El otro día oí hablar del síndrome de la silla vacía. Actúa en quienes han sufrido la pérdida de un ser querido al que se recuerda en un momento dado en las reuniones —ya sean familiares o amistosas— que propician las fechas señaladas. La silla vacía provoca la evocación del cadáver, intensificando la ausencia no superada y del todo irremediable del mismo. Eso pensaba yo hasta que, con el atrevimiento que otorga la confianza, le pregunté al abuelo Ursucino —al que llamo así por respeto a su anonimato— qué hay de cierto sobre el uso que hacen él y su familia de ciertas artes oscuras y ancestrales, por mí del todo temibles e insondables.
El abuelo Ursucino me explicó que enviudó hace unos cinco años. Las primeras navidades que pasó sin su mujer, él y su familia extensiva experimentaron el llamado síndrome de la silla vacía, que los sumió en un estado de tal aflicción, que decidieron ponerle sobrecogedor remedio. Ahora entiendo por qué en las navidades posteriores al funeral, en la silla del comedor en la que antaño se sentaba llena de vida en estado corpóreo la difunta abuela Arnulfa, colocan como un comensal mudo e inquietante la tabla Ouija con la que la traen de vuelta.
Dos tercios de la población mundial, a falta de otra sustancia más cara por todos conocida cuando no hay billetes, se amorran al hocico trapos empapados en gasolina o disolvente. El resto beben sin tener sed. Yo, que soy más normal, solo me llevo a la nariz los libros vírgenes. Los Klínex no cuentan. Es lo que sucede cuando desde la tierna infancia lees cómics y libros de diversos géneros año tras año hasta el presente: que desarrollas una adicción que la mayoría de veces deviene en chifladura. En el peor de los casos incluso puedes llegar a tener un blog. A fin de cuentas, en un mundo de espanto la locura sienta mejor que la cordura y es más placentera.
Como os decía, a los libros nuevos les arranco el cartón de embalaje y el plástico protector como si no hacerlo me fuera a matar, y luego, más calmado, los huelo durante unos minutos hasta agotar esa fragancia característica que desprenden. Incluso creo que a veces levito. Después, al goce olfativo, le sigue esa estimulante sensación física de progresión de la lectura al pasar las páginas hasta culminar en la última. Todo un ritual indescriptible. Es el mayor orgasmo que puedes tener sin correrte y estando vestido, aunque nadie dijo que no se pueda leer en pelotas. Ya os contaré llegado el verano. Por otro lado, no sé qué será de mí y mi adicción cuando ya no tenga metros cuadrados habitables en mi piso para almacenar los libros. Sé que ese día llegará y será horrible. Y no porque no tendré sitio donde poner los pies.
Me da pereza ir a la biblioteca y no me veo olisqueando un ebook o una tablet.
Una noche de un mes de diciembre del 2016, Amonario tuvo a bien invitarme a cenar al piso de planta baja donde hace ya varios años residen él y su familia. Nada me hizo presagiar que aquella invitación fuera a dejar en mí una impronta tan profunda e indeleble, que hoy me vea forzado a exteriorizarla para el bien de mi mente y limpieza del alma. Mis sentidos tales como el olfato y la vista, fueron sometidos a una dura prueba de templanza que ahora paso a relatar.
Amonario abrió una puerta de madera que antaño conoció tiempos mejores. De hecho, no me infundió ningún tipo de seguridad y de estornudar contra ella, seguro que la hubiera hecho estallar hacia adentro. Unas bisagras que jamás conocieron el antioxidante, emitieron un quejumbroso lamento que no cesó hasta que la puerta se abrió por completo. Como una maldición liberada, un efluvio pertinaz me golpeó hasta hacerme oscilar cuan alto era. Aquellas densas emanaciones me aturdieron con intensidad, y pensé que debían ser las mismas que flotan prisioneras desde hace siglos en las tumbas faraónicas.
La oscuridad del interior parecía mirarnos. Amonario me dijo que la bombilla del recibidor estaba fundida, así que lo seguí hasta el comedor con andares vacilantes, notando en las suelas una incómoda pegajosidad a medida que nos adentrábamos en la negrura de aquella catacumba urbana. Justo cuando creí recuperarme de aquel ambiente enrarecido por ausencia prehistórica de ventilación, Amonario accionó el interruptor, y la luz me mostró un horror que hizo que me llevara la mano a las pelotas para que no cayeran al suelo.
El piso presentaba un estado generalizado de degradación consciente, que convencía a quien mirara de que ya no existen cosas bellas en el mundo. La honda insalubridad de aquel lugar me provocó una depresión anímica inhumana. El suelo parecía un rostro sembrado de acné, pues aquí y allá crecían pequeñas erupciones aplastadas que en otros tiempos quizá fueron bocados que llevarse a la boca. No había apliques, ni lámparas, ni ojos de buey: tan solo una luz débil y amarillenta, emitida de bombillas que colgaban de sus cables eléctricos como protuberancias cancerosas.
