Yo tengo un amigo que es un tesoro. Y es mi amigo porque me acepta tal y como soy, con mis múltiples imperfecciones y carencias. Me conoce muy bien y sabe, entre otras cosas, que mi economía carece de músculo. Tanto, que nunca he tenido vehículo ni el documento legal que se exige para conducir uno. Por eso siempre era él quien ponía el coche cuando íbamos de garitos, y pagaba las consumiciones de ambos aun cuando las mías superaban a las suyas en número, que también era lo acostumbrado.
Llegado el momento no se privó de invitarme a su boda ni tampoco, a los años siguientes, al bautizo de su hijo y posterior comunión. Por supuesto, acepté para no desilusionarle, y como mi aportación monetaria en esos tres banquetes repartidos en el tiempo fueron recortes de hojas de libros de autoayuda en un sobre anónimo, decidí no decepcionarle en mi condición de buen comensal, vaciando por completo todos los platos que me pusieron por delante, y bebiendo sin descanso en la barra libre.
Del mismo modo, sabe de mi trabajo esclavista y del poco tiempo que dispongo para mí, por lo que jamás me lo hizo perder, cuando necesitó ayuda anímica por la depresión en la que se sumió a causa del abandono de su mujer. Ni siquiera me pidió una tarrina de tamaño industrial de helado hipercalórico, de las que hago acopio a cientos en un congelador que me regaló para mi cumpleaños.
Porque esa es otra. Siempre tiene detalles conmigo, grandes y pequeños, para ese día especial, mientras que yo nunca logro acordarme del suyo. Qué le puedo regalar yo, si a duras penas llego a final de mes, pese a que tengo móvil, ordenador, red wifi y una pantalla panorámica donde ver varios canales contratados. Solo puedo regalarle mi amistad, y aunque nunca me pide nada, estar siempre a su lado para lo que necesite.
Con semejante entrega por mi parte tampoco es que se pueda quejar.