Al capullo nato e innato no le importa que lo llamen capullo. Lo es, y bien dicho está. El capullo sabe que toda flor que se abre por vez primera, antes era un capullo. Por lo tanto, todo capullo encuentra su flor. Tanto es así, que tú, por muy capullo que seas, también encontrarás tu flor, pues no hay flor sin capullo, capullo.
Hacía unos dos años que no nos veíamos, cuando, quién sabe si por casualidad o causalidad, escogimos el mismo momento de aquel día para ir a comprar al mismo supermercado. Tampoco es que hubiera alguno más abierto, y quizá el romanticismo murió hace tiempo.
El semáforo de peatones se puso en verde y cruzaste la carretera con paso apresurado, como si en aquel momento no te importara nada más. Llevabas el cabello suelto, agitado por el viento como la llama de una antorcha, y las gafas de sol con la que protegías tus ojos eran enormes, aunque no conseguían ocultar la seriedad de tu cara.
Puede que incluso la acentuaran.
Me pregunté por qué estabas tan seria, y en pocos segundos cubriste la distancia que te separaba de la entrada, y te perdí de vista. Yo solo tenía que andar por la acera unos pocos metros y girar a la izquierda. Y eso hice, sin saber que eras tú la mujer que en aquel momento consideré una de tantas, inalcanzable y lejana.
Entré pocos segundos después de ti, y tan pronto coincidimos uno al lado del otro en la sección de la fruta, me saludaste al instante. Entonces te vi, sí, y me sentí un idiota por no haberte reconocido en la distancia.
Tú lo habrías hecho de inmediato, estoy seguro.
El paso del tiempo, pese a la evidencia de su inevitabilidad, no nos había tratado del todo mal. Tu forma de gesticular, de hablar, y tu amplia gama de expresiones faciales seguían siendo las mismas. Quise creer entonces que quizá hay cosas que no cambian, y me vi trasladado ocho años atrás cuando nos conocimos en aquel pub.
Aquella noche me contaste que habías finalizado una relación con un psicópata. Al día siguiente nos fuimos a cenar, y no volvimos a vernos hasta seis años después, en un concierto. Entonces ibas acompañada de un tipo al que me presentaste. Tu novio me cayó bien, y en un momento de intimidad me confesaste que antes de salir con él habías sufrido otra ruptura sentimental.
Aunque no con un psicópata, menos mal.
Volvieron a pasar dos años más hasta que, sin pretenderlo, hemos vuelto a reencontrarnos. Siempre pensé que si volvía a verte, sería en cualquier otro lugar que no fuera el supermercado que abre los días festivos. Pero las cosas nunca ocurren como las imaginamos, y así de poco controlamos todo.
Tampoco es que nos hayamos contado mucho, y es que a lo mejor teníamos poco que decirnos. Apenas hemos necesitado un minuto para ponernos al día, y saber que no ha ocurrido nada emocionante en nuestras vidas. Que tú has cambiado de trabajo y te has mudado a un kilómetro y medio de mí, y que yo sigo viviendo en la misma dirección a la que accediste llevarme la noche que nos conocimos.
Que yo sigo apegado a mi soledad, y tú vuelves a estar sola otra vez.
A estas alturas del verano, muchas familias, parejas, amistades y almas solitarias, ya se habrán ido a infestar las playas. Y en sus aguas, además de flotar como boyas y bracear con torpeza, sonrientes y cómplices también se habrán cagado y orinado. Cuando no, y sin inmutarse, habrán enterrado colillas en la arena y abandonado compresas y condones usados al capricho hipnótico y sedante de las olas.
De dónde vendrá ese irrespeto por uno de los reclamos poéticos más manidos.
Da igual cómo lo llamen. Si Mosh Pit, Circle Pit o Wall of Death. En los treinta y tres años que llevo de conciertos —ya sean aislados o en festivales— he presenciado cientos de esas manifestaciones brutales, intensas y sobrecogedoras.
Cuando era joven también participaba y siempre cumpliendo las reglas. Primero: nadie mete a nadie en la vorágine a traición. El que se mete es por voluntad propia y sale del centrifugado o colisión humanas cuando quiere. Segundo: si alguien cae durante la barbarie no pasamos por encima ni lo barremos cual despojo: levantamos el cuerpo, comprobamos que sigue con vida y lo apartamos (todo eso en pocos segundos y a la carrera).
