del África tropical que esclavizado balbuceaba la canción del Cola Cao y como me ordena el hombre blanco les voy a relatar las múltiples cualidades de este producto sin par. Es el Cola Cao desayuno y merienda, es el Cola Cao desayuno y merienda de mis amos, Cola Caaaaaoooooo.
Cabrónidas es un impresentable cuando le parece pero ama la literatura. De hecho se acuesta con ella cada noche. Con diez copas de más la pronuncia de este modo: «Li-te-rrrrra-tu-rrrra». Al caer el día de camino a su cama acuna un libro y se lo acerca a la nariz. Lo apasiona turbarse con la fragancia que despiden los libros nuevos que todavía no han sido abiertos. Con las yemas a flor de piel, dibuja con lentitud reverencial los vértices de las ediciones en tapa dura que contienen la historia. Excitado y con expectativas de una noche donde viajará sin moverse, Cabrónidas hace el amor con el libro letra a letra y página a página, hasta culminar de adoración con la palabra fin.
Al día siguiente saluda al sol y se concede un paseo por la ciudad. Se ríe y eructa de puro contento. Pisotea charcos, cruza semáforos en rojo y manda a tomar por culo al conductor airado. También saluda a desconocidos y le divierte retener en su pensamiento esa breve expresión de desconcierto.
Cabrónidas cree en la amistad, en la capacidad de amar y en el polvo sin amor, pero no en lo que ofrece el maquillaje y arruga los mejores trajes, y así se va tejiendo un confortable capullo protector para cuando se precipita al vacío, que suele ser lo acostumbrado. Y es que Cabrónidas no tiene nada a lo que aferrarse, salvo la palabra aferrarse. Y es en ese vaivén que le supera donde, sintiéndose solo incluso rodeado de multitud, su felicidad es plena aunque nadie lo sabe.
A Cabrónidas le gusta la cerveza, el vino caro y el marisco, y sin querer, mientras camina hacia ninguna parte, hace crujir el caparazón de un escarabajo con la suela de sus zapatos del cuarenta y dos. Entonces recoge con delicadeza los despojos del insecto, lo mira a los ojos y resplandeciente cual mesías bíblico y desoyendo las burlas de los presentes, pontifica: «Los coleópteros, adorables seres kafkianos en forma y fondo, deudores de sí mismos y repudiados por el hombre, espejo de nuestras más profundas aversiones...».
Pero, por encima de las nimiedades, Cabrónidas gusta de sentirse limpio por dentro, por lo que vomita con frecuencia desatendiendo las consecuencias. A duras penas se calla. Recuerda el olor de todos los coños a los que ha susurrado, pero nunca en los nombres de aquellas que se han abierto a él con entrega y abandono. «Tengo que corregir eso» se dice, y se dispone a hacer la colada. Se asoma al balcón y el mundo arde. De él surge un grito afilado cual estilete que amenaza con resquebrajar las vidrieras del salón. Abajo, en la calle, creer ver a diez mil vírgenes sin ojos alzando el mentón y aplaudiéndole en esplendorosa actitud coral.
Lo siguiente será ir al súper, comprar más cerveza y un billete que lo lleve a un lugar lejano. «Tengo que mirarme al espejo», y realiza una mímesis de sí mismo mientras oye el centrifugado. La imagen del espejo lo observa desabrida mientras Cabrónidas escruta a su propio yo sin apenas notar el suelo bajo sus pies desnudos. Se pregunta el porqué de la mirada del que mira. Y después de tender la ropa, Cabrónidas se acomoda de nuevo en el sofá esperando que llegue la noche a la espera de follarse otro libro. Siempre por la noche, mientras esta llega, sin perder detalle de su reflejo en el televisor apagado, se pregunta por qué suspira tanto y el alma le huele a jardín mustio.
Para quien no lo conozca, presento un clásico lleno de sabiduría que en su día ofreció Marlo Brando a las masas y que en estos tiempos duros y aciagos, no solo te ayudará como medio catártico para soltar presión, sino que te animará a luchar con renovado vigor contra la adversidad e injusticia. Sea cuando sea, utiliza con vehemencia y perfecta dicción, el insulto por antonomasia contra todo aquello que te irrita y vulnera. Siempre hay un indeseable en la vida de alguien. Siempre hay un hijo de puta. Por eso, por tu felicidad, por tu bienestar, por el equilibrio de tu mente y espíritu, escupe, eructa, vomita el gran mensaje de Marlo y que no caiga en el olvido.
Ya me parece verte otra vez alejándote calle abajo llevando el infierno contigo. Bajo una tormenta que llora tu nombre te he vuelto a maldecir más veces de las que serías capaz de soportar. A estas alturas te has ido ya miles de veces. No sé si te conozco o te olvidé en el fondo de las botellas que vacié en cien madrugadas. Y aun así, miras con ese mismo ademán que la veo a ella en cada uno de mis latidos, con un estremecimiento que me atormenta y me hace dudar sobre quién llegó primero; sobre quién se fue después.
Te quiero porque la deseo a ella, porque la amé tantas veces que no tengo ahora dónde guardar el eco de todo el amor que le grité. Quizá pensando en ti aunque aún no hubieras llegado; quizá pensando en ella como el centro de un cuadro, bello como el firmamento, que ahora se pudre cara a la pared en uno de los rincones más oscuros de mi existencia.
