Como ya pasó en el 2005, presiento que todos los putos gilipollas conocidos y desconocidos de mi entorno, van a estar todo el condenado año entrante con la consabida rima en la boca. Esa que estáis pensando, sí, esa. ¿Y sabéis por qué? Porque ninguno de ellos ha muerto todavía, joder. Todos siguen vivos.
Lo peor es que en estos veinte años transcurridos, habrán desarrollado hasta límites extraordinarios su odiosa capacidad para hacerse los graciosos sin serlo. Mientras que yo he perdido en paciencia, y apenas me calma ya recurrir a mi saco de boxeo, a mi cuantioso surtido de maldiciones, o jugar a los dardos con la cara enmarcada de la princesa Leonor.
La experiencia ya me enseñó que los primeros cinco o seis meses son los más duros. Si durante ese tiempo logro contener los deseos sobrehumanos de darles sepultura, los meses restantes se harán mucho más llevaderos, y tanto yo como ellos podremos continuar con nuestras vidas, al menos hasta el 2035, que no es poco.
La verdad es que tenía un mal presentimiento que me palpitaba en el occipucio, y eso que no tengo sentido arácnido ni sexto sentido. Pero ahora ya sé por qué estaba desquiciado y escribía de un modo más compulsivo que de costumbre. Por lo visto, el noticiario que más se ajustara a la ideología de sus televidentes, informaba que la pasada Nochebuena había sido la más agitada de toda la Historia. Aparte de los siempre acontecidos accidentes de carretera y comas etílicos, se habían centuplicado las muertes por violencia doméstica en todo el país.
Ahora entendía aquellos alaridos de agonía y furia que se habían producido por todo el vecindario hasta bien entrado el amanecer. Buenas muestras de ello eran las imágenes de mutilación y sangre que los familiares supervivientes compartían en sus redes sociales por un puñado de likes. Los youtuberos e influidores tampoco eran menos, y a la par que ganaban suscriptores, ofrecían una minuciosa casquería narrada y visual de los hechos. Sin duda, la materia que nos componía era débil, dulce y perecedera.
Los servicios de sanidad y emergencia se quedaron sin bolsas de cadáveres y todavía quedaban cientos por recoger. Me pregunto si son las drogas de bares y farmacias, los caprichos atmosféricos o los ciclos lunares, los que seguían activando los resortes más ocultos de nuestra mente para el enfrentamiento. Pero la verdad era que parapetados tras nuestros muros de tecnología y falsa tolerancia, desde que uno de los dos hermanos murió a manos del otro allá por el Génesis, seguíamos dispuestos a despedazarnos entre nosotros a la menor oportunidad.
En cualquier caso, yo no soy de compartir nada en la red salvo lo que aquí escribo, pero estaba vivo y sin un rasguño. Así que para celebrarlo deglutía un extraño reserva de tinto con sabor a metales nobles y plagas mesiánicas. Como siempre con música de fondo que me trasladara a lugares salvajes y desconocidos, pero más amables que los actuales. Y con el deseo de que vosotros, estimados lectores y queridas lectoras, también hayáis sobrevivido a la Nochebuena del horror.
Si bien somos hijos de Caín, los días que restan podemos tratar de ser como Abel.
Había llegado el momento. Las mesas de millones de hogares dispares ya estaban preparadas. En algunas se exhibían platos acordes con nóminas tercermundistas y modestas, que serían devorados con la cubertería corriente de todos los años. En otras, se desplegaban banquetes de barroquismo insultante, que serían acometidos con la cubertería carísima destinada para estas fechas.
Con todo, se trataba de juntarse con los seres queridos y no tan queridos, y entre bocado y bocado vino va vino viene, que el espíritu de la falsa concordia imperase entre risas impostadas y actitudes infantiles. Era pues la cena de la paz y el amor, y cumplir con la tradición exigía ciertos sacrificios.
Los hambrientos comensales estaban dispuestos. Unos, a la espera del mensaje del parásito anacrónico de la nación, Bobo Solemne, hijo de Simpático Holgazán. Otros, a cualquier otra cosa más digna y necesaria que no afectara a la salud ni a la digestión. Algo bastante difícil de conseguir con la tele encendida.
Pero entonces, sucedió.
Los honorables abuelos octogenarios Onesiforo y Clodoveo, tambaleantes por el alcohol ingerido más que por la edad, por fin resolvían sus diferencias ideológicas en medio del salón a golpes erráticos de cayado.
En otro hogar, la suegra Cancionila y la nuera Quiteria, disconformes con quién de las dos debía ser la heredera de la fortuna familiar, se batían en duelo encarnizado en medio del pasillo al más puro estilo quinqui, asiendo por el cuello las botellas rotas de anís de baja calidad que se habían pimplado.
En otra familia, los cuñados Isacio y Lupicino, uno merengue hasta la médula y el otro culé hasta las entrañas, confrontaban la honorabilidad del palmarés de sus equipos a mandobles de cuchillo jamonero, saltando de un mueble a otro como Jedis encocados. Ambos sangraban en abundancia.
En otra casa, las tías Riciberga y Radegunda, obesas y de voracidad insaciable, se disputaban como embrutecidas luchadoras de sumo la última pieza de cordero lechal anegado en salsa de frutos del bosque, con sus nueces y todo.
En otra vivienda, el suegro Evelásio entraba en coma irreversible por una sobredosis de polvorones esteparios, empujados gaznate abajo por el yerno Ervigio con la escobilla putrefacta del retrete. Nunca era tarde para cobrarse la cuantiosa deuda de aquella timba de póker de hace siete años.
