10/5/21

29. Libido eclesiástica

    El Padre Esperancejo camina, flemático, de un lado a otro de la clase en un silencio solemne y calculado. La luz aséptica de los fluorescentes confiere un brillo desapasionado a su cabeza tonsurada, y cierta aura pálida apenas visible en el contorno de su silueta espigada. Haciendo gala de su rijosa e indisimulada lascivia, y no por ello percibida por quienes le escuchan, decide el Padre Esperancejo que es la persona adecuada para aclarar las dudas incipientes acerca del sexo. 

    —Sé que sus cuerpos están cambiando, y sé de sus deseos y dudas. —El ápice de la lengua del Padre Esperancejo humedece cadencioso su labio superior, de una comisura a la otra.

    —Y sé lo que cuesta confesar esas dudas, por tal motivo que he decidido ayudarles. —El Padre Esperancejo ladea la cabeza y cruza las manos sobre su pecho, como si sostuviese un Sagrado Corazón.

    —Adorables niños, yo también tuve vuestra edad, y aunque el Señor me reclamó joven, también padecí vuestras cuitas y zozobras. Mi responsabilidad como pastor de este rebaño, es la de aclarar cualquier incertidumbre que podáis padecer. Así, con sinceridad y sin miedos, preguntad todo cuanto queráis saber sobre las vicisitudes de vuestra naturaleza anatómica. No hay que sentir remordimientos. Después de todo, nuestro Señor nos hizo a su imagen y semejanza. Él, en su infinita sabiduría, comprende vuestros pecados y el abocamiento a cometer sucios y denigrantes actos...

    Después de aquella perorata de aquel día pretérito, los monaguillos descubrieron por los siglos de los siglos, que cuando una plegaria no es correspondida, en algún lugar del mundo uno de ellos es sodomizado.


6/5/21

28. Los pelos

    De un tiempo a esta parte el gremio de esteticista, barberos y peluqueras ha adquirido una importancia sobredimensionada. Se les necesita más que nunca y me consta que no están trabajando en la clandestinidad. El otro día, la imagen que me devolvió el espejo no me hizo ni puta gracia y me pasé el «cortapelos» por la sesera. Es un coñazo estar en dura pugna con tus pelos porque crecen contigo hasta que la cascas, pero admitámoslo: somos los animalitos más feos del reino. Y no por el fondo, que también.

    Por ejemplo, yo permanezco inmóvil y los pelos crecen. Y también las uñas, la nariz, y las orejas. El crecimiento de las uñas lo tengo bajo control porque las veo, así que me las corto cuando empiezan a tornarse aguileñas. El de las orejas y la nariz es inevitable, lo que supongo que en un futuro cercano mutaré en algo que ni H. P. Lovecraft pudo concebir en su momento más inspirado. No tenemos una buena armonía con nuestros pelos; nos obcecamos en hacerlos desaparecer o reducir su número y longitud, pero son de naturaleza indómita y enraízan donde nunca tuve. Y donde tuve también.

    Nacen condenados, hirsutos y arborescentes. En las cejas, con una curvatura dura como la alcayata. Largos y solitarios en el omóplato, como el salto del astronauta en la luna. Los de la sobaquera, largos y hacinados como la brocha para el afeitado. En las orejas, sedosos como los de un coño virginal. En la tocha, bárbaros y enredados, emparentándose a veces con los del bigote. Espléndidos en los lunares y las pecas, como parientes pudientes. Alrededor de los pezones, como galaxias en expansión. Muy curiosos y peinados en los dedos de los pies. Tiernos y acogedores en el perímetro del ombligo, como el nido de un gorrión. Imprevisibles en el pubis y en el forro de los cojones como el dibujo del relámpago en la tormenta.

    Y por último los pelos íntimos de toda la vida, aquellos que incluso en los momentos más sucios e inconvenientes custodian todo lo que sale —y entra— por el tercer ojo: el sacro anillo crepuscular del esfínter.

    Qué feos que somos, hostia.


3/5/21

27. Con el sudor del de enfrente

    Hay dos obreros trabajando en una empresa ferroviaria. En realidad, como todo trabajador, son dos esclavos. 

    Uno está frente al otro y ambos pican con fuerza sobre los clavos de los raíles con el fin de fijarlos a los durmientes de la vía. Uno de ellos es un hombre muy mayor, pero no lo suficiente como para jubilarse, pues todavía le queda todo un año para la libertad. El otro obrero es un muchacho muy joven que hace un año se incorporó a la empresa. 

    Ambos tienen mucha suerte: uno por conservar su trabajo y el otro por encontrarlo. 

    El esclavo viejo le dice al esclavo joven que él también empezó a trabajar a una edad temprana. Le explica que lleva cincuenta años picando en la vía, que ha tenido tres ascensos y que olvidó con qué categoría profesional entró en la empresa. El esclavo joven le dice al esclavo viejo que tiene dieciocho años y que ha entrado con la categoría de ayudante de aprendiz de manobre.

