15/3/21

13. Cosas importantes

    Está claro que el confinamiento nos ha quitado cosas en favor de otras. Por ejemplo: echo de menos los conciertos y nada el trabajo. Casi tenía superado lo primero —si es que tal cosa se puede superar—, cuando me entero de que el único programa que sigo de toda la mierda televisiva —si no me duermo antes— deja de emitirse por tiempo indefinido.

    De inmediato me vine abajo, contuve el llanto, y de pronto salí al balcón puños en alto para escupir toda mi desdicha exclamando un «¡nooooooooooooo, hijos de putaaaaaaa!», tan intenso y prolongado que seguro perdurará en el tiempo. A todo esto, eran las ocho de la tarde y todo el jodido vecindario estaba aplaudiendo al unísono como si no hubiera mañana. Los vecinos más cercanos me miraron como diciendo: «¡Hijo de puta tú, cabronazo! ¡Ten un poco de empatía!».

    Por otro lado, ya no estoy sometido —de momento— a los cambios de turno que se dan en mi trabajo. Ahora empiezo el día taconeando en el aire sin luxación; como con la voracidad de un jabalí con piñata nueva; duermo como un bebé sedado y ya no tengo episodios de insomnio jodón. Eso se traduce en unos biorritmos que funcionan con precisión clínica: cago con la consistencia adecuada; mis eructos hacen temblar los mofletes de la vecina y cuando me cuesco la sonoridad es idéntica a la de una sábana desgarrada con energía. 

    Es verdad que esta situación anómala nos está privando de muchas cosas. Pero también nos brinda la oportunidad de vivir al ralentí —que falta nos hacía—, cambiar la perspectiva y valorar lo que de verdad importa. O sea: quizás no es importante que ya no se realicen nuevos programas de Cuarto Milenio, pero por poco pelo que tenga empiezo a necesitar con urgencia a un peluquero.


11/3/21

12. Pegamentos y contagios

    Aunque algunos lo tienen larvado, siempre se ha dicho que el cerebro humano es un órgano prodigioso. El mío, por ejemplo, no deja de sorprenderme y no es por su escaso cociente intelectual, sino que funciona con movimientos reflejos, como los pulmones, el corazón o los párpados. No depende en absoluto de mi voluntad. 

    De hecho, ahora mismo estoy escribiendo como un autómata cuya única programación es el tecleo. Pero cuando se cansa se queda al ralentí y cuando se relaja es peor: dibujo un encefalograma plano, mis facciones se diluyen en una inexpresión gelatinosa, no paro de desbabar y me comunico a base de uuungs y gñeees.

    Creo que este deterioro lastimoso tiene su origen en el hecho de que comiera tanto pegamento de pequeño. Un día, mi madre me llevó a la consulta del pediatra porque me dolía la barriga a horrores. El bueno del doctor Sabiniano, bregado en mil situaciones con no menos infantes, me preguntó: «¿Has comido algo que pueda haberte sentado mal?». Y yo respondí con inocencia: «Pegamento». Don Sabiniano adoptó unos rasgos que decían: «Collons, en la universidad no te preparan para casos así». Mientras que mi madre, conmocionada por entero, profirió: «Ay, verge. Con la de cosas que hay de comer en casa».

    Mi pegamento predilecto era el Supergen, que pese a ser incoloro desprendía un suave aroma adictivo y poseía una textura muy apetitosa, parecida a la del chicle varias veces mascado. El Bully era de un prístino color blanco y no es que no fuera apetecible, pero no se apelmazaba lo suficiente para masticarlo y tenía un retrogusto petroleado. El Nural me llamaba mucho la atención porque era de un intenso color naranja, pero maloliente como el sobaco de un troll, por lo que nunca llegué a catarlo. Y del pegamento Imedio para qué hablar, si era un miembro más de la familia ideal para complementar la merienda.

    Y a todo esto, como que en este país se hace todo tan bien y somos muy obedientes, no me queda más que estar tranquilo: la desescalada será un éxito y el biorriesgo no se dará lugar porque nadie me pegará el covid. 


8/3/21

11. La extraña mutación que aconteció en el 8-M

    Atención, algo muy extraño le está sucediendo a Misándrica. Pero empecemos por el principio.

    Son las cinco de la tarde y a Misándrica le están creciendo un par de testículos. A ver si me explico: ahora mismo, los cojones nacientes de Misándrica son más grandes que la propia Misándrica. Lleva horas enmudecida intentado encontrar, entre la perplejidad, el horror y la fascinación, un sentido a su abominable trasformación.

