La última mujer con la que compartía las sábanas y el lavabo, me dejó porque ponía música a un volumen desorbitado. Demasiado alta en el coche, demasiado alta en casa, demasiado alta en el parque con el loro a cuestas, demasiado alta en cualquier lugar. Según ella, aquel caos sonoro de estridencias guturales y trémolos agonizantes, le trastocaba el aura y le jodía los chakras. Así que con expresión compungida me dio a elegir entre ella o aquella bola de ruido. Y como es obvio y atesora entre muchas la calidad de insustituible, elegí la música.
El tiempo pasó, y pese a nuestro mundo caduco sobrepoblado de oligofrénicos, mi espíritu, cuerpo y mente se encontraban en perfecta armonía, generando una alegría nunca antes experimentada. Tanto era así que había llegado el momento de adquirir un animal de compañía para compartirla.
Estuve unos días debatiéndome entre comprar un perro o un gato, y aunque me gustan de diversas razas, tamaños y pelajes, son animales que no se corresponden con mi carácter y mi forma de ser. Hasta que un 4 de octubre —día mundial del animal—, en una de mis incursiones por el campo para desinfectarme de la toxicidad de la civilización, topé con un cabrerizo al que le quise comprar una de sus cabras.
A todo esto, me fijé en un macho cabrío, grande y negro, con un buen par de astas y una larga perilla que, a su vez, me miraba con inquietante fijeza. Según el cabrero, experto cual Dr. Doolittle sobre el misterioso mundo del lenguaje animal, aquel escrutinio significaba que el cabrón me había elegido como su compañero de vida, y no al revés. Además, era el animal idóneo por afinidad y similitud de comportamiento.
Para mi sorpresa, pronto descubrí que aquel macho cabrío escondía ciertas habilidades que lo hacían especial en grado sumo. No es que hablara, como la mula Francis —aunque el cabrero me aseguró que sí, solo que pasaría mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de entenderlo—, pero cada vez que reproducía música en el tocata, el cabrón se alzaba sobre sus cuartos traseros y mostraba su quijada en una amplia sonrisa. Luego volvía a tocar el suelo y giraba sobre sí mismo cabeceando la cornamenta siguiendo el ritmo. En los acordes más desenfrenados, nos montábamos pequeños pogos por el comedor, que acababan en carcajadas y estentóreos balidos que reverberaban por toda la vecindad.
Estaba claro que me lo tenía que llevar de concierto y que estábamos hechos el uno para el otro. Así que a los pocos días ya estábamos saliendo de una gran actuación de Dying Fetus. Andábamos bastante ebrios por el adoquinado de una de las apestosas callejuelas de la ciudad, sorteando mierda y rejas de alcantarilla, cuando mi macho cabrío se paró, y tuvo a bien regar con una caudalosa meada las ruedas de un coche tuneado hasta lo grotesco. Nos llegaron unas exclamaciones nada amigables proferidas por el amo del vehículo y sus coleguitas. Eran tres tíos vestidos con cuatro tallas de más, con la mirada oculta tras unas gafas de sol —pese a que era noche cerrada—,y gorras de visera rígida cubriendo sus recipientes de viruta. Llevaban tanta bisutería chatarrera en cuello y muñecas, que podrían morir de ahogamiento en una puta pecera.
El que parecía ser el cabecilla exclamó: «¡Ataca, bro!», y uno de aquellos mierdecillas se abalanzó de un salto contra mi macho cabrío. Pero mi cabrón lo interceptó al vuelo, y con su poderosa cornamenta lo mantuvo ingrávido con una serie de habilidosas voleas hasta proyectarlo, cual guiñapo, contra un montón de mierda orgánica apiñada al lado de un contenedor. Aprovechando el desconcierto y con extrema celeridad, yo despojé de gafas y gorra al cabecilla, y le eructé en plena jeta provocándole quemaduras de segundo grado. El tercer mierdecilla arrancó a correr exclamando: «¡Necesito chance, bro! ¡Me vuelvo a Puerto Rico!». Pero mi macho cabrío fue más rápido, y de una embestida en el pescuezo, acompañada de un balido estremecedor, la dentadura postiza chapada en oro de aquel desgraciado salió como una bala, y se clavó en la puerta metálica de un garaje cercano.
Aquel trío de bastardos adoradores de Bad Bunny se montaron en el coche y desaparecieron de allí con las ruedas humeando —más por la meada mefítica de mi cabrón que por el derrapaje—. Mientras, yo me acerqué a mi cabrón y palmeé mis manos con sus pezuñas, como cada vez que hacíamos un buen trabajo. Primero arriba y luego abajo, ¡plas, plas!, como dos auténticos colegas. Como el equipo invencible que éramos cuando nos marcábamos un tanto.
A partir de aquella noche nos hicimos inseparables, y llegado el verano nos fuimos de vacaciones a Marrakech. Nos encantaba pasar las tardes en cualquier terraza de cualquier bar, contemplando a la gente con la mirada oculta tras nuestras gafas de sol. Yo miraba a las mujeres e imaginaba sucias obscenidades y él, mientras bebía agua descalcificada de su pajita a grandes sorbos, lucubraba sodomizaciones a las cabras que por allí pululaban como parte normal del paisaje.
Desde luego, los animales son mejores que las personas, y ahora entiendo el porqué de quien llora la muerte de su animal de compañía más que la de cualquier humano.
Por eso ya he vuelto a modificar mi testamento, y he dejado reflejado con claridad meridiana que mi cabrón debe ser el máximo beneficiario.