    Bienvenido al presente y futuro laboral. 

    Dignifícate.


29/4/21

26. La solución está en la gota

    Vamos a dar por sentado dos cosas: el dinero no da la felicidad, pese a que es preferible llorar subido en un Ferrari que debajo de un puente, y que la salud es lo más importante. Pero más importante que la salud es el agua. O al menos en mi curro. Y si no que se lo pregunten al minero Fulgencio —al que llamo así para preservar su anonimato— que como tantos otros de los que curraban y curramos allí, además de beber del agua que ya te proporciona la empresa, se traía el agua comprada del súper para rendir cuenta de ella durante toda la jornada o la media hora del bocadillo.

    El caso es que cuando Fulgencio abría la nevera para echar mano a su botella de agua, ya estaba empezada e incluso la peor de las veces, medio vacía. Y de nada valían sus iracundas represalias al respecto, amén de que en la mina y como en todos lados hay buenos y malos. Hoy en día ya no ocurren cosas así, ya que acarrearía consecuencias inmediatas. Pero la mina de antaño no era la de ahora. Y Fulgencio, que tenía ya muchos tiros pegados y sabía con exactitud con qué clase de gente estaba trabajando, sabía qué hacer para acabar con esa situación.

    Según me contaron diversas fuentes mineras jubiladas —y aquí soy narrador fidedigno—, Fulgencio, a primera hora de la jornada y delante de todos sus compañeros de relevo, desenroscó el tapón de su botella de agua. Dejó tapón y botella encima de una de las mesas del comedor y ante un público pazguato, con gran ceremonia, desenfundó su polla medio erecta de la cual, de la punta del sonrosado glande, refulgía cual perla mágica una gota de baba preeyaculatoria. Gota que hizo desaparecer esparciéndola con gesto circular por el borde del orificio del cuello de la botella.

    Acto seguido enroscó el tapón y metió la botella en la nevera. Se dio media vuelta y con la polla aún fuera —algunos más tarde dirían que ruda y viril— pero sin gota destellando, dijo a aquellos que no le quitaban ojo de encima: «A ver quién es ahora el hijo de puta que se amorra a la botella». 

    Después de aquella impúdica actuación teatral, nadie volvió a tocar una botella de agua que no fuera la suya.

    Qué grande, Fulgencio.



26/4/21

25. De la risa y la comedia

    La comedia española y yo no nos llevamos demasiado bien. Sobre todo y salvo alguna honrosa excepción con la de los últimos treinta y siete años —más o menos—. Sin ir más lejos, el otro día me pertreché de valor —por aquello de darme una oportunidad una vez más— y me dispuse a ver Yucatán (2018). Y una vez más se me hincharon las pelotas de tedio, me invadió una profunda desazón y a los treinta y pico minutos ya la había relegado al olvido.

    ¿Qué hostia ha pasado? No ha vuelto a surgir un tándem tan descacharrante y soberbio como el formado por Esteso y Pajares, precursores indiscutibles del despechugue explícito y el coño tupido. La maestría contrastada de Lina Morgan, Antonio Ozores, Gracita Morales, Rafaela Aparicio, Paco Martínez Soria, etc., sigue sin ser superada y sentando cátedra. Una y otra vez me encuentro con un abochornante compendio de tramas «parvularias», protagonizadas por seudoactores y actrices cuya gracia es equiparable a la misma que tiene un vaso rebosante de pus caliente. 

    Ya no se ruedan genialidades tales como El E.T.E. y el Oto (1983) de los hermanos Calatrava, en la que retuercen el sentido del ridículo elevándolo a proporciones ciclópeas. Ni qué decir de Eugenio en la no menos brillante Un genio en apuros (1983), donde el humorista catalán se interpreta a sí mismo en una trama adelantada a su tiempo. El panorama es desolador: antaño, la comedia española, en su entrañable ingenuidad, te abría el pecho de la risa y las carcajadas se derramaban a borbotones.

    Ahora no es más que un montón de heces malolientes y humeantes, olvidadas en el arcén de algún recóndito camino de carro de la España profunda.


22/4/21

24. Los libros

     Como que mañana será el Día del Libro, me uno a la entrada obvia. Aquí van algunas recomendaciones.

    Para los que nunca habéis amorrado el hocico a un libro pero sabéis cómo son, os recomiendo una lectura sencilla y asequible como es El libro gordo de Petete. Como ya es sabido, Petete fue un ilustre pingüino que practicó la docencia televisiva en apariciones de uno y dos minutos. Nadie, en tan breve espacio de tiempo, enseñó tanto. El total de sus eruditas enseñanzas fueron recopiladas en un tomo de incalculable valor. Si os decidís y es vuestra primera vez, sabed que los libros se leen de izquierda a derecha y el proceso es indoloro.

