16/2/23

214. Días extraños en Rumanía 4

    Nos levantamos una hora antes de que el sol despertara. Como nos esperaba un desgaste físico considerable, con extrema coordinación, entramos en la despensa contigua a la cocina, y llenamos nuestras mochilas con botellas de agua y barritas energéticas de chocolate. Luego fuimos al garaje y nos hicimos con una bomba de aire y aerosol engrasador. Cuando ya teníamos todo, nos miramos, asentimos, y salimos al exterior, silenciosos y abrigados, dirección al cobertizo en fila india como una experimentada guerrilla en misión ultrasecreta.

    Mientras Dragosi cuidaba de nuestras provisiones y vigilaba nuestras espaldas, Fiorenzo y yo inflábamos las ruedas y engrasábamos las cadenas de las bicicletas. No temía por la aparición de las hercúleas hermanas —al menos de momento—, cuya vigoréxica dedicación a las pesas se traducía al final del día en un sueño profundo y prolongado. Pero estaba intranquilo, y no sé si era por la helada mirada de Dragosi, las impredecibles idas y venidas de tío Vasile, o los inexpresivos rostros de los maniquíes, que daban la sensación de querer delatar nuestra posición en cualquier momento, en un alarido unísono, agudo y demencial.

    Los primeros rayos solares despuntaron y un enorme manto de luz empezó a anegar la basta extensión que nos rodeaba. Decidimos sacar las bicicletas del cobertizo y continuar con su puesta a punto bajo aquel sol reparador. Nuestros alientos se disiparon en el frío de la nada invernal, cuando de pronto, oímos un estridente clangor de sonoridad circense, de la que una sobresaltada bandada de pájaros se hizo eco, alejándose de las copas de los árboles en un repentino aleteo hacia las alturas. Aquel sonido, tan odioso como conocido, vino acompañado de los enajenados improperios en rumano de tío Vasile. Con su indumentaria habitual, iba colgado a la espalda de una de sus tres hermanas, que cargaban contra nosotros como locomotoras a máxima potencia, profiriendo inconfundibles gritos de guerra con inhumana determinación.

    En un gesto maquinal de pura supervivencia, me monté en mi bicicleta al igual que Fiorenzo en la suya, y salimos de allí como el silbido de una bala. Habíamos cubierto casi cien metros de terreno, cuando caímos en la cuenta de que nos habíamos dejado a Dragosi, que no paraba de maldecirnos como un poseso. Dimos media vuelta de inmediato, consiguiendo llegar antes que Tío Vasile y hermanas, que seguían acercándose. Fiorenzo, con tanto arrojo como desatino, empezó a apedrearlas para darme tiempo, mientras que aquel maldito enano seguía escupiendo veneno en rumano. Yo, con máxima concentración, eché mano a su pequeña bicicleta y fijé los ruedines, reajusté la altura del sillín, gradué el ángulo del manillar y del retrovisor, comprobé la presión de las ruedas y los frenos, reapreté la bocina en forma de patito de goma —amarillo, no negro—, le colgué la mochila a la espalda con fingido amor de padre y le apreté los mofletes.

    Dragosi me echó a un lado de malas maneras y se montó en su bici como quien monta a caballo, y Fiorenzo y yo hicimos lo propio. Casi podíamos sentir el aliento de Tío Vasile y hermanas. Con solo alargar los brazos podían asirnos del pescuezo. Pero hicimos acopio de coraje en gritos adrenalínicos, sacando fuego de los pedales sin mirar atrás. Y la desafinada cacofonía de viento de tío Vasile, al igual que los gritos de frustración de las forzudas hermanas, se hicieron más débiles a medida que aumentamos la distancia entre ellas y nosotros; entre el caserío y la llanura; entre aquella pesadilla y la libertad.

