Cuando era niño, asistía en grupo a las sesiones maratonianas de siete horas de terror y siete horas de risa que se daban muchos domingos en el cine de mi pueblo. Estuve yendo con cierta asiduidad a diversas salas hasta el estreno de Terminator Génesis (2015). Durante todos esos años de cinefilia, he padecido, en mayor o menor grado, lo que tuve a bien llamar bucle cojonero. Esto viene a cuento de que yo, cuando iba al cine, incluso cuando era un mocoso de doce años, salvo contadas excepciones, las pelis las veía calladito y sin dar por culo. Y he mantenido ese comportamiento en la adolescencia y la edad adulta.
Pero el infortunio me perseguía, y por grande que fuera la sala de cine, mi espacio vital de audición acababa invadido por los aullidos de una vociferante turba unisex de adolescentes, a los que había que recordar que el cine no era la peluquería ni un foro de MotoGP. Luego, cuando enmudecían y cesaban de agigantar el malestar de los espectadores cercanos con sus mierdas de juventud, pasados unos minutos daba inicio el bucle cojonero. Es decir: lo mismo se ponían a sufrir más que los actores y actrices, como que se susurraban entre ellos lo que ocurría en todos y cada uno de los fotogramas, como si el resto de espectadores fuéramos invidentes. ¡Si estábamos todos viendo lo mismo, cojones!
No sé ahora, pero antes sucedía. Esa conducta de extrema idiotez me hacía pensar en explosiones nucleares como un medio para erradicar a esa casta de subnormales insoportables, cuyos nulos modales son connaturales a los de sus putos padres que no los educan. Encima, los medios de (des) información me quisieron hacer creer que la asistencia a los cines había descendido por la aparición de internet y las descargas ilegales. Una mierda bien gorda para ellos.
¡La gente dejó de ir al cine por el bucle cojonero!