    Sobre las tres y media de la tarde, mientras se atusaba con distracción su frondoso vello axilar tumbada en el sofá, comenzó a sentir un lacerante picor en su tupido tabernáculo. Esto, en principio, no la preocupó demasiado. Desde su primera menarquía que no higienizaba sus partes nobles, por lo que acostumbraba a hospedar a una innumerable forma de vida parasitaria en dicha zona. Sin embargo, después de aquel picor incómodo notó una molesta sensación de tirantez, por lo que se despojó de las bragas, se incorporó hasta quedar sentada, abrió las piernas y contempló que de ella pendía un escroto que albergaba sin atisbo alguno de dudas, un buen par de perfectos y ovalados testículos que pendulaban en insolente armonía rozando el suelo.

    Se llevó una mano a la boca para acallar un llanto floreciente, mientras que sus ojos miraban frenéticos en todas direcciones buscando alguna explicación. Lo primero que pensó fue en ir a la cocina, hacerse con el cuchillo más afilado, cercenarse el escroto y luego tirarlo a la basura. Desde luego y nunca mejor dicho, tenía huevos para hacerlo, pero desechó la idea de morir desangrada, y profirió una risotada histriónica por la incomprensión de aquella situación desquiciante. 

    Se le ocurrió que podría llamar a urgencias, que vendrían a por ella, la llevarían a quirófano y le extirparían aquel par de malditos cojones. Pero justo cuando se disponía a alcanzar el teléfono, a los dos primeros pasos se elevó en el aire y sus pies dejaron de tocar suelo. Su escroto, ahora compacto y redondo, aumentó al tamaño de un seiscientos. Misándrica se encontró sentada sobre sus propias pelotas en un precario equilibrio, oscilando como una boya en altamar, hasta que la gravedad ganó la partida y rodó hacia delante impactando de bruces. 

    Su cara se estrelló produciendo un sonido sordo, pero Misándrica era una mujer dura y no se permitió ninguna lágrima, aun cuando el dolor de haberse roto el tabique nasal y un par de dientes le laceró el rostro como un latigazo de fuego. Misándrica permaneció unos segundos aturdida en un mundo de sombras. Pasados unos minutos recobró la visión y en un gesto inconsciente pasó el dorso de la mano por la cara, ensangrentándola. Ante ella tenía el ancho pasillo que en poco más de siete metros acababa en la puerta de entrada de su piso de planta baja. Sólo tenía que cubrir aquel tramo de superficie, alcanzar el pomo de la puerta y salir a la calle. Una vez fuera, la masa manifestante unisex del 8-M la verían y los menos cobardes acudirían en su ayuda. 

    Intentó ponerse en pie pero le resultó imposible, así que pertrechada de esperanza y con la resolución que otorga el instinto de supervivencia, empezó a arrastrarse como una criatura de pesadilla. Desde el suelo y con el peso que tenía que desplazar, aquellos casi ocho metros de pasillo parecían la distancia insalvable de una autopista. Se arrastró resoplando con dificultad, intensificando a cada movimiento de piernas y brazos el dolor que palpitaba furioso en su nariz destrozada.

    En aquel reptar tortuoso sintió las miradas solemnes de aquellos rostros enmarcados que flanqueaban ambos lados del pasillo. A su izquierda la miraban sus amigas Virginie Despentes, Valerie Solanas y Margarita Nelken. A su derecha y con igual impasibilidad, la contemplaban Pauline Harmange, Sulamith Firestone y su médico de cabecera, Josef Mengele. Todas ellas fueron personas a las que quería y admiraba, por lo que se infundió ánimos diciéndose a sí misma que no podía fallar. Tenía que lograrlo y despertar victoriosa del delirio enfermizo en el que estaba inmersa.

    Cuando parecía que el pomo de la puerta dejaba de ser una mera visión a ser algo palpable, el escroto de Misándrica volvió a crecer hasta quedar atascada. Las paredes se agrietaron desde el suelo hasta el techo. El piso entero gimió y los cristales por donde entraba la luz azul de la noche se resquebrajaron. Sus cojones no paraban de crecer. Los ventanales y las paredes exteriores estallaron como metralla mortal en todas direcciones, ocasionando múltiples bajas. El escroto de Misándrica se extendía por la civilización como un alienante mar de lava y ella, desprovista de toda cordura, abrasaba sus cuerdas vocales en gritos desgarradores de sinrazón e impotencia.

    Los cojones de Misándrica crecieron sin parar más allá de la muerte. Más allá de todo. Con los primeros rayos del sol nadie se acordó ya del 8-M, y el caos se adueñó del mundo y en pocas semanas la locura del universo.




4/3/21

10. Oda a la mujer gorda

    El verano pasado hice como Eva María en tiempos pretéritos. Me hallaba tumbado sobre la toalla en actitud reptilesca planchando la oreja —concretamente la izquierda—, cuando sentí, de súbito, un rumor que parecía provenir de las profundidades de la tierra. Me incorporé entre perplejo y sobrecogido, pues mi vista alcanzó a ver a una gorda que, carente de todo complejo y con gran alegría, trotaba por una playa atestada. Sus carnes de generosidad apabullante ondeaban majestuosas como sábanas desplegadas al viento, y sus mastodónticas pisadas levantaban explosiones de arena como si se tratara de minas antipersona.