    No sabíamos el rato que llevábamos pedaleando, hasta que empezamos a desacelerar de puro desfallecimiento hasta detenernos. Lo habíamos conseguido. Estábamos jadeantes, parados en un ancho camino terroso rodeado de zona boscosa, bajo un cielo limpio y puro. Entonces bebimos agua, sacamos una barra energética de la mochila, nos miramos, y estallamos en sonoras carcajadas. Todas las que no pudimos gastar en aquel mes oscuro y alguna más. Parecía que no se iban a acabar nunca cuando, de repente, Dragosi se cayó de la bici y enmudecimos. Y al segundo siguiente las carcajadas se intensificaron, rayanas en la locura.

    Y quizá era eso, que nos habíamos vuelto locos. Cómo no estarlo, cuando un destino tan incomprensible como inesperado, decide cruzar las vidas de tres desconocidos de forma tan singular y colocarlos en manos de la opresión campestre.

    Era mediodía cuando llegamos al borde de un llano desde el cual, a lo lejos y en declive, divisamos Bucarest, la ciudad de Dragosi: magnífica y llena de posibilidades. Desde donde estábamos daba la sensación de que era nuestra y que podíamos hacer con ella lo que quisiéramos.  

    Fuimos hacía allí en silencio, pedaleando despacio. Y por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que nada podría salir mal.


13/2/23

213. Días extraños en Rumanía 3

    Mis primeros contactos con la mafia rumana empezaron a fraguarse de la forma más inopinada. Aquellas vacaciones aventureras recién iniciadas me condujeron hasta la propiedad de tío Vasile. Un terrateniente viejo, escuálido y delirante, que regentaba junto con sus tres hermanas culturistas, un lúgubre caserío a las afueras de la mágica ciudad de Bucarest. Tío Vasile alquilaba habitaciones a mochileros y estudiantes por una cantidad que quedaba fijada durante un acalorado regateo.

    Lo que el engañoso anuncio de tío Vasile ocultaba, es que se paseaba con actitud militar por todas las inmediaciones de sus dominios, ataviado con un casco de aviador de la Primera Guerra Mundial, unos gallumbos de color nicotina y unas deslustradas botas de media caña, impartiendo con estridencia y enérgicos movimientos de fusta, órdenes en rumano a no se sabía muy bien quién. De igual forma irrumpía en tu habitación en mitad de la noche, desbocándote el corazón con un disonante toque de corneta. Y lo que era peor: te obligaba a duras tareas de mantenimiento en su fangosa hacienda, bajo la férrea vigilancia de sus musculadas hermanas.

    Yo tenía todo el cuerpo cubierto de sudor cuando acabé de podar los descuidados arbustos del decrépito jardín de tío Vasile. En ese momento se me acercó un muchacho de voluminoso cabello rizado, que de ser un día de sol, lo hubiera eclipsado por completo, y un enano rapado al que había que mirar dos veces para cerciorarse de que era real. Me sorprendió no haberlos visto antes, pero la propiedad de tío Vasile y hermanas era extensa, y tampoco me dejaban levantar cabeza de los penosos trabajos a los que me sometían.

    Uno de ellos se presentó como Fiorenzo, mientras que el otro respondía al nombre de Dragosi. Ambos se apañaban bien con mi idioma y, al igual que yo, llevaban una semana de presidio en aquel insalubre lugar. 

    En los días siguientes confraternizamos en la medida que pudimos. Así supe que Fiorenzo, natural de Italia, era otro inocente mochilero con muy mala suerte, que me enseñó todo lo que se debe conocer de dicho país: que en efecto el secreto que me desveló está en la masa; que el risotto es un ataque de risa; que ningún habitante de Venecia sabe nadar, y que la Cosa Nostra iba a ser un equipo de fútbol que al final derivó en el AC Milán.

    Por mi parte, le enseñé a bailar la sardana y le confesé el secreto de la pigmentación de la piel de La Moreneta. Le hice entender que debía suplir sus audiciones musicales de Laura Pausini y Eros Ramazzotti, por algunas de KOP y Crisix. Y le descubrí la butifarra catalana y el pa amb tomàquet.