Las paredes, sin cuadros y adornos, mostraban los colores de un cielo tormentoso. El techo, para no ser menos, vomitaba el color malsano de la nicotina millones de veces exhalada. No había basura ni desorden, pero el resto del piso presentaba el mismo desasosegante espectáculo. Tanto era así, que se me hizo difícil creer que allí vivían cuatro personas, amén de que el único habitante y por su condición de inanimado que allí podría vivir, sería el desvencijado mobiliario, que presentaba diversas salpicaduras de vete a saber qué sustancias.
Amonario advirtió mi pesadumbre y la palidez ultraterrenal de mi rostro congestionado, y reconoció —no sin cierta resignación— que el piso imploraba una asepsia concienzuda y una generosa mano de pintura. En un gesto de improvisación denegué su invitación de quedarme a cenar. Y no es que yo tuviera una gran confianza con Amonario, pero no todo el mundo al que conoces de hace poco te abre las puertas de su hogar, por lo que solo pude decir: «Amonario, si metieras aquí al ser más hambriento del planeta, se olvidaría, no solo de su propia hambre, sino de que tiene piñata, boca y aparato digestivo. Saldría de aquí corriendo y profiriendo alaridos como alma que lleva el diablo. Y hablando del diablo... Antes de nada, alquila los servicios de un sacerdote y manda practicar aquí un exorcismo».
Ay, conejilla, conejilla, heme aquí en tu jardín desprovisto de toda ropa y con una erección más dura que el acero diamantino, brincando entre las flores con gráciles movimientos de ballet. Dulces fragancias me arropan y me hacen entornar los párpados, al tiempo que una brisa inquieta susurra entre las delicadas hojas de la mimosa. En la punta de mi capullo palpitante que, ay, conejilla, conejilla, rivaliza en esplendor con todos los capullos que engalanan tu Edén, refulge como una mágica perla una gota de baba preeyaculatoria.
Como la declaración de la renta en verano, tornan los recuerdos y resucita el deseo. Ay, conejilla, conejilla, parece que fue ayer cuando dancé para ti por vez primera, pero no podemos retener el tiempo ni atraparlo: se esfuma como los hondos suspiros que me profesas cada vez que me ves. El sol perla mi piel como una erótica deidad de ensueño, y llega hasta mí tu mirada preñada de deseo atravesando el cristal de la ventana, y el brillo chispeante de tus ojos que no cesan de devorarme tras los gruesos cristales de tus enormes gafas de pasta.
Apoyas los codos en el alféizar y juntas las manos formando un cuenco donde descansar tu prominente mentón, desdibujado en una sonrisa de oreja a oreja que muestra el deleite con que admiras la bella coreografía que te brindo. Estimulo mi virilidad arriba y abajo en una cadencia progresiva, con movimientos que producen armonías angelicales. Y así permaneces, en un mudo embeleso sin perder detalle de mi dominio de las artes escénicas, hasta el punto de que un hilillo de saliva desciende con pereza de tu boca desdentada hasta el suelo, formando un charco donde podríamos chapotear cómplices como dos amantes.
Arriba y abajo fricciono al ritmo de tus pulsaciones, que aumentan a cada movimiento experto de mi mano, y en el momento en que la tensión es liberada en éxtasis, tu mentón resbala de su apoyo y caes con ostentación en el charco de tus babas en el cual podríamos retozar como dos enamorados. Por eso no puedes ver cómo un cuantioso torrente de vida no nata estalla de mí hacia afuera, proyectado hacia las alturas como misiles de destrucción masiva prestos a conquistar la inmensidad del Universo. El sol parece intensificar su brillo y estallo una, dos y tres veces, en un trinar de pájaros y mariposas aleteando a mi alrededor en una hermosa macedonia multicolor.
Pero, ay, conejilla, conejilla, no te preocupes por no haber podido disfrutar del final de tan arrebatador espectáculo. Porque cuando te arregles la quijada, si tú quisieras y yo me dejara...
Parsimonia es una villa singular cuya existencia no consta en la intrincada geografía terrestre. De hecho, si la buscas en Google Maps, no encontrarás más que una zona pixelada, de modo que la vida allí transcurre en paz y armonía, sin que esos lujos se vean alterados por la toxicidad superlativa del resto del supuesto mundo civilizado. Ni siquiera cuando sus trescientos habitantes, sencillos y hospitalarios, recibieron años ha, a su Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia.