    A los que os van las prosas simples, lineales y poco creativas, os sugiero la obra de Lucía Etxeberría. Da igual el libro que elijáis porque todos son un poderoso laxante y acabaréis sentados en el retrete con el careto desencajado. Si por el contrario tenéis cierta predisposición académica y ya os habéis leído el listín telefónico de cuando existía en formato físico, podéis empezar por el DRAE. Si resulta que no lo tenéis, entonces os leéis los prospectos de los medicamentos que tengáis en casa, y así de paso miráis si alguno está caducado.

    Si lo tuyo son las grandes obras de la literatura universal, cuya riqueza narrativa en cada frase, en cada párrafo, en cada página, es una enseñanza inmortal a la humanidad, no puedes dejar pasar obras magnas tales como Kamasutra sin límites de Beatriz Trapote, Ambiciones y reflexiones de Belén Esteban, y Lo que me sale del bolo de Mercedes Milá. Tu vida ya nunca volverá a ser la misma.

    Pero si tú lo que quieres es una lectura sencilla, didáctica y aprender mientras lees, tu libro es Aprenda usted magia del esperpéntico maestro Juan Tamariz. Desde luego que no te convertirás en David Coperfield, pero a lo mejor hasta aprendes a tocar el violín. Y encima no acabarás en la taza con diarreas atroces.

    Y por último y más importante: el libro que nunca bajo ningún concepto debéis leer y ni siquiera abrir, es el Necronomicón, del árabe chiflado Abdul Alhazred. Los últimos desaprensivos en leer el libro lo hicieron en 1981, en el sótano de una desastrada cabaña ubicada en los bosques de Tennessee, y acabaron todos jodidos de remate. Más os vale leer un libro de recetas de cocina, La historia interminable, aunque nunca sepáis cómo termina, o el manual de la Termomix.


19/4/21

23. La parálisis

    Hubo una tarde veraniega en la que me encontraba sentado en el campo en plena meditación, como un discípulo de Osho a punto de levitar. Alguien a mi lado me pasó un sebsi y en un gesto de ignorancia consciente, inhalé el humo del polen de la planta del kifi. La percepción de mi entorno transmutó y entré en plena comunión con la naturaleza: la brisa danzaba a mi alrededor arropándome con embeleso; la hierba crecía en un susurro de profunda cadencia y los árboles orquestaban una hechizada coreografía de ensueño. En resumidas cuentas: se me quedó cara de gilipollas y no podía moverme.

    Durante un lapso inconcreto de tiempo estuve sumido en una agradable y sedante parálisis que se vio interrumpida por una legión de hormigas que pugnaban, encarnizadas, por mordisquear con saña el forro de mis pelotas.

    Nunca más volví a repetir tan evocadora experiencia hasta que hace poco me desperté y no podía moverme. Y no porque estuviera esposado a la cabecera de la cama de alguna ramera chiflada experimentando con lo extremo; o encadenado a un altar de sacrificios de alguna secta de acólitos hijos de puta. Estaba acostado en mi habitación, cuando en el mismo instante del que tomé absoluta consciencia de que estaba despierto, también lo hice de que estaba paralizado de pies a cabeza. La ciencia lo llama parálisis del sueño. Durante los dos o tres minutos que dura, la naturaleza pasa de ti, se te queda cara de profundo acojone, te preguntas qué mierda te está pasando, y la única realidad es una inmovilidad nunca antes experimentada que no hace ni puta gracia.

    Ni que decir tiene que es mucho mejor la parálisis inducida del kifi.


15/4/21

22. La cajera

    Ah, las cajeras del supermercado, con su aroma afrodisíaco a espinaca cosmética.

    Una vez más me aproximaba a la caja de cobro cogido de la mano de mi mamá. Con mis cuatro añitos yo daba tres pasitos por uno de los suyos. Nuestras siluetas dispares contrastaban con el resplandor que se colaba por las cristalerías del complejo, destruyendo a nuestro paso haces de luz que perfilaban millones de partículas de polvo en suspensión. Atrás quedaban, desenfocadas, las latas de atún, de navajas y mejillones; el jabón, los desodorantes y las cuchillas de afeitar.

    Y allí, al fondo del pasillo, tras la caja registradora me esperaba la Srta. Manoli con su bata verde oliva desabotonada. Dos botones y dos ojales dibujando una V perfecta en el escote, tras el que se parapetaba un pecho turgente que yo miraba ensimismado, desde abajo. ¡Qué prodigiosa simetría erótica! La Srta. Manoli, reconociendo en mi turbación infantil la dulzura del amor inocente, se inclinó hacía mí obsequiando mi atención con un dulce que cogí con más celo que Gollum El Anillo Único, a la par que me invadió su evocadora fragancia a quitaesmalte y chicle de fresa ácida.

    Una vez más, mi cajera preferida, convirtió aquel momento en un estado próximo al Nirvana. Estado divino en el que hubiera continuado durante todo el día con mi caramelo, de no ser porque la Srta. Manoli, pellizcándome con delicadeza mis sonrosados mofletes hasta el punto de deformarme la carita, me devolvió a la cruda realidad exclamando: «¡Hay que ver, pero qué niña tan mona!».


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