a continuación el de las paredes y más tarde el derrumbe parcial del edificio. Con todo, a Misándrica aún le quedaba aliento para unir sus gritos de impotencia a los proferidos por los manifestantes, que corrían aterrorizados en cualquier dirección que los alejara de su abominación escrotal, la cual se extendía por la ciudad como un mar de lava.
Como es natural, nadie se acordó ya del 8-M. De hecho, dejó de importar tanto como que Misándrica muriera de sed cuatro días después. Aunque para entonces sus cojones ya habían anegado el país entero y seguían creciendo, creciendo y creciendo hasta que el caos se adueñara del mundo y la locura del universo.




4/3/21

10. Oda a la mujer gorda

    El verano pasado hice como Eva María en tiempos pretéritos. Me hallaba tumbado sobre la toalla en actitud reptilesca, cuando sentí, de súbito, un rumor que parecía provenir de las profundidades de la tierra. Me incorporé entre perplejo y sobrecogido, pues mi vista alcanzó a ver a una gorda que, carente de todo complejo y con gran alegría, trotaba por una playa atestada. Sus carnes de generosidad apabullante ondeaban majestuosas como sábanas desplegadas al viento, y sus mastodónticas pisadas levantaban explosiones de arena como si se tratara de minas antipersona.

    La aparatosa plasticidad de los movimientos de aquella oronda criatura confería a aquel espectáculo fascinantes connotaciones poéticas. 

    Aquel estandarte personificado del sobrepeso sádico se metió en el mar, y el tsunami provocado anegó sin piedad toda la costa del Pacífico, aniquilando toneladas de civilización y recuperando todo aquello que se le fue arrebatado. Mientras, en el foco de origen, el día era espléndido y el sol te asaeteaba desde todos los ángulos como si hubiera varios. La gorda, confiada y divertida, jugaba a elevar su grasienta anatomía con cada ola que llegaba y, como pasa en todas las playas, una ola de proporciones gigantescas elevó a la gorda a alturas imposibles. 

    Como si estuviera en lo alto de una atalaya, justo en el punto álgido de la ascensión, aquella abominación de grasas mal metabolizadas profería agudos chillidos una octava por encima de los delfines. Los edificios adyacentes se agrietaron, una tercera parte de los casquetes polares se desplomaron y todas las alimañas de la Tierra —incluido el mismísimo Kráken— se removieron en sus agujeros, aterradas. 

    Instantes después, la gorda descendió con gran fuerza y desapareció bajo las tumultuosas aguas. Segundos después, reapareció varada en la arena en un amasijo indescriptible de carne amorfa, algas y medusas aplastadas. Con torpeza teatral, se irguió y se encaminó con pesadez a una toalla que bien podría albergar a cuatro matrimonios juntos. Delante de la toalla y con los pies clavados en la arena, aquella pesadilla de lorzas ciclópeas que ya nunca podría olvidar oscilaba adelante y atrás para, acto seguido y sin intención alguna de evitarlo, derrumbarse como la losa de un mamut.

    En la playa hay gente gorda y fea, y mierda flotando en el agua.

 

1/3/21

9. A las andadas

    Hace muchos años, cuando algunos ni siquiera sabían que existía la palabra pandemia, aprendí en los cómics de la Marvel que el material más duro de cuantos se conocen es el carbino —aparte del adamantium y el vibranium, claro está—. Ahora vendría el chiste fácil, y podría decir que más duro es el olor de los pies que la halitosis sulfurosa o el efluvio mefítico del sobaco, que también. El caso es que lo más duro que existe es el ser humano, o para ser más exactos, su instinto de supervivencia que, claro está, es connatural al de su extrema hijoputez.

    Como somos el patógeno más cabrón de cuantos se conocen, hemos superado el virus de la peste bubónica, del ébola y de la gripe española. Dentro de unos años lo haremos con el SIDA y dentro de poco con el coronavirus. Lo cual se traducirá en una vuelta al maltrato de nuestro entorno a todos los niveles. Volveremos a llenar de mierda bosques y océanos; el cielo de las grandes ciudades volverá a ser el gris del cemento, y los animales volverán a recular ante la amenaza de nuestra presencia.

    Como que dejaremos pasar la oportunidad de reconciliarnos con nuestro planeta, confío en que la naturaleza, que siempre va por libre y tiene sus propios planes, el día más inopinado decida ajustar cuentas. Puede parecer algo drástico porque no hace distinciones, pero es que hace falta mucho más que un virus para acabar con tanto hijo de puta.


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