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24/10/25

481. Concurso literario

    Rogelia había dedicado varias horas de trabajo a la narración que iba a presentar al concurso literario del que era aficionada. Sentía que todo iba a salir bien al respecto. Apenas pasaron tres días desde que la publicó en su bitácora, que ya reunía ochenta elogiosos comentarios. Lo cual hacía pensar en una puntuación que al menos la colocara entre los diez primeros de los veintitrés concursantes.

    Sin embargo, sabía que no debía darse a la ensoñación. De ninguna manera creía que iba a ser uno de los tres concursantes que accederían al anhelado podio de los ganadores. Eso solo estaba al alcance de quienes jugaban con las palabras como Messi con el balón. Pero esos ochenta comentarios eran del todo alentadores, joder.

    Llegó el esperado día de la gala de premios y la realidad golpeó a Rogelia con puño de hierro. Y aun así no podía creerlo. ¡No había alcanzado ni el décimo puesto! ¡Pero si había ochenta comentarios asegurando que su historia era genial! ¿Acaso tan solo fueron adulación barata? 

    Así lo sintió Rogelia, y así lo expresó en la sección de comentarios de la bitácora que organizaba el concurso y la gala. El resto de participantes —entre ellos también los organizadores— contestaron a la descorazonada Rogelia. Mientras que ella, sin dar más muestras de vida en aquel amargo evento literario, solo podía asistir, enmudecida, a lo risible de algunos comentarios.

    Una de las concursantes le aseguró a Rogelia que una baja puntuación no significaba que su cuento no gustara. «No, claro que no», pensó Rogelia desdeñosa. «Solo significa que hay un mínimo de diez narraciones que han gustado más».

    Otro comentarista le descubrió una verdad incontestable, hasta ese momento ignorada por el desalmado mundo de la competición: «Como en todo concurso, para que unos ganen, otros tienen que perder». «¿Ah, sí?», «¿no me digas?», se dijo Rogelia, que se debatió entre cortarse las venas o tirar el portátil por la ventana con un colérico grito.

   Algunos comentarios también expresaron que Rogelia era una escritora notable. Pero ella ya no les creía. Otros, con más o menos amabilidad, le explicaron que la esencia del concurso, lejos de altas puntuaciones y victorias, radicaba en crear una sana comunidad en la que todos aprendían de todos. 

    Si eso era así, se preguntó por qué entonces todos los comentarios que leía de su narración y de otras tantas llevaban tanto azúcar y cero crítica. Luego hizo introspección y se cuestionó si estaba dispuesta a enfrentar que quizá su narración tenía un margen de mejora más amplio que un estadio de fútbol de primera división. Que impresa en papel quizá no sirviera ni para envolver grasientos bocatas. ¿Estaba preparada para cruzar esa puerta?

    Rogelia cerró el portátil con gesto enérgico y decidió que a partir del día siguiente leería y escribiría más de lo que ya lo hacía. Y lo haría desde la más pura humildad, sin expectativas ególatras ni de reconocimiento. Disfrutando del proceso y sin atender a los comentarios más allá de la gratitud por recibirlos. A fin de cuentas, eran cientos de miles de personas las que escribían más que bien en una bitácora, y solo unas pocas las que conseguían hacer literatura.

    En los días que siguieron, justo cuando no esperaba nada de nadie, Rogelia empezó a disfrutar plenamente de su capacidad creativa.



21/10/21

76. Concursantes y televidentes

    Un sábado de octubre del 2013, fui testigo de una farándula abochornante acaecida durante los minutos previos a la apertura de una sala de fiestas que se encuentra enfrente de donde vivo. Antaño conocida con el ridículo nombre de Chachachá, la sala ofrecía un evento sin parangón en la Cataluña central. Pero ahora, bajo el temible nombre de Famous Face, dicho local reunía a una veintena burlesca de parásitos mononeuronales, cuya fama y subsistencia en esta sociedad involutiva son debidas al haber concursado en programas de insalubridad contrastada tales como: Gran hermano, Quién quiere casarse con mi hijo, Un príncipe para Corina y Mujeres y hombres y viceversa.

    Desde la cercanía de mi balcón, vislumbré a una numerosa caterva de subnormales de diversas edades invadir las inmediaciones de la sala que abriría sus puertas a las 00.00 horas. Aquella turba lastimosa se aglutinaba sobre sí misma en un atropello descontrolado de codazos, gritos y empujones, ofreciendo muestras sonrojantes de su condición de primates. Llegados a este punto, me fui a sobar, puesto que ese mismo día, dentro de pocas horas, la empresa esclavista en la que vendo mi tiempo requería de mi presencia según convenio.

    A las 5.15 horas del domingo salí del parking y torcí a la derecha. Bordeé la rotonda con la precisión de un compás y me incorporé a la vía principal. Cuando pasé por delante de la sala a velocidad moderada, observé en sus cercanías que los perros amaestrados de la ley y el orden se personaban para disolver varias agrupaciones borreguiles sumidas en estado de excitación. Algunos reptaban comatosos por el asfalto, y otros rociaban de pota a presión esquinas y aceras.

    Aquella movida no me extrañó, y seguro que en cuanto llegara a mi centro de esclavitud —gigantesco reducto industrial y subterráneo de cizañeros vocacionales—, me enteraría incluso sin querer de los pormenores acontecidos en aquel evento degenerativo. Según me contaron, aquella muchedumbre unisex sin futuro aparente se excedió en su fervor de intentar ser los primeros en fotografiarse con el guaperas musculado y la buenorra siliconada. También se ve que las chicas iban con la entrepierna tan húmeda que una sola de ellas habría bastado para apagar el sol. Mientras que los chavales iban con las tuberías en alto, pugnando con urgencia por ser desatascadas.

    Otro episodio más en el paraíso de los imbéciles.


27/10/25

482. Concurso literario 2

    Lo sé, lo sé. Sé que no tendría que alargar más el chicle. Las segundas partes nunca fueron buenas, y esta seguramente no lo es, aunque sea breve. 

    Ahí donde los organizadores y concursantes exclaman: «¡Enhorabuena a los ganadores y a todos los participantes!», creo que no estaría de más añadir: «¡Ánimo a los perdedores!».

    Así lo expresé por tercera vez, allá por el 2010, en la tercera gala de un concurso literario —hoy inexistente— de esos de andar por casa, y acabaron por decirme que no era bienvenido.

    Lo entiendo, claro: a los que nunca ganan no les gusta que se lo recuerden. Pero los ánimos eran sinceros, os lo aseguro. 

     

     


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