    La aparatosa plasticidad de los movimientos de aquella oronda criatura confería a aquel espectáculo fascinantes connotaciones poéticas. 

    Aquel estandarte personificado del sobrepeso sádico se metió en el mar, y el tsunami provocado anegó sin piedad toda la costa del Pacífico, aniquilando toneladas de civilización y recuperando todo aquello que se le fue arrebatado. Mientras, en el foco de origen, el día era espléndido y el sol te asaeteaba desde todos los ángulos como si hubiera varios. La gorda, confiada y divertida, jugaba a elevar su grasienta anatomía con cada ola que llegaba y, como pasa en todas las playas, una ola de proporciones gigantescas elevó a la gorda a alturas imposibles. 

    Como si estuviera en lo alto de una atalaya, justo en el punto álgido de la ascensión, aquella abominación de grasas mal metabolizadas profería agudos chillidos una octava por encima de los delfines. Los edificios adyacentes se agrietaron, una tercera parte de los casquetes polares se desplomaron, y todas las alimañas de la Tierra —incluido el mismísimo Kráken— se removieron en sus agujeros, aterradas. 

    Instantes después, la gorda descendió con gran fuerza y desapareció bajo las tumultuosas aguas. Segundos después, reapareció varada en la arena en un amasijo indescriptible de carne amorfa, algas y medusas aplastadas. Con torpeza teatral, se irguió y se encaminó con pesadez a una toalla que bien podría albergar a cuatro matrimonios juntos. Delante de la toalla y con los pies clavados en la arena, aquella pesadilla de lorzas ciclópeas que ya nunca podría olvidar, oscilaba adelante y atrás para acto seguido y sin intención alguna de evitarlo, derrumbarse como la losa de un mamut.

    En la playa hay gente gorda y fea, y mierda flotando en el agua. 


1/3/21

9. A las andadas

    Hace muchos años, cuando algunos ni siquiera sabían que existía la palabra pandemia, aprendí en los comics de la Marvel que el material más duro de cuantos se conocen es el carbino —aparte del adamantium y el vibranium, claro está—. Ahora vendría el chiste fácil y podría decir que más duro es el olor de los pies, cuando no la halitosis sulfurosa o el efluvio mefítico del sobaco, que también. El caso es que lo más duro que existe es el ser humano, o para ser más exactos, su instinto de supervivencia que, claro está, es connatural al de su extrema hijoputez.

    Como somos el patógeno más cabrón de cuantos se conocen, hemos superado el virus de la peste bubónica, del ébola y de la gripe española. Dentro de unos años lo haremos con el SIDA y dentro de poco con el coronavirus. Lo cual se traducirá en una vuelta al maltrato de nuestro entorno a todos los niveles. Volveremos a llenar de mierda bosques y océanos; el cielo de las grandes ciudades volverá a ser el gris del cemento y los animales volverán a recular ante la amenaza de nuestra presencia.

    Como que dejaremos pasar la oportunidad de reconciliarnos con nuestro planeta, confío en que la naturaleza, que siempre va por libre y tiene sus propios planes, el día más inopinado decida ajustar cuentas. Puede parecer algo drástico porque no hace distinciones, pero es que hace falta mucho más que un virus para acabar con tanto hijo de puta.


25/2/21

8. El virus

    Si tuviera que imaginar un futuro en el cual no nos exterminamos, sería aquel que atendiera a las leyes de la robótica que nos diera a conocer Isaac Asimov. Los androides —o como se quiera llamar— y cualquier vida artificial que fuéramos capaces de crear, estaría destinada a realizar todos los trabajos: los buenos, los malos, los de mierda y los que no son ni una cosa ni otra. Nosotros, al no tener que vender nuestro tiempo, dispondríamos de él en su totalidad y cualquier actividad, incluso las básicas como nacer, cagar, comer, beber, mear, dormir, follar y morir, adoptarían insospechados matices de creatividad nunca antes experimentados.

    Algunos humanos seguirían invirtiendo su tiempo en el progreso de la medicina, la ciencia y la tecnología. Pero está claro que la mayor parte de la humanidad continuaría cultivando sus rasgos más característicos e inherentes: usura, puteo, molicie, etc. Y todo esto orquestado a placer por la presencia secular del Gran Hermano. Por supuesto, tal planteamiento apunta a la ciencia ficción cutre, gestada desde mi realidad que no tiene porqué ser la tuya.

