En el colegio, para estupor de compañeros, profesores y hasta del quiosquero, siempre pedía la plastilina negra. «No quiero la roja, ni la amarilla, ni la verde, ni la azul, ni la blanca, ni la marrón», les decía mi vocecita. «Quiero la negra, ¿me entendéis? La negra, la negra. Quiero la plastilina negra». Uno de aquellos días, en clase, las niñas confeccionaban en el suelo con actitud comedida un mural sobre la Navidad. Los niños, en ruidosa algarabía, moldeábamos la plastilina para crear las figuras que habrían de habitar el pesebre.
De mis pequeñas manos surgieron oscuros nazarenos con los brazos arqueados, como si estuvieran sujetos a la yunta de unos bueyes. Otros tenían la espalda encorvada como escrupulosos arroceros cargando con los sacos en una sufrida jornada laboral. Una vez, el ejercicio de manualidades consistió en manipular la plastilina hasta dar con alguna cara, si más no, sonriente o que trasmitiera alegría. Y otra vez, para estupor de compañeros y profesores, creé semblantes de rasgos siniestros y torturados, como si hubieran nacido de las pesadillas más oscuras de Goya.
Pasaron unos años y siguió mi predilección por el negro, a la par de que iba entendiendo de qué iba en realidad todo aquello. En aquella misma clase, dos chicos pugnaban, airados, delante de la pizarra con borrador y tiza en mano. Se trataba de decidir por unanimidad, si una incipiente Sharon Stone que aún no protagonizó Instinto básico (1992), tenía lo necesario para destronar a Kim Basinger del podio de la mujer más deseada. Los líderes de ambos grupos eran jaleados por sus vociferantes seguidores, mientras escribían en la pizarra los atributos de ambas mujeres para establecer comparativas. Kim Basinger ya había rodado 9 semanas y media (1986) y ganó aquella lid con merecimiento. Pero yo nunca he podido quitarme de la cabeza a Michelle Pfeiffer saliendo del ascensor en El precio del poder (1983).
Por lo demás, sigo prefiriendo la plastilina negra.
Siempre la negra.