8/11/21

81. Un día aleccionador en clase

    Un mes de noviembre de la década de los ochenta en E.G.B. (puede que 1985).

    Josep María fue mi profesor de catalán, pero por alguna razón que jamás me importó, aquel día lejano sustituyó a la profesora de lenguaje. Ya jubilado para el bien de futuros discentes, fue un maestro de displicencia manifiesta, anodino y gris como un cielo invernal, cuya cara descansaba sobre una papada de volumen marsupial. Aquella fisonomía escabrosa confería a su rostro la forma de una pera a contra natura. Dada su escasa imaginación —no así como el tamaño de su cabeza—, intuí que la historia que nos contó como parte del ejercicio a realizar era prestada.

    Dijo así: «Señoritas y señoritos, volved de donde quiera que estéis y prestad atención. Voy a narraros una historia inconclusa de la cual deberéis extraer una conclusión».

    Josep María nos relató la historia de un niño llamado Espaminondo, cuyos padres eran los conserjes del colegio en el que estudiaba. La casa en la que vivía era una modesta edificación contigua al centro de enseñanza, de modo que los fines de semana Espaminondo tenía todo el colegio para él solo. Lejos de tener miedo de los largos pasillos sin vida, de las aulas cerradas como si mantuvieran la respiración, y del enorme silencio que caía como un pesado manto, Espaminondo disfrutaba una barbaridad aventurándose por cualquier rincón del recinto. Tanto era así que sus padres, perfectos conocedores del atrevimiento del chaval, le prohibieron que bajo ningún concepto debía abrir el aula de la puerta roja.

    Espaminondo se preguntaba qué habría tras esa puerta. De hecho, era la única puerta roja de todo el edificio, por lo que Espaminondo imaginaba toda suerte de fantasías respecto a lo que escondía el aula de la puerta roja. Cada día que pasaba solo pensaba en una cosa: la puerta roja, la puerta roja, la puerta roja... Hasta que un día, cuando acabó de estudiar todos los movimientos de sus padres, se hizo con la llave que abría la condenada puerta. Y vencido por su curiosidad se acercó a la puerta con la respiración acelerada, introdujo la llave en la cerradura, giró con un leve chasquido, la abrió, encendió la luz y...

    Josep María enmudeció y su mirada inanimada descansó sobre nosotros en un frío barrido de izquierda a derecha. Mantuvo un silencio calculado, como el de los grandes oradores experimentados. Justo cuando el silencio parecía no caber en la clase, dijo: «... de eso trata el ejercicio. Debéis redactar, tratando de no cometer faltas de ortografía, lo que creéis que encontró Espaminondo en esa aula. El que acierte se llevará el aprobado de todo el curso».

    Como perritos amaestrados nos pusimos a ello. Al rato el profesor ya tenía sobre su mesa una treintena de redacciones, risibles y delirantes, que para nuestro asombro leyó en escasos minutos. «Me parece que vais a tener que estudiar para aprobar el curso. No lo habéis conseguido». Su pecho se ensanchó en una muestra de satisfacción y añadió: «Tras la puerta roja no hay nada de nada. La prohibición no era más que una prueba de obediencia». Y de seguido, su rostro se inundó en una sonrisa de autocomplacencia que se abatió en la decepción de nuestra inocencia ultrajada.

    Así era como jugaba con nuestras emociones el cara de pera. Muy poco tiempo después entendí que el sistema educativo sirve a los Estados, y son los Estados quienes te educan en función de sus intereses. 

    Y en ellos no caben personas desobedientes como Espaminondo.


4/11/21

80. Resistiendo

    Noviembre del 2020.

    El primer toque de queda de nuestra vida ya está aquí. Más real que Hacienda y colocándonos en tesituras nunca antes experimentadas. Todos vimos a Remedios Amaya cantando descalza en Eurovisión. Todos sentimos en nuestros corazones la calamitosa degeneración de Maradona y Julio Alberto. Todos resistimos las canciones radiadas de OBK y los putos abanicos de Loco Mía. Todos vimos morir a Chanquete por primera vez, joder, pero vencimos los traumas. Esto es diferente; es una carrera de fondo; una lucha de resistencia en la que nuestro temple se pone a prueba.

    Espero equivocarme, pero auguro unas navidades claustrofóbicas en las que un confinamiento duro se presentirá como un miembro fantasma en nuestro devenir cotidiano. Solo nos permitirán salir bajo horario estricto para que podamos volver a ser gilipollas adiestrados para el consumo sádico.