    Con toda esta brasa, lo que quiero decir es que por mucho que el tiempo pasa, nada cambia en realidad. Estamos en una pandemia y nos repiten una y otra vez que nos quedemos en casa. No obstante, a partir del día 13 o 14 reincorpórate al curro que hay que reactivar la economía y cuando acabes tu jornada, regresa a casita que el confinamiento todavía no ha finalizado. Es más, puede que se alargue hasta mayo. Supongo que ante semejante contradicción ya nadie duda de que los que manejan el cotarro anteponen la pasta a la salud.

    Cada cual tendrá su cábala sobre el origen y el porqué del coronavirus, aunque yo ni siquiera me lo planteo. De hecho, hace años que soy un descreído de las versiones oficiales y de nuestra especie, además de proclive a creer que todo lo que ocurre —y deja de ocurrir— obedece siempre a un oscuro mundo de intereses creados. Y no, en concreto, para mejorar los del proletariado en todas sus formas, antes y ahora. Esto no va a cambiar aplaudiendo desde los balcones —ni desde ningún sitio— por bienintencionado que sea el gesto. Y aparte de la resignación que hay que gastar para vivir con todo ello, no me hace ni puta gracia.




22/2/21

7. Contagio escolar

    Ahora que vivimos en una pandemia —la primera de nuestra vida, ¡qué emoción!— los churumbeles no tienen que ir al colegio. Este hecho inusual me ha recordado cuando el colegial era yo. Ahora no sé, pero en mis tiempos de instituto, el alumnado de mi clase tenía un común diferenciador: los vagos y los aplicados. Obvio y para no darme importancia, yo estaba en una respetable posición intermedia.

    El profesor, confiando en lo honroso de su profesión, colocaba al alumno vago al lado del alumno aplicado, con la noble intención de que el alumno vago se contagiara de la actitud del alumno aplicado. Pero ocurría el efecto contrario: el alumno aplicado terminaba contagiándose de la actitud indolente de su compañero de pupitre. Con lo cual, el profesor ya no tenía un alumno vago, tenía dos. Es más, como el profesor no estuviera al loro, en pocos días corría el riesgo de tener a toda la puta clase infectada de holgazanería extrema.

    Total, que aquella mierda se pegaba.

    Cuando eso ocurría, el profesor identificaba el foco de infección —solía ser un grupo de cuatro o cinco portadores—, y lo aislaba del resto de estudiantes asintomáticos colocándolo en la esquina más alejada del aula. De hecho, me consta que parte del profesorado hacía lo propio, a fin de evitar que la pereza se propagara y derivara en una jodida pandemia de los cojones y afectara a todo el centro.

    En fin, que cuando los churumbeles tengan que volver al colegio, pobrecillos, alucinarán más que cuando yo veía a Mazinger Z emerger del agua. Más que nada porque a lo mejor ya se han contagiado entre ellos sin saberlo, mucho antes de que empezara toda esta movida vírica. Aunque en mi caso, ni contagio, ni infección, ni pollas en vinagre: mis padres siempre me han asegurado que desde la primera vez a la última que entré en un recinto de enseñanza, la vagancia me venía de serie.




18/2/21

6. Los ocho mandamientos de VOX

      PÁGINA 8.236, BLOQUE 1.411, EXTRACTO 490, PÁRRAFO 98, ANEXO 4:

    De lo que debe hacer en un bar un votante cretino de VOX perteneciente al Opus Dei.

1. El cretino se dirigirá a cualquier bar comprendido en la zona de Cataluña, habiendo  comprado antes morcilla de Burgos.

2. El cretino pedirá al camarero que le sirva una taza de café con leche, puntualizando que la taza no debe llevar dibujado el escudo del Barça ni la Señera.

3. El cretino se bajará los pantalones hasta los tobillos procurando una visibilidad perfecta de sus calzoncillos slip

4. El cretino, con la mano derecha, mojará la morcilla tres veces en la taza de café con leche, para luego lanzarla detrás de él sin más gesto que el requerido para tal acción.

5. A continuación, también con la mano derecha y sin apartar la mirada del camarero, el cretino derramará con gran ceremonia y sin mover un solo músculo de la cara, el contenido de la taza de café con leche sobre su propia cabeza.

6. De seguido y de esta guisa: pantalones bajados hasta los tobillos, café con leche derramado en su calva y un semblante impertérrito, entonará con la boca cerrada el himno nacional del Estado español.

7. Después, el cretino disfrutará con plenitud del desconcierto de la concurrencia catalana del bar que no se coscan de lo que está pasando.

8. Por último, y habiendo seguido con rigor los siete pasos anteriores, el cretino votante de VOX perteneciente al Opus Dei, jamás volverá a requerir los servicios de cualquier camarero que trabaje en Cataluña, cuyo nombre no sea Jesús, María y José.


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