    Con Dragosi, en cambio, mantuve la distancia. Su mirada era la de un lobo ártico y, pese a su tamaño, daba la incómoda sensación de que iba a saltar sobre ti de un momento a otro. Aparte, no paraba de realizar amenazadoras manualidades con una cinta de cuero de la que nunca se desprendía. Tan sólo nos contó que las atléticas hermanas de tío Vasile lo secuestraron por orden de este, cuando descubrieron que era un mafioso en ciernes que, en un futuro, podría hacer peligrar la fraudulenta tapadera de la que éramos víctimas.

    No recuerdo con exactitud qué día era, cuando estábamos cortando leña como aizcolaris dementes, y Dragosi se detuvo diciendo que aquello no podía continuar. Que llevábamos un mes de cautiverio y que con toda probabilidad, era el mismo tiempo que sus hombres llevaban buscándolo sin resultado alguno. Nos miró a Fiorenzo y a mí con seriedad, y sentenció que era hora de unir fuerzas y elaborar un plan de escape.

    Los caminos que circundaban nuestra prisión eran numerosos y harto accidentados, por lo que necesitábamos algún tipo de transporte. Salvo dos tractores con peor aspecto que su propietario, no veíamos otros vehículos de motor que pudiéramos utilizar. Entonces se nos ocurrió mirar por la sucia ventana de un destartalado cobertizo, situado en la parte más alejada del caserío, y descubrimos que en su interior, cubiertas por una amplia telaraña, se amontonaban unas oxidadas bicicletas junto con unos inquietantes maniquíes, desmembrados unos y descabezados otros.

    Así pues, el plan que urdimos no es que fuera sencillo, sino el único posible: a primera hora de la mañana nos fugaríamos de aquel maldito lugar pedaleando como si nos persiguiera el mismísimo infierno. Cuando llegó la noche, deseando que fuera la última, volví a acostarme en la cama de mi celda sin barrotes, y me sumí en un sueño intranquilo en el que no cesaba de preguntarme:

    ¿Qué podría salir mal?



9/2/23

212. Días extraños en Rumanía 2

   Klaudyna era una preciosidad de cautivadores ojos azules y parca en palabras, criada en un bonito pueblo al sur de Rumanía, ajena a los turbios negocios de su padre. Aquella noche bebió más que los peces del villancico, hasta el punto de que su engañosa timidez se esfumó en favor de un huracán en absoluta desinhibición. Nunca había visto nada igual. Cuando soy yo el que bebe de más, acabo suplicando a las camareras que me pongan las tetas en la cara. Klaudyna, en cambio, estaba en un nivel superior.

    En medio de la pista de baile, cual demonio con apariencia de diosa joven, Klaudyna se humedecía los labios, contoneaba la pelvis con obscenidad, se acariciaba los pezones y besaba con ardor sin distinción alguna, a cualquier forma de vida que osara rondar su espacio vital. Yo estaba tan intranquilo como convencido de que la situación se estaba descontrolando, por lo que decidí llamar a los hombres de Dragosi antes de lo acordado.   

    Con algún que otro forcejeo, conseguí acomodarla en un sofá, al lado de un holandés de mandíbula desencajada que, de haber podido, le hubiera relamido con fruición los sudorosos sobacos. Fui al guardarropa a por nuestras prendas de abrigo y cuando regresé, pasados tres minutos, en el sofá solo encontré al holandés con su grotesca manifestación de bruxismo inducido, incapaz de pronunciar palabra. 

    Hostia puta, mierda y joder. klaudyna había desaparecido y los hombres de Dragosi llegarían de un momento a otro. Pensando en iniciar una nueva vida en el Punto Nemo, salí del club como una manguera de aire, cuando de pronto, ya en la calle, un par de matones del Gran Jefe me interceptaron a la carrera, elevándome del suelo de forma gradual hasta que me vi corriendo en el vacío. Y así me llevaron hasta el coche, aparcado a unos quince metros de distancia, ante la atónita mirada de la multitud trasnochadora que ocupaba las aceras. 