    Algunos disfrutarán de su misantropía, y los que más verán sus relaciones afectivas —salvo las que ya tenían bajo el mismo techo— congeladas bajo cero. Se creará el escenario propicio para la depresión, la automutilación, el desánimo, la angustia, el aislamiento, la soledad y esos finales trágicos como arrojarse al vacío, la soga en el cuello, vaciar el pote de pastillas como quien se bebe un chupito, la cuchilla oxidada y el agua tibia en la bañera, etc.

    Ante semejante escenario —siniestro, descorazonador pero posible— habrá que esforzarse y retorcer la imaginación. Algunas parejas probarán la dureza de sus cabezas con los atizadores del fuego a tierra, pero otras pospondrán las firmas de los papeles del divorcio y reinventarán el Kamasutra. Serán tiempos de pasión desmedida y las paranoias mentales adoptarán matices sobredimensionados. Por otro lado, los adictos al vicio solitario tendremos que tener especial cuidado con lo que mi médica de cabecera diagnosticó como codo de onanista —que se ve que es peor que el de tenista—. La invidencia y el acné purulento quedan descartados.

    Noviembre actual: el codo bien.


1/11/21

79. Iba a escribirte

    Iba a escribirte en la Víspera de Todos los Santos, pero uno de ellos se me fue al cielo. Iba a hacerlo escuchando alguna canción de la primera época de Helloween para recibir los estímulos adecuados.

    Iba a escribirte en la Noche de los Muertos y lo hago ahora cagándome en ellos. No en los tuyos, pero sí en los de alguien. Esta vez son las melodías de Malevolent Creation las que me ofrecen inspiración. Quizás hay algo de verdad en ese misticismo pagano y algún espectro consiguió entrar en nuestra dimensión, y se ha quedado en la habitación desde la que te escribo. Por eso quizás está más fría que una cámara porcina de refrigeración. Por eso quizás me estoy cagando en todos los muertos.

    Odio el frío, hostia.

    Iba a escribirte en la Noche de Brujas, pero alguien pulsó el timbre del rellano de mi puerta. Cuando la abrí me encontré con cuatro renacuajos de ultratumba disfrazados de esqueletos. Tres de ellos me miraban con sus maquillajes de Black metal desde abajo, muy serios e inmóviles. La cuarta personita, enmascarada con la cara inexpresiva de Michael Myers, me preguntó con su vocecita de niña si truco o trato. Joder, me toca los huevos que me interrumpan cuando tengo una buena conexión con el teclado. Por un momento pensé en probar el filo de los cuchillos de la cocina con la carne tierna e inocente de aquellos chiquillos, pero me gusta el amigable don de gentes de Michael, qué le voy a hacer. Así que solo los mandé a tomar por culo.

    Para mi sorpresa, el Michael Myers de baja estatura se llevó la mano a la espalda, y al segundo, su manita reapareció empuñando un cuchillo de plástico tan grande como su pierna y, como una promesa de muerte, paseó el filo por su cuello en un lento gesto semicircular, mientras que los otros tres, imperturbables, me enseñaron el dedo medio estirando hacia mí los bracitos. Al primer movimiento que hice para trincarlos del pescuezo, los pequeños bastardos salieron como el rayo dirección a las escaleras del portal, bajando por ellas como espíritus burlones en un alboroto desenfadado de gritos y risas de puro disfrute.

    Iba a escribirte en la Noche de Halloween, pero sucedió todo esto y al final opté por salir a comerme unas castañas.


28/10/21

78. Derrapaje en la Academia Sueca

    Cuando la Academia Sueca tuvo a bien galardonar con el Premio Nobel de Literatura del 2016 a Bob Dylan, caí en una depresión que hizo temblar las existencias de todas las licorerías. Tuve que releer Skagboys (2012), Los versos satánicos (1988) y La máquina de follar (1974) para recuperar la fe en el arte de la expresión escrita. No di crédito y mi alma se diluyó pies abajo como agua por el sumidero. Franz Kafka y León Tolstói murieron sin tan merecido galardón. Clama al cielo que todavía hoy talentos tan portentosos como los de Joyce Carol Oates o Margaret Atwood —por citar dos de muchos— todavía no tengan tan reconocido premio.

    Aquel día del 2016 la Academia Sueca derrapó y aún hoy reverbera el eco de semejante desatino.

