Era sábado por la noche y hacía calor. A los muchachos de las gorras con la visera en el cogote aún les quedaba energía que gastar encima del monopatín. Yo los contemplaba asomado a la ventana de la habitación en la que escribo, mientras que a mi espalda se desataba un huracán de guitarras eléctricas en plena distorsión.
No era el único espectador, por supuesto. A esa hora había multitud de ventanas —y balcones— abiertas a la gran ciudad, que vomitaban ritmos enloquecidos a gran volumen desde los amplificadores de su interior. Algunos pisos, sobre todo los del casco viejo, vibraban por los tonos de baja frecuencia, y los coches aceleraban con brusquedad o emprendían viajes sin retorno.
En verano, los sábados por la noche todo parecía ir más rápido. La gran masa unisex de adolescentes que veía pasar ignoraba a los chicos del monopatín. Nunca se subirían en uno, pero también vivían a gran velocidad.
Muchos de esos chavales, excelentes personas unos, retrasados mentales otros, se han depilado de arriba abajo mientras fantaseaban con conseguir el sexo de ciencia ficción que existe en su imaginación. Y antes de salir se han mirado cien veces en el espejo hasta convencerse de que tienen la barba bien arreglada.
Algunos de ellos follarán, sí. Y otros acabarán con una botella de alcohol en la mano y un porro en la otra, intentado entender qué coño buscan en realidad esas chicas. Claro que también es posible que alquilen los servicios de alguna puta si la necesidad acucia.
Por otro lado, muchas de esas chicas, magníficas personas unas y subnormales otras, también habrán rasurado sus cuerpos porque no son ella, y maquillado sus rostros con la ilusión de ese polvo histórico con un chico que no existe. O mejor aún: ese ideal que tan bien ha vendido la industria del romance cinematográfico más taquillero.
Muchas de ellas se han embutido en ropa dos tallas menores, aunque sus carnes pugnen por liberarse y alucinen al ciudadano, a partes iguales, ante tal carencia de complejo y abundancia en lo grotesco.
Algunas de ellas también follarán, claro. Y las que no se follarán a sí mismas en la fría soledad de su cama, a no ser que reduzcan la altura de su listón para acabar con el tipo más gilipollas del local; cuando no el más indeseable.
La noche del sábado acababa de empezar y su final ya estaba definido de antemano. Era una fuga imposible plagada de decisiones erróneas. Un territorio mil veces explorado que hace tiempo dejó de interesarme. Quizá por demasiado viejo; puede que por demasiado harto. Por eso tú y yo, querida desconocida, ya nunca coincidiremos.
A no ser que, pese a la distancia, advirtamos el cruce de nuestras miradas la próxima vez que nos asomemos a la ventana.