    Al cabo de media hora de trayecto, volvía a estar en la mansión de Dragosi, ante su gélida mirada, que parecía caer sobre mí desde todas direcciones, aplastándome. A sus dos preguntas sólo pude responder que no sabía dónde estaba su hija, y que sí sabía lo que eso significaba. De modo que ordenó que la poda escrotal se realizara en el piso que me tenía cedido. Yo me vine abajo porque, aun estando seguro de que él activaría un dispositivo de búsqueda, al margen del resultado, también lo estaba de que mis testículos se iban a quedar en manos de la mafia rumana como dos huérfanos desvalidos, por lo que regresaría incompleto a mi Cataluña natal, en calidad de eunuco y con voz de castrato. 

    Con eso negros pensamientos martilleando mi cabeza, llegamos al tramo final. Detrás de mí, el Gran Jefe ordenó a su par de matones que me dejaran en el suelo para que yo pudiera abrir la puerta. Por más que me palpé no encontré las llaves, así que, no sé cómo, en algún momento de aquel embrollo también las perdí. Dragosi gruñó y sus matones tiraron la puerta abajo. Y ahí, al otro lado, estaba Klaudyna recién duchada, con el largo cabello todavía húmedo, saboreando sin el menor atisbo de sorpresa un plato rebosante de mis cereales chocolateados. 

    En ese mismo segundo de reconocimiento, me lleve las manos a mi comprometido escroto en un gesto instintivo de esperanza; los dos pétreos matones de Dragosi se quitaron las gafas de sol, no fuera aquello una ilusión; y este último, cual hábil prestidigitador, hizo desaparecer la cinta de cuero de sus manos enguantadas.

    Aun vestida con una raída sudadera que sobrepasaba tres veces su talla, Klaudyna seguía resultando arrebatadora. Nos dirigió una mirada en la que se concentraba el peso de una intensa resaca. Pero fue a mí a quien sonrió como el sol a la mañana y guiñó un ojo cómplice, cuando alzó la mano e hizo tintinear las llaves del piso. Dragosi volvió a gruñir y yo no pude más que convencerme, de que si bien nunca hay que hacer tratos con el diablo, cuando menos te lo esperas a veces va y se pone de tu parte.



6/2/23

211. Días extraños en Rumanía

    Durante un frío invierno de un año lejano estuve viviendo en Rumanía. Un trío de torvos rumanos me visitaban a diario para saber cómo iba todo. A veces se quedaban durante dos o tres horas bebiendo chupitos de Tuica, mientras competían sobre cuál de ellos era el más rápido en desmontar y montar su arma semiautomática.

    Aquellos mafiosos trabajaban para Dragosi, un rumano multilingüe y acondroplásico más hostil que un hipopótamo hambriento, por lo que era mejor no enemistarse con él si aspirabas a una vida larga. También conocido como el Gran Jefe en las zonas más corruptas de la ciudad, controlaba el setenta por ciento de las ganancias que se obtenían de los atracos a cajeros automáticos y extorsiones a numerosos comercios. 

    Cada fin de semana organizaba fiestas multitudinarias en el Kristal Glam Club. Si le caías en gracia te ofrecía barra libre y una noche gratis con la escort más deseada de la ciudad. Si le fallabas o bromeabas sobre su tamaño, te castraba con una cinta de cuero mediante una técnica milenaria, desarrollada por sus antepasados en la antigua Valaquia, durante cientos de noches de pesadilla e insomnio.

    No era ningún secreto que yo le caía bien a Dragosi, dadas las circunstancias en las que nos conocimos. Tales fueron, que me alojó gratis en uno de sus pisos, y me ofreció protección las veinticuatro horas del día hasta que, sin pretenderlo, interferí en uno de sus negocios.

    Una fría madrugada de enero yo conducía por los cuatro kilómetros de carretera que me separaban de mi alojamiento, cuando de pronto, el coche derrapó en una curva pronunciada y me estrellé contra un cajero automático y la persona que lo manipulaba. Con el corazón encogido, me bajé del vehículo y me acerqué al accidentado, con la intención de liberarlo del amasijo de destrucción que lo aprisionaba. Cuando le pude ver la cara se me heló la sangre más que la propia calzada: ¡era Fiorenzo, el enlace de la mafia rumana en Italia! ¡Pero qué coño hacía ahí ese puto espagueti!