    Queridos, queridas: las grandes obras se escribieron desde la locura y en tiempos oscuros. ¿Existe talento en las letras de alguien que no haya muerto hace cien años? ¿Hay esperanza para un mundo prosaico, incoherente, sobrealimentado y borracho de sí mismo, cuya única obsesión no es la calidad humana, sino su propia egolatría inflada hasta la obesidad mórbida por las categorías sociales, Netflix, la huida de la soledad, la masturbación como forma de vida, explotar burbujas de embalaje como pasatiempo, los barbitúricos y el psiquiatra?

    Amigos, amigas: este delirante bloguero no tiene las respuestas. Aunque ahora que se acerca la fiesta pagana de origen celta, podría consultarlo con Charles Bukowski a través de la Ouija. El muy cabrón siempre sabía qué decir y escribía desde las entrañas. Está claro que Bob Dylan es un gran letrista, incuestionable cantautor poético de voz nasal que debería sonarse la nariz más a menudo. Su influencia en lo musical es enorme y eso es innegable. Como es innegable que el rapero Natch y Roberto Iniesta de Extremoduro también lo son y jamás conseguirán el galardón.

    Puede que literatura y música muchas veces viajen en la misma dirección, pero lo hacen por caminos diferentes. Pero tampoco nos pongamos trascendentales. A Barack Obama le concedieron el Premio Nobel de la Paz, y de momento ha sido el presidente de Estados Unidos que más tiempo ha estado en guerra. Por eso quizás Murakami —el eterno aspirante— debiera probar a componer canciones.

    A lo mejor suena la flauta.


25/10/21

77. Oposiciones mortales

    Pienso que el trabajo perfecto sería aquel que consistiera en tener las vacaciones de un profesor de escuela, la paga de un ministro y el desgaste físico de un cura. Pero como eso es pura entelequia, el sueño de la esclavitud moderna es el de currar de funcionario, o currar de funcionario mientras pruebas suerte en las apuestas del Estado para no currar de nada. El puto Estado, joder. Si no te apellidas Borbón y no crees en la suerte, el Estado te ofrece la oportunidad de que te alíes con él y formes parte de su engranaje. Si superas la criba obtienes una esclavitud de nivel y ciertos privilegios de los que no goza el resto del proletariado.

    Esto viene a cuento de lo que me contó una vez Anfiloquio, que intentó ser notario pero desistió por salud. Según me explicó, las oposiciones eran tan duras que dejaban una impronta perenne de merma física y mental en todo aquel que osara afrontarlas. Los opositores se aislaban del resto del mundo en claustrofóbicos zulos, para memorizar el vasto temario que los separaba de su anhelo laboral. Cuando llegaba el día del examen, los opositores abandonaban su clausura y regresaban al mundo exterior tambaleándose. La mayoría estallaban en una silueta de cenizas en cuanto la luz solar incidía sobre ellos, o bien eran pulverizados por el capricho del viento. 

     Unos pocos resistían los elementos naturales, pero se desmoronaban ante los cambios sociales y paisajísticos, enmudeciendo de por vida y con la mente dañada sin remedio, incapaces de asimilar la existencia de aeropuertos fantasma, que la canción de Dale a tu cuerpo alegría Macarena ya era historia, o que sus novias estaban preñadas y ya no conservaban el apellido de solteras. Los que sobrevivieron en cuerpo y mente lo dejaron y decidieron dedicarse a otros niveles de esclavismo y a vivir —si es que eso es posible hoy día. 

    Así que oposita, sufrido contribuyente, oposita. Únete al enemigo, paga el precio, y sé un esclavo convencido y feliz.



21/10/21

76. Concursantes y televidentes

    Un sábado de octubre del 2013, fui testigo de una farándula abochornante acaecida durante los minutos previos a la apertura de una sala de fiestas que se encuentra enfrente de donde vivo. Antaño conocida con el ridículo nombre de Chachachá, la sala ofrecía un evento sin parangón en la Cataluña central que, bajo el nombre temible de Famous Face, reunía bajo el mismo techo y la misma noche, a toda una veintena burlesca de parásitos mononeuronales, cuya fama y subsistencia en esta sociedad involutiva, son debidas al haber concursado en programas de insalubridad contrastada tales como: Gran hermano, Quién quiere casarse con mi hijo, Un príncipe para Corina, y Mujeres y hombres y viceversa.

