Como en otras ocasiones, nuestros encuentros culminaban al caer la noche, en el desván de la casa de su abuela. Aquella fue la última vez y he olvidado por qué. Yo estaba bocarriba, tumbado en aquella cama de segunda mano del siglo XIX, y ella encima de mí cabalgando como una salvaje amazona. La cama aguantó una vez más el bombeo, y el sudoroso movimiento pélvico de mi compañera propició que ambos estalláramos como dos supernovas. Justo en aquel momento de placer expansivo, una generosa cagada de pájaro —que bien podría ser la de un pterodáctilo— apareció en el cristal del tragaluz como un esbozo repentino. Ella, ajena a aquel cacho de estiércol corrosivo, recordaría aquel gozoso momento en la adoración que hizo florecer en mi rostro colmado. Por el contrario, yo a ella la evocaría en todas las cagadas de todas las aves de la creación. Y todavía la tengo en la cabeza. A ella y a aquella cagada.
Aquella enorme mierda aviar entre nosotros dos y las estrellas.