El otro día salí del súper en dirección a mi casa. Durante un rato me quedé mirando a un grupo de niños que jugaban en el parque que hay en la zona residencial en la que vivo. Y empecé a recordar.
Cuando yo iba al colegio —segundo o tercero de E.G.B.—, en la media hora que teníamos de recreo, alguien exclamaba: «¡Compresión!», y se desataba la barbarie. Mirabas en todas direcciones con expresión de alarma por si te tocaba a ti y, de no ser así, localizabas a la víctima y echabas a correr hacia ella. Se trataba de abalanzarse sobre el objetivo humano y esperar que otros hicieran lo propio. La víctima permanecía comprimida contra el suelo bajo el peso de siete u ocho niños. Cuando la agrupación compresora superaba ese número, los niños de la cúspide se dejaban resbalar hasta el suelo como el queso fundido sobre la hamburguesa.
«La compresión» se basaba en una maniobra de derribo y aplastamiento. Una especie de melé instantánea en el que alguien placaba a la víctima y el resto nos sujetábamos en plancha sobre el placador y el placado. Las veces en las que yo fui el escogido, intentaba caer de lado. Era más fácil respirar y minimizaba la sensación angustiosa de ahogo, por lo que siempre pude sobrevivir. Las niñas nunca quisieron participar, pero siempre se mostraron como un público crítico y fiel. Y siempre agradecimos que nuestros compañeros de pupitre con sobrepeso se negaran a formar parte de tan entrañable entretenimiento.
Pudiera parecer un modo de divertirse un tanto raro y peligroso. Pero si tenemos en cuenta que los musulmanes se aplastan en La Meca como los zombis de Guerra mundial Z (2013), los japoneses se amalgaman en el metro hasta abombar el vagón, y los romeros se asfixian en plena efervescencia religiosa en sus intentos de rozar el manto de la Virgen de la Cabeza, podemos extraer una máxima inapelable: los que están como una puta cabra son los adultos y no los niños.