    Al igual que el coche, aquel afortunado cabrón no parecía tener heridas mortales, así que lo metí en la parte trasera del mismo y salí de allí como una exhalación dirección a la mansión de Dragosi. Había hecho saltar por los aires uno de sus golpes y estaba claro que tenía que dar explicaciones. Durante el trayecto, Fiorenzo se palpaba las partes magulladas del cuerpo y exclamaba: «¡Mamma mia!, ¡bastardo di merda!, ¡figlio di una cagna! ¡Hai sprecata giusto!, ¡basta scopare un grosso problema! ¡Dragosi sta per tagliare le palle!, ¡darà buon asino!».

     Tras llegar a la mansión y farfullar que lo ocurrido fue un desgraciado accidente, supliqué algún tipo de enmienda en un intento desesperado de evitar en mis zonas nobles el abrazo castrador de la cinta de cuero de Dragosi. El susodicho me condujo a su lujoso despacho, se sirvió un generoso vaso de Tuica, se colocó ante mí levantando la mirada con lentitud, y desde abajo, me dijo que si quería conservar mi escroto, tendría que acompañar a su hija a la fiesta que se celebraría mañana por la noche en el Kristal Glam Club. Procurar que allí se lo pasara bien y mantenerla sana y virgen hasta el alba. Momento en el que un par de sus hombres nos irían a buscar para traernos de vuelta. 

    No parecía un trabajo muy complicado. Sólo tenía que ir a una fiesta con una muchacha y cuidar de ella durante unas horas. Quizá hasta me lo pasara bien, y a fin de cuentas tampoco tenía elección. Así que tragué y asentí, a la par que Dragosi correspondió con una atemorizante muesca de satisfacción.

    ¿Qué podría salir mal?



2/2/23

210. Intermedio

     He ido recopilando unos hechos conectados entre sí que me ocurrieron hace unos años. El contenido, una vez estructurado, ha dado para cinco entradas que iré desgranando de forma consecutiva a partir de la semana que viene. Por supuesto, este nuevo material, como todo lo aquí narrado con anterioridad, corresponde a la realidad pura y dura. 

    Por otro lado, cuando la inspiración me trae una idea, sea la que sea, me la apunto antes de que se desvanezca. Aquí os dejo unas pocas —que en su momento seguro me parecieron buenas— para quien las quiera utilizar. Yo haré lo propio tan pronto recupere la conexión con ellas, porque aunque ahora la haya perdido, el día menos pensado vuelve por sí sola con la entrada desarrollada. 

    Estas son:

    -Profesora de biología con aletas naturales.
    -Ladrón de tractores con educación vial.
    -El cocinero que congeló a Chicote.
    -El funky lolailo vino del Espacio.
    -Pressing Catch con enanos.
    -La niña muerta haciendo putadas.
    -Defecación astral.



30/1/23

209. De olores y hedores

    Cuando tengo días libres en los que no tengo que vender mi tiempo en mi centro de esclavitud, realizo incursiones peatonales por las arterias de la ciudad. Ya sea para realizar ciertos experimentos, recargar mi espíritu o dar con el estímulo adecuado para futuras entradas. En cualquier caso, sea el día y la hora que sea, la urbe es un hervidero de historias esperando ser contadas. 

    Infinidad de veces me he cruzado con personas —la mayoría mujeres de entre cuarenta y ochenta años— que por rápido que caminen según su edad, y renegando de desodorantes, llevan consigo ese tipo de densa fragancia que impacta en mi sentido del olfato como una hostia bien dada en plena cara.

