Cuando entramos en mi habitación, la persiana estaba subida y las cortinas descorridas. El sol del atardecer incidía como una bendición sobre mi escritorio. El chamán se acercó hasta él y con seriedad profesional olió el teclado, la pantalla, la torre y el rúter. Cuando acabó, contuvo un estremecimiento e hizo un barrido ocular por zonas de la habitación que yo nunca miraba, como por ejemplo el techo.
Sin palabras, me empujó hasta colocarme en una de las esquinas de la misma. Luego sacó un ungüento de su raída bolsa con el que trazó un amplio círculo en el suelo, en cuyo centro se sentó, frente al escritorio. De seguido, guardó el ungüento y extrajo un montón de huesos de vete a saber qué criatura. Los lanzó al suelo sin que salieran del círculo, leyó algo en ellos, cerró los ojos e inició una inquietante letanía en una cadencia neutra. Al rato la temperatura ambiente descendió varios grados y el chamán empezó a balancearse. De pronto, las bombillas de la habitación estallaron una por una, y el chamán aumentó la velocidad de su balanceo y el volumen de su oscuro cántico.
Aquel enfrentamiento paranormal se recrudeció. Pantalla, teclado, rúter y torre empezaron a temblar tanto más que yo. El chamán sacó de su bolsa una sonaja en la que vi, adheridos, pequeños puñados de plumas, pelos y dedos humanos. Sin ceder a su obsesivo balanceo e invocación, con la sonaja empezó a trazar arcanos signos en el aire, apuntado a los temblorosos aparatos infectados. Estos empezaron a humear al tiempo que unas grietas aparecieron en techo y paredes. El chamán se levantó como quien emerge de un fondo lodoso, sostuvo la sonaja como un mandoble, y acrecentó el volumen de su salmodia. La sonaja chamánica combustionó, el chamán la soltó con un grito, y mientras esta se calcinaba, echó mano a su bolsa y sacó una botella llena de un líquido transparente.
Si bien creo que no hay que beber en horas de trabajo, en aquel momento estaba de acuerdo en que necesitábamos un trago, o algo mucho más duro. Pero el chamán se amorró la botella y en lugar de tragar, para mi sorpresa, pulverizó el brebaje cual potente aspersor sobre los humeantes componentes poseídos, los cuales aumentaron su antinatural estremecimiento, al tiempo que un hedor inmemorial impregnó el aire y una estruendosa resonancia plañidera inundó la habitación de forma in crescendo hasta ensordecernos.
Yo me agaché contra la pared, tapándome los oídos en un intento de desconectar de aquella caótica disonancia. Entonces, la estridencia de aquel lamento sobrenatural, como agua por un sumidero, fue menguando de forma progresiva por un vacío indeterminado de la habitación, hasta dar paso a un silencio y quietud absoluta. Todo había acabado, aunque yo seguía sin poder moverme. El chamán, sudado y del todo agotado, recogió y metió en la bolsa sus enseres chamánicos. Se acercó a mí con una débil sonrisa y palmeando mi cara con afecto, me dijo: «Todo bien ahora. Esto tuyo». Y me ofreció un pergamino tan viejo como él, anudado con un estrecho cordel.
Lo acompañé hasta la salida y abrí la puerta. Había anochecido y una luna soberana presidía la calma nocturna del barrio. El chamán me miró con seria fijeza y señalando el pergamino, dijo: «No abrir hasta 1 de enero de 2007». De la seriedad pasó a la sonrisa, dio media vuelta y se alejó calle abajo, hasta que la espesa niebla de la noche lo engulló como si fuera el vestigio de otro tiempo.