Fue en el verano de 2007 cuando me mudé en la que es mi vivienda actual. Los vecinos de al lado —los mismos que años más tarde llamarían a mi puerta para recriminarme por un acto incívico— criaban a su hija que, por aquel entonces, tenía unos cinco o seis años de edad. Aquella niña, delicada y tierna, fruto de ese amor efímero que tarde o temprano desaparece, gritaba, lloraba, pataleaba, lanzaba cosas y desobedecía.
A diario, a través de las paredes que creemos nos confieren intimidad, yo oía, tanto al padre como a la madre, impartirle educación sin apenas éxito, en exclamaciones tan perentorias como desesperadas, tales como: «¡Basta ya!», «¡Se acabó», «¡Porque lo digo yo!». Pero bien entrado el primer invierno de mi independencia, aquella pareja cambió de táctica, según mi parecer, con mucho oficio.
Eran las siete de la tarde y me disponía a salir. Justo cuando abrí la puerta, también se abrió la de los vecinos. De inmediato, a pasitos precipitados, salió la pequeña profiriendo un intenso grito que sonó a desafío. El padre y la madre, ignorándome y calmados como hacía tiempo que no los veía, le dijeron: «Pues vete si quieres. Ya vendrás cuando te canses», y entornaron la puerta, quedándose dentro.
Aquella criatura menuda, en apariencia desvalida y también ignorándome, se dejó caer de rodillas, en silencio, en medio del rellano. Alzó sus manitas en un gesto de invocación solemne. Luego, bracitos en alto, las cerró en dos puños enrojecidos, y los dejó caer golpeando el suelo una y otra vez, al tiempo que se desataba en berridos de vehemencia inhumana.
Al cabo de un par de minutos eternos, justo cuando empecé a cerrar mi puerta con llave y aquella reveladora manifestación de ira parecía desvanecerse en agotamiento, la pequeña apoyó sus manitas en el suelo y, como una penitente, empezó a estrellar su cabeza contra él. Encima, aquel llanto desquiciado no solo recobró vigor, sino que fue acompañado de hirientes alaridos que superaban en intensidad al de los animales prehistóricos más enloquecidos.
Yo contemplaba admirado y sobrecogido, tanto por la dureza de las baldosas del rellano como de la ciega obstinación, similar a la de un pistón hidráulico, de aquel arrebato automutilador. Entre el bum bum bum de los impactos, no me cupieron dudas de que aquella dulce criatura, el día de mañana, sería una persona admirable y luchadora, desgastándose en favor de causas nobles y necesarias.
Y en esas me fui, pensando que los padres habían obrado con sabiduría. Porque en lugar de los gritos, órdenes y amenazas del pasado, e incluso de la imposición de la fuerza física porque sí, utilizaron el empirismo. Al margen de la causa del enfado de la pequeña, con toda probabilidad tan infundado como inocente, padre y madre enfrentaron a su hija con esa realidad dura e inapelable que todo humano tiene que conocer, y por consiguiente aceptar, en un momento de su vida más temprano que tarde.
Esa realidad que te obliga a conformarte y a gestionar tu frustración. Que te enseña a perder y a resignarte, y que no todo lo que deseas se va a cumplir o te será concedido. Y que, por mucho que luches, por fuerte que grites, por muchas lágrimas que derrames, hay fuerzas humanas, morales, normativas, burocráticas, etc., que te vencerán porque son superiores.
Al cabo de dos horas de deglución alcohólica volví a mi piso. Recuerdo que en el rellano agucé el oído, pero todo estaba en silencio, y cuando entré en la solitaria calidez de mi hogar no puede más que pensar:
«Bienvenida al mundo que te ha tocado vivir, pequeña. Para ti esto no acaba más que empezar».