Los hermanitos Pablito y Sarita presenciaban cómo papi y mami discutían de nuevo sobre los trámites del divorcio, sin quedar del todo claro quién de los dos progenitores sería el primero en arrancarle el cuero cabelludo al otro con la espátula de untar el paté de oca.
Y poco a poco, incapaz de perdonar, el espíritu humano se fue imponiendo al navideño en sus excesos de toxicidad, odio y locura, extendiéndose durante toda la noche hasta colapsar el país entero. Las zambombas enmudecieron y nadie pudo escapar del caos.
Sin duda, nos esperaba un 25 de diciembre de lo más dulce.
Eran las ocho de la tarde y la orgía de luz navideña funcionaba a pleno rendimiento en la ciudad podrida. Yo era uno más de la marabunta que atestaba las calles dirección a ninguna parte; desapercibido, solo y muy abrigado. La masa de humanos hormiga discurría con obstinación sincronizada a la salida y entrada de los comercios, grandes y modestos, con un objetivo claro y común. También había numerosos rebaños de adocenados humanos oveja, consumiendo en los bares y poniéndose al día de banalidad y nada.
Sin saber muy bien por qué, me detuve frente a un gran escaparate en el que se exhibía un variado surtido de juguetes de gran realismo. Contemplarlos me trasladó a mi infancia. Un poco más allá, otro escaparate ofrecía telefonía móvil de la más versátil, y regresé de mi infancia con un recuerdo sobre un documental emitido en televisión, sí... Juguetes ensamblados por niños orientales, cuando no congoleños para la extracción de cobalto, a cambio de un cuenco de arroz o un sueldo miserable.
En un gesto inconsciente me llevé la mano al móvil, cuyo precio de pronto me pareció obsceno, y suspiré hondo como si así pudiera alejar de mí una mala sensación. Luego calmé mi conciencia pensando que, a fin de cuentas, yo no era culpable de la explotación infantil, además de que China y el Congo eran lugares muy lejanos de mi cómoda vida. Al final proferí una retahíla de blasfemias que harían palidecer a Satán, y continué mezclándome entre la basta aglomeración de consumidores oveja y hormiga.
Pese a lo alejado que estaba de mi elemento, yo tiraba más a cabra montés. Encima sonaba por un altavoz Navidad, dulce, Navidad, y tenía que hacer grandes esfuerzos por no embestir a nadie.
Llegué a la calle centro, larga y ancha, y muy atiborrada. Había una zona concreta del tamaño de una cama de matrimonio, por la que salía un aire tibio a través de un enrejado del suelo. Era un lugar estratégico para la supervivencia invernal, por lo que en épocas de frío siempre estaba disputada por muchos indigentes. Al igual que yo, uno de ellos llevaba un gorro de lana embutido hasta las orejas. Al igual que nadie, a su lado tenía dos cartones de vino arrugados, sostenía un tercero con mano vieja y temblorosa, y parecía estar borracho.
Y qué. En esta sociedad del todo fallida se bebe y está más que aceptado. De hecho, en este mes en el que parece que hay mucho que celebrar, más que en ningún otro. Así que él también bebe, y más de la cuenta, como muchas de las personas que pasan por su lado y se burlan, o lo miran como si fuera Gregorio Samsa en sus últimos días. Y brinda como lo harán dentro de poco otros muchos afortunados en el calor de sus casas. Solo que él lo hace con el aire, cartón de vino en alto, empujado por razones que seguro distan mucho de las nuestras. O ni siquiera eso.
De pronto tuve que irme de allí por no cornear a toda esa gentuza. Eran malos tiempos para el respeto y la empatía, y encima ese puto villancico no paraba de sonar en todas partes, joder.
Estos tiempos decembrinos son los más contradictorios del año. Por un lado, las afortunadas personas que nunca han tenido que trabajar dicen que tal actividad dignifica. Pero son muchos los esclavos que alguna vez o cada diciembre, han comprado o compran al calvo repartidor de felicidad el consabido papelito esperanzador.
Quizá es preferible no sentirse tan dignificado y que trabajen otros.
Otros privilegiados que en su vida nunca han tenido que hacer cuentas para lo que sea, aseguran que el dinero no da lo que nos vende el calvo. Pero las imágenes televisadas de esclavos humildes descorchando botellas de cava y abrazándose sonrientes muestran todo lo contrario.
Puede que puestos a llorar de infelicidad, mejor hacerlo montado en un BMW M5 CS de tu propiedad que entre cartones.
Con todo, los que tienen que seguir siendo esclavos, y encima hacer malabarismos con su sueldo, siempre recurren al consuelo de que lo más importante es ese tesoro caduco de valor incalculable llamado salud. Y no seré yo quien lo discuta, amén de que la mafia de la industria farmacéutica nos desea una larga vida, pero de enfermedad, en la que tengamos que recurrir, quienes puedan, a sus caros fármacos con receta.
En una localidad de la piel de toro de cuyo nombre no quiero acordarme, pero recordaré aunque no quiera porque tengo muy buena memoria, hace unos ocho o nueve días, el grueso de sus comerciantes y demás habitantes, en plan Fuenteovejuna acudieron a las puertas del ayuntamiento a manifestar su profunda indignación por la total ausencia de alumbrado navideño en las calles.
Los comerciantes argumentaban que semejante despropósito es un perjuicio para la bacanal consumista propia de estas fechas, ya que la ambientación navideña es un potente estímulo que incita al gasto. Mientras que el resto de la turba añadía que si pagan impuestos, es para que la consabida red luminaria esté presente, ya que sin ella los niños entristecen y el pueblo está muy feo.
Al margen del porqué de esta situación, por lo visto ya solucionada, que cada cual extraiga sus propias conclusiones sobre los comerciantes y los que no lo son, oh, Navidad, blanca Navidad.