    Entiendo que queramos dar buena impresión, no solo en el sentido visual, sino también en el olfativo, amén de que hay emanaciones corporales que conviene disimular o anular. Y nada sé de colonias y perfumes, salvo que la mayoría de veces, algunas más que algunos, utilizan esos productos de nombres ridículos con el fin de desprender un efluvio agradable, cuando hieden como si se hubieran rociado en exceso con equivalentes a Eau de Cloac y Eau de Sobac



26/1/23

208. Lecciones valiosas

    Yo tenía dieciocho años cuando fui seducido por una compañera de aula de idéntica edad, bella como su mismo nombre. No es que fuera meritorio que Estroncia me sedujera, pues por aquel tiempo remoto yo consideraba que todo agujero era trinchera, por lo cual me mostraba predispuesto y accesible a todo acercamiento e insinuación de cualquier persona que tuviera vagina. 

    Además, el clamor popular comentaba que Estroncia no era una chica que gustara de conquistas difíciles, y sabedora de que en su entorno estudiantil la circundaban más capullos que los que se abren y colorean el campo, se alejó del esfuerzo y me eligió a mí, fácil capullo entre los capullos más fáciles.

    Estroncia se exhibió ante mí en una danza revestida de erotismo intencionado, y en menos de diez minutos me tuvo a su merced. Cual fiel lazarillo impulsado con la única voluntad de una libido creciente, obedecí cuando me pidió que la llevara a una planicie alejada cuatro kilómetros del pueblo, donde, bajo el resguardo de verde floresta, se desataban todo tipo de apetencias carnales.

    Detuve mi viejo coche de segunda mano en una zona que confería la suficiente intimidad, como para que Estroncia y yo liberáramos nuestras energías y nos fundiéramos en un torbellino de arrobamiento. Pero entonces, pasados unos minutos, ella retiró su calurosa mano de mi bragueta reventada, vistió su pecho encendido, y dijo que no podíamos continuar; no podía ser; no podíamos hacerlo. No.  

    Aquellas palabras enfriaron mi corazón como el hierro candente sumergido en agua, y un pesado manto de silencio acalló los inquietantes sonidos del bosque. Entonces, Estroncia me pidió, con la seguridad y firmeza de quien ha ganado todas las lides, que la llevara de regreso a casa. 

    Pero el embrujo de Estroncia ya no empañaba mi mente, y se esfumó en favor de una decepción que me inundó por completo y que jamás había conocido. Y pasados unos momentos en los que incluso respirar dolía, pronuncié aquellas palabras que surgieron de mi incomprensión por su negación, que no fueron otras que se bajara del coche. 

    Bájate del coche, le dije, no como una amenaza o preludio de alguna acción de la cual más tarde pudiera arrepentirme. Sino como la resuelta convicción de una acción perentoria e irrevocable. Y el rostro de Estroncia, duro y frío como el metal, se alumbró con una incredulidad mayúscula como jamás se vio en la cara de nadie. Como si nunca en su joven vida la hubieran hecho diana del más mínimo desplante. 

    Me preguntó con una mirada si lo dicho iba en serio, y sin palabras contesté yo señalándole la puerta con el mentón, en un gesto preñado de despecho e indiferencia. Estroncia salió del coche apartando su mirada con desdén, en un aspaviento de nobleza teatral, y con el porte de una princesa indignada que acaba de perder su legitimidad al trono, cerró la puerta de un portazo que sonó como el estruendo de una bomba. 

    Arranqué el coche y me puse en movimiento. Al tiempo que me alejaba de aquel lugar que siempre me recordaría aquel encuentro desencantado, la silueta de Estroncia reflejada en el retrovisor, fue empequeñeciendo hasta desaparecer de mi vista, dejándome a solas con mis pensamientos y una sensación de vacío en las tripas.

    Los días que siguieron a esa noche fueron surrealistas y de un absurdo atroz. Los rumores malintencionados y la tergiversación de los hechos, provocaron que una parte del joven vulgo del instituto, impetuoso e irreflexivo, se dividiera en dos bandos de hostilidad cómica, convirtiéndonos a ambos, sin quererlo ni necesitarlo, en puntos de referencia. 

    Las chicas, en una comprensible posición de simpatía respecto a Estroncia, me proclamaron sucio adalid de los cabrones y los hijos de puta. Mientras que los chicos, posicionándose a mi favor e igual de excesivos en su juicio, erigieron a Estroncia como reina bastarda de las furcias y las calientapollas.


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