Lo antedicho, con según qué grupos ese respeto por la vida y la integridad física no se da como debiera, pues se desata una especie de Capoeira letal cuya premisa es: si te metes, tú mismo. Es tal el nivel de salvajismo, que a veces el cantante ha de intervenir para apaciguar a las bestias. Sobre todo ocurre en salas pequeñas convertidas en ollas de presión.
Pero lo que entraña verdadero peligro es cuando estás en el supermercado en hora punta, y una cajera anuncia, sin mirar a nadie en particular y con el miedo en los ojos, que nos pongamos por orden de cola en la caja que va a abrir.
Todos y todas, poco o mucho, alucinasteis con Eduardo Manostijeras cuando se ponía a cortar cabello humano y pelo animal. Parecía no tener rival, pero considero, y con mucha seriedad, que Fígaro está un par de escalones por encima. Esté en Sevilla, Burundi o Dagobah, Fígaro es el amo del corte sin sangrado. Es decir: estético.
Ya está todo dispuesto para que unas cuantas miles de personas de todas partes del mundo, nos reunamos por octava vez en el Parque de Can Zam como una gran familia de desquiciados, para lo que siempre son —salvo sorpresas futuras, que nunca se sabe— los tres mejores días del año. A buen seguro me desprenderé de todas mis mierdas y demonios, y encontraré un momento, entre la sudorosa multitud y el ruido, para brindar por los buenos y cagarme en los malos.
Nada ni nadie nos podrá detener.
P.S: Las imágenes del vídeo corresponden, de momento, a la última edición realizada.
Era sábado por la noche y hacía calor. A los muchachos de las gorras con la visera en el cogote aún les quedaba energía que gastar encima del monopatín. Yo los contemplaba asomado a la ventana de la habitación en la que escribo, mientras que a mi espalda se desataba un huracán de guitarras eléctricas en plena distorsión.
No era el único espectador, por supuesto. A esa hora había multitud de ventanas —y balcones— abiertas a la gran ciudad, que vomitaban ritmos enloquecidos a gran volumen desde los amplificadores de su interior. Algunos pisos, sobre todo los del casco viejo, vibraban por los tonos de baja frecuencia, y los coches aceleraban con brusquedad o emprendían viajes sin retorno.
En verano, los sábados por la noche todo parecía ir más rápido. La gran masa unisex de adolescentes que veía pasar ignoraba a los chicos del monopatín. Nunca se subirían en uno, pero también vivían a gran velocidad.
Muchos de esos chavales, excelentes personas unos, retrasados mentales otros, se han depilado de arriba abajo mientras fantaseaban con conseguir el sexo de ciencia ficción que existe en su imaginación. Y antes de salir se han mirado cien veces en el espejo hasta convencerse de que tienen la barba bien arreglada.
Algunos de ellos follarán, sí. Y otros acabarán con una botella de alcohol en la mano y un porro en la otra, intentado entender qué coño buscan en realidad esas chicas. Claro que también es posible que alquilen los servicios de alguna puta si la necesidad acucia.
Por otro lado, muchas de esas chicas, magníficas personas unas y subnormales otras, también habrán rasurado sus cuerpos porque no son ella, y maquillado sus rostros con la ilusión de ese polvo histórico con un chico que no existe. O mejor aún: ese ideal que tan bien ha vendido la industria del romance cinematográfico más taquillero.
Muchas de ellas se han embutido en ropa dos tallas menores, aunque sus carnes pugnen por liberarse y alucinen al ciudadano, a partes iguales, ante tal carencia de complejo y abundancia en lo grotesco.
Algunas de ellas también follarán, claro. Y las que no se follarán a sí mismas en la fría soledad de su cama, a no ser que reduzcan la altura de su listón para acabar con el tipo más gilipollas del local; cuando no el más indeseable.
La noche del sábado acababa de empezar y su final ya estaba definido de antemano. Era una fuga imposible plagada de decisiones erróneas. Un territorio mil veces explorado que hace tiempo dejó de interesarme. Quizá por demasiado viejo; puede que por demasiado harto. Por eso tú y yo, querida desconocida, ya nunca coincidiremos.
A no ser que, pese a la distancia, advirtamos el cruce de nuestras miradas la próxima vez que nos asomemos a la ventana.