Cuentan los anales de Parsimonia que para tan magno evento, se consensuó por votación popular, un programa de actos cuyo primer punto del día fue la visita al lugar más emblemático del pueblo, que no es otro que la única plaza del mismo, en cuyo centro se yergue con imponencia un olivo del pleistoceno. La segunda actividad consistió en degustar un banquete de lujo cuyas exquisiteces son macedonia de hortalizas, potaje campestre con patatas del día y agua del pozo como elixir a beber. Como acto final de aquel programa de Estado, se hicieron fotografías y se firmaron, ante notario y por ambas partes, los documentos oficiales a fin de inmortalizar, documentar y dar fe del acontecimiento.
Aquel día lejano, un sol rotundo brilló en el azul imperial del cielo, y el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, inició su itinerario cultural, acompañado por el alcalde de Parsimonia, el señor Floripondio Algaseca y la concejala de Cultura, Zarzaleana Yerbaespumosa.
Como todo en la apacible comunidad de Parsimonia, el programa de actos trascurrió sin sobresaltos y el tiempo pasó lento como un banco de nubes. Tanto fue así, que el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, mostró su más sincera gratitud por el diligente trato recibido, y como quedó concertado en protocolo, debía personarse de inmediato el notario para las firmas pertinentes y así poder partir el visitante con su numerosa cohorte a sus lejanos dominios.
Pero el fedatario de Parsimonia, el venerable don Protuberiano Matabaja, apareció una hora y media tarde. Por la parte que corresponde, Floripondio Algaseca y Zarzaleana Yerbaespumosa, sin atisbo alguno de nerviosismo, explicaron a su visitante, el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, que pese a la imperdonable tardanza, el notario de Parsimonia era un funcionario ejemplar, disciplinado y riguroso en sus quehaceres oficiales.
Fue así como aprendió el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, que el distinguido notario don Protuberiano Matabaja, natural de la humilde villa de Parsimonia, en sus noventa y cuatro años de vida, jamás bajo ninguna circunstancia perdonaba su hora y media de siesta.
Ni siquiera por el condenado y puto sursuncorda de los cojones.
Como ya se sabe, todo lo que sea susceptible de ser un negocio lucrativo para el poderoso, no solo lo será, sino que también será utilizado como método opiáceo de mansedumbre mundial. Por ejemplo, las tradiciones. Todas y cada una de ellas y las que están por venir.
Mañana es el viernes negro: esa movida consumista prenavideña en la que los comercios de cualquier tamaño e índole, tratarán de vender todo aquello que no se han podido quitar de encima y que en realidad tú no necesitas. Nunca sales a la calle a manifestarte por nada, pero la mierda que tienes aposentada en el culo no va a impedir que hagas cola en cualquier tienda que se precie. Si aun así tu comodidad es más poderosa que tu materialismo acumulado por inercia y no quieres ahorrártelo, puedes gastarlo online. Todo está preparado para tu dosis de consumo sádico. Quién puede resistirse a esas rebajas, esos descuentos... Ese engaño.
Satisface tu capricho —que para eso trabajas, a que sí— y llena tu casa con otra mierda igual de las varias que ya tienes. Y si te cansas de ver tu gasto innecesario muerto de asco, siempre puedes darle salida en wallapop, donde seguro que habrá algún enfermo como tú que lo compre porque sí. Así que consumid sin lógica, necios, consumid. Chapotead en vuestra nimia felicidad y alimentad a esa bestia insaciable.
La misma que engendraron desde tiempos pretéritos aquellos que nos pisotean.
Hay un buen puñado de indeseables —hombres, mujeres, y los que no son ni una cosa ni otra— que confunden la sinceridad con el irrespeto. Utilizar la sinceridad es difícil. Hay que saber buscar el momento y las palabras adecuadas y sobre todo, utilizarla cuando te la piden. Cualquier otra cosa que escape a lo antedicho es ser un bocazas de mierda, cuando no un dañino y un hijo de puta. Ya sabes, comportamientos que nos son de uso fácil por innatos.
Como supongo que en principio nadie quiere parecer subnormal —y algunos entendemos que no hay porque serlo cada día—, y mucho menos quedarse en la más absoluta soledad, utilizamos la mentira piadosa o bien la diplomacia, que vendría a ser algo así como la cara amable de la hipocresía. Aunque creo que si la usamos en demasía, al final acabamos mintiendo por sistema y convirtiéndola en enfermedad. La misma que padecen aquellos que creen ser sinceros y cuando hablan de sí mismos terminan por creerse sus propias mentiras.
El caso es que cuando al bocazas, al hijo de puta y al dañino les administras la misma medicina que recetan para los demás, se ofenden como si eso fuera un ataque a su soberbia, de la cual van siempre borrachos y nunca reconocen. Puede que la sinceridad bien empleada sea difícil, pero muy fácil utilizarla contra la gentuza que la pervierten.
A fin y al cabo, la verdad siempre se abre camino por sí sola de una manera u otra, poniendo a todos en su sitio.