Empiezan a hastiarme los celos que volcarás en mí, pero lo compenso con los amaneceres que ya me has dado, aunque por más que me empeñe no encuentre motivo alguno para hacerlo. Quiero que sepas que el daño que aún no te he hecho lo hice sin querer. Que todas aquellas cosas horribles que te escupí fueron porque me dejé llevar y porque solo tú sabes cómo arañar mi alma.
Quiero que hasta el fin de tus días seas consciente de que jamás te perdonaré todo el dolor que todavía no me has provocado. Por ello hoy soy cobarde y dejo manifiesto impreso de ello. A pesar de todo, te ofrezco mi vida en un beso que nunca será tuyo porque lo mandé antes de que llegaras.
Te adoré tanto que no puedo dejar de releer las cartas que aún no me has escrito, ahora que todavía no me has dado la espalda y me has dejado tan solo que me siento la estrella más remota del universo, mirando mi propia sombra encogida de hombros. La misma que mañana temprano, el sol proyectará en el paso de cebra que una vez pisamos, mientras buceaba uno en la mirada del otro como si no existiera nada a nuestro alrededor.
Te quiero como jamás nunca podré volver a hacerlo, pero una vez más fuiste demasiado puntual, demasiado exacta. Y en tu ausencia de retraso e inexactitud, no he encontrado el momento en el que poder decirte que ya no puedo quererte porque me resulta imposible.
Y con esta forma de anticiparme reúno el valor para confesarte que nunca te merecí porque nunca fui tuyo. Ni de nadie. Tan solo del tiempo que, como una pesadilla, me traiga el recuerdo de quien fuiste para clavarte una y otra vez en todas mis heridas.
No descubro nada si te digo que el ser humano es un ser hostil por naturaleza que siembra su tierra con los cadáveres de sus iguales. No descubro nada si te digo que la guerra es la carta de presentación de nuestra raza desde que el mundo es mundo. No descubro nada si te digo que nunca dejarán de discurrir los ríos de sangre. No descubro nada si te digo que todavía no ha conocido el mundo un periodo de paz absoluta.
Y así seguirá mientras la maldad anide en el corazón de la especie.
Por qué, por qué, por qué. Vienes a joderme en el preciso momento que escojo yo para joderte a ti. Por no caer me siento y todo son demonios y sombras. Te vistes con las caras de otras, viertes en mí tus embrujos y me requiebras alrededor. Para qué, para qué, para qué. Qué coño haces aquí si siempre hay algo que hago mal. Deseo que te mueras; sí, tú. Que por no lastimarte te voy a dar la espalda y dar un salto al vacío. El suelo parece que supura ginebra, desangrándose como mis brazos. Apenas quedan cristales rotos en la ventana. Con las manos embutidas en los bolsillos, me alejo pensando en ti aun queriendo que desaparezcas, y en mi crispación los he llenado de agujeros.
Tengo los sentidos embotados de ese sabor ácido a impacto y a sangre. El vino acabado, bilis en la garganta y la ventana hecha añicos. Quise gritarte todo mi odio, pero se me iban a quebrar los dientes de tanto apretarlos. Habría podido matarte a puñetazos, pero decidí hacerlo con la habitación. Y luego arrancarme el pecho, arañarme los ojos y abrazarme a mí mismo hasta morir de amargura. Pero me asomé a la ventana, y de nuevo la brisa trajo aquella canción paseándose entre las aristas. Tus caras se difuminaban y ya no quise volver a entrar. Salté como en aquella ocasión, pero sin cristal alguno que pudiera herirme. Un suelo esponjoso como una nube acarició mis pies. Extendí los brazos con las palmas abiertas, ofreciéndome a la calidez de un sol recién nacido. Su luz bañó mi cara como un bálsamo, y dejé que de mis ojos cerrados fluyera la ira mejillas abajo. Tan solo estaba sonriendo. Y llorando. Llorando de amor.
El otro día estuve leyendo sobre el poder sanador de los abrazos. Ese acto amigable y bondadoso que te infunde cariño y calor. Que te reconforta y te hace sentir que importas. El efecto que causa sobre tu cuerpo, mente y espíritu, se produce tanto si lo das como si lo recibes. Incluso algunos animales como el mono, el koala y el perezoso, abrazan. Eso sin mencionar los animales de toda la vida como el perro y el gato. Y los animales que por su naturaleza anatómica no pueden, si se acercan a ti y posan la cabeza sobre tu regazo u hombro, lo hacen esperando tan reclamada acción.
Creo que existe una especie de hilo mental, primigenio, que conecta a todos los seres vivos a nivel subliminal. El abrazo es un gesto que trasciende lo humano y es extensible a toda criatura viviente. Pero tiene sus riesgos y hemos olvidado cómo utilizar ese hilo mental.
Por eso no es de extrañar que Melusina, una niña de seis años natural de Galápagos (Guadalajara), en un ardiente arrebato de cariño, abrazara a su boa constrictor y esta, en amorosa correspondencia, le devolviera el abrazo hasta dejarla como una bolsa de té usada.