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6/4/23

228. Santa locura

    En realidad la decisión no fue tan complicada. Sólo se trataba de dar con el escenario adecuado. Los miles de desplazamientos vehiculares que se dan en Semana Santa, tanto de gente solitaria como de grupos y familias que desconectan de sus rutinas autómatas para huir del temperamento urbano y abandonarse a la ebriedad bucólica, era perfecto.

    Yo era uno más de esos miles de cuerpos frágiles, en movimiento largo y constante, gracias a máquinas menos complejas pero más resistentes que nosotros. A los pocos kilómetros de conducción, unas nubes negras empezaron a llorar en abundancia como un presagio de lo que iba a ocurrir. Empecé a acelerar y noté, como nunca volvería a hacerlo, la ciega sumisión del pedal bajo mi pie y la suave obediencia del volante al capricho de mis manos, dirección a un futuro escogido, mientras las torrenciales lágrimas del cielo se desplazaban por el parabrisas hacia un pasado irreversible.    

    Por suerte no estalló ninguna de las ruedas que lo permitieron, ni hubo controles policiales susceptibles de disuadirme. Por suerte la velocidad terminal no redujo mi convicción para semejante sublimación, y el aullido del motor no se impuso al volumen de la canción elegida. 

    Por fatalidad para el resto de aquellos miles de vidas desconocidas, cedí al impulso calculado de dar un volantazo lleno de gracia, convertir el quitamiedos en historia, y recorrer el vacío lluvioso que me separaba de la concurrida autopista de más abajo, como una imparable certeza de locura, tragedia y muerte.




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