Pese a que era verano, el día era desapacible y gris, pues me dirigía a la funeraria a velar a mi amigo Hierónides, que por lo visto, en su cumpleaños número ochenta y nueve, se pulverizó la cabeza de un disparo con la misma arma con la que disuadía a los malhechores de invadir su viñedo y apropiarse de su ganado: una escopeta de cañón triple.
Fue tal la destrucción ocasionada, que Oristilo, el talentoso tanatoestético del pueblo, curtido en mil y una reparaciones craneofaciales, nada pudo hacer al respecto, salvo extraer los fluidos corporales y vestirlo como corresponde.
Con todo, Hierónides lo tenía todo calculado, y debió pensar que nadie puede despedirse de sus seres queridos si no hay un rostro, en paz, al cual dirigirse. De modo que en su testamento dejó constancia de que en el espacio que su cabeza ocupó en vida, debía colocarse la de un maniquí de su elección y ser exhibido así en el ataúd.
Cojoncio, el albacea del pueblo, tal y como corresponde al rigor de su trabajo, consiguió que se cumplieran todas y cada una de las exigencias del fenecido. Y los allí presentes, en un ambiente de profundo respeto y seriedad, pudimos despedirnos como Dios manda del trajeado e impoluto cadáver de Hierónides.
Así como de su cabeza con peluca de cresta verde, ojos de cristal muy abiertos —uno fucsia y el otro naranja—, grandes orejas de goma y barba luenga pelirroja.