    Desde la cercanía de mi balcón, vislumbré a una numerosa caterva de subnormales de diversas edades, invadir las inmediaciones de la sala que abriría sus puertas a las 00.00 horas. Aquella turba lastimosa se aglutinaba sobre sí misma en un atropello descontrolado de codazos, gritos y empujones, ofreciendo muestras sonrojantes de su condición de primates. Llegados a este punto me fui a sobar, puesto que ese mismo día dentro de pocas horas, la empresa esclavista en la que vendo mi tiempo requería de mi presencia según convenio.

    A las 5.15 horas del domingo salí del parking y torcí a la derecha. Bordeé la rotonda con la precisión de un compás y me incorporé a la vía principal. Cuando pasé por delante de la sala a velocidad moderada, observé en sus cercanías que los perros amaestrados de la ley y el orden, se personaban para disolver varias agrupaciones borreguiles sumidas en estado de excitación. Algunos reptaban comatosos por el asfalto, y otras rociaban de pota a presión esquinas y aceras.

    Aquella movida no me extrañó, y seguro que en cuanto llegara a mi centro de esclavitud —gigantesco reducto industrial y subterráneo de cizañeros vocacionales—, me enteraría incluso sin querer de los pormenores acontecidos en aquel evento degenerativo. Según me contaron, aquella muchedumbre unisex sin futuro aparente, se excedieron en su fervor de intentar ser los primeros en fotografiarse  con el guaperas musculado y la buenorra siliconada. También se ve que las chicas iban con la entrepierna tan húmeda que una sola de ellas habría bastado para apagar el sol. Mientras que los chavales iban con las tuberías en alto pugnando con urgencia por ser desatascadas.

    Otro episodio más en el paraíso de los imbéciles.


18/10/21

75. Música sentida

    Cuando los que deciden cuándo y qué tenemos que consumir, tuvieron a bien hacernos llegar el soporte digital, yo no tuve ningún reparo en renunciar al vinilo y deshacerme de mis cintas de casete y VHS. Todo lo que sea ahorrar espacio está bien. En lo referente a la música, a los melómanos puristas siempre nos quedará la nostalgia del tocadiscos, no como lo de rebobinar en un sentido o en otro con un bolígrafo, que era de retrasados.

    El otro día me comentaba un ser de tez morena y nariz aguileña, que la mejor música que existe es aquella con la que haces el amor. Yo le dije que eso era una cursilería trasnochada, propia de un adicto al flamenco rumbero o como cojones se llame y que —por aquello de llevarle la contraria—, la mejor música es aquella con la que lloras. Él replicó que en mi caso es verdad: o lloras o solo te cortas las venas. Ahí el muy cabrón estuvo bien de reflejos, y eso que tiene un careto de alelado más acentuado que el del vampiro de la saga Crepúsculo (2008).

    Pero no hace mucho experimenté la emoción musical que provoca el llanto.

    Estaba en el cuarto de baño ante la taza abierta del inodoro. Sin venir a cuento, empezó a moquearme la nariz, y las lagrimas se agolparon hasta nublarme la vista y desbordarse mejillas abajo. Os aseguro que no había nadie en las proximidades troceando cebolla. Entraban cálidos haces de luz a través de las estrechas franjas de la persiana que, dirección al suelo, incidían en la fluidez de mi meada, larga e ininterrumpida, produciendo una cantarina musicalidad al contacto con el agua que, mezclada con las evocadoras melodías de Cadaveric Incubator of Endoparasites, ejecutadas desde el comedor por la maestría innegable de Carcass, dotaban aquella conmovedora conjunción de momentos en una mágica poesía.

    ¡Qué sabrán esos putos calorros de la sensibilidad y belleza intrínseca del grindcore!


14/10/21

74. Punto y final

    Antes de ayer se cumplió un año desde que hicimos un alto en el camino para despedir a uno de los nuestros. El último adiós de quien se ha ido para siempre dejando una ausencia tan prematura como insustituible. Se fue de la peor manera, dejándonos con un desconcierto que cayó sobre nosotros como un cielo de cemento. De qué modo entender lo incompresible. Dónde poder encontrar un motivo cuando no se sabe dónde buscar. Cómo explicar el sinsentido. Cuándo fue la primera vez que se asomó al borde del precipicio. Las respuestas se quedarán ahí en no sé dónde, marchitándose con la herrumbre del tiempo hasta desaparecer, quedando solo el recuerdo.


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