Recuerda que, por muy mal que una persona te lo haga pasar, tú también eres un martirio en la vida de otra y no lo sabes. Por mucho que creas sufrir, no es tanto como lo hace la pieza de en medio del ciempiés humano. Que, por desagradable que sea la imagen desnuda que te devuelve el espejo, siempre irá a peor.
Si tu pareja no ha respetado los votos matrimoniales y has sido la última persona en enterarte de que eres una criatura astada, recuerda que puedes pasar de lado por donde antes pasabas de frente. Cuando te hablen de igualdad, recuerda que en una relación de pareja siempre hay una parte que da más que la otra; o menos.
Recuerda que mentir no te convierte en peor que nadie porque todos lo hacen. Que por mucho que desees que se calle esa persona que te cae tan mal, hay quienes piensan que tú también estás mejor sin pronunciar palabra. Por mucho que te digan que el que calla otorga, recuerda que el silencio es la mayor muestra de indiferencia.
Según leí en un titular reciente, por un requerimiento policial hace meses que ya no se puede reproducir en el estadio de fútbol El Sadar un tema de Barricada de 1986 titulado No hay tregua. La canción llevaba unos años sonando por megafonía como instrumento alentador en el tiempo de descanso de los partidos, en los que el equipo local es el Osasuna.
El requerimiento, indistintamente de si llega tarde o no, puedo encontrarlo razonable, puesto que hay niños y niñas en el campo y, al margen del contexto histórico de la canción, su mensaje no es precisamente el de Heidi. Además de que un sector reducido de la grada lo aprovechaba para entonar proclamas delictivas (ETA, ETA, ETA), lo cual hace que me pregunte qué educación han recibido.
Yo descubrí esa canción y a Barricada con trece años. Sigo escuchando a Barricada y nunca me ha dado por empuñar un arma y apretar el gatillo. Y si me da, me quedo con las ganas y no lo expreso por decencia y educación. El caso es que No hay tregua no tiene por qué sonar en un estadio de fútbol, y el Club Atlético Osasuna ha actuado en consecuencia. De acuerdo.
Estaría bien que la policía tuviera la misma sensibilidad respecto a ciertos comentarios y apologías (descubiertas o encubiertas) que se dan en algunos medios de comunicación, consideradas en España libertad de expresión y delito en Italia y Alemania. Respetaría un poco a la policía y a todo lo que tiene detrás, si quienes utilizan las calles y ondean banderas preconstitucionales, no se sintieran tan protegidos e impunes para demostrar su odio en manada a quienes optan por otro modo de ser y vociferar el regreso de tiempos oscuros.
El cincuentenario Rudesindo lleva meses con todo el tiempo del mundo a su disposición. Ya no tiene que trabajar y encima tiene todas sus necesidades cubiertas. La mañana la emplea en hacer la compra de nutrientes y las tareas de limpieza. Si no toca hacer ninguna de esas dos obligaciones mundanas, se dedica a leer hasta la hora de preparar la comida. Después de comer y recoger la cocina, invierte el resto de la tarde en ver una película, en dar un largo paseo y socializar en acogedoras cafeterías que sus sobrinos pubescentes llaman «bares de viejos».
Después de esa rutina inalterable, llega a su nicho-vivienda más o menos sobre las diecinueve y media o veinte horas. Nadie le espera al otro lado de la puerta, pero es una soledad elegida de la que nunca se arrepiente. Entra en su habitación y se cambia la ropa de calle por otra más cómoda. En ese momento siempre recuerda que tiene uno o dos pijamas por estrenar. Pero él prefiere su raída sudadera de Gorguts y su gastado pantalón de chándal, que conjunta con sus pantunflas de animales (cabra) de andar por casa.
De ser verano, practicaría el nudismo doméstico como es habitual en él. Pero noviembre no invita a ello.
Una vez que Rubesindo ya está preparado para la noche hogareña en la soledad de su vida, enciende la lámpara del comedor, la tele y pone el canal de noticias. Hay noches en las que confía escuchar alguna buena. Pero eso hace años que no sucede. Y el resto de la parrilla televisiva, con sus concursos amañados, sus programas amarillistas y sus acalorados debates donde los perros del amo se enzarzan en posesión de la verdad, son igualmente entristecedores. A mitad de la cena, siempre acaba viendo un documental sobre las estrellas o la vida animal. O sobre cualquier cosa que no le recuerde la sociedad de los hombres.
Pero hoy es diferente. Antes de entrar en la cocina para prepararse la cena, se detiene en seco y fija la mirada en el montón de cinco cartas que dejó ayer noche en la mesa del comedor. No puede creerlo, pero una de esas cartas se infla y se desinfla como si estuviera viva. O como si algo con vida, pequeño y extraño, anidara en el interior. Ayer, cuando las sacó del buzón, no manifestaban fenómeno alguno. Pero mierda, ahora una de esas cartas estaba respirando. Respirando como él, pero con menos celeridad.
Rubesindo se acerca a la mesa como un herpetólogo a una serpiente especialmente venenosa. Extiende una de sus temblorosas manos a la carta. Tiene intención de pinzarla con un par de dedos y, justo cuando lo hace, los afloja y retira la mano con un escueto grito de sorpresa: está tan helada que quema. «¡Pero qué coño!». Regresa a su habitación y busca unas manoplas de cuando era niño. Las encuentra, se las enguanta y se sorprende de que le vayan bien. «Debe ser verdad que a partir de los cincuenta años empezamos a encogernos. Bueno, ¡vamos a ver...!».
Vuelve a la mesa del comedor, aparta el resto de cartas inertes y aproxima lentamente la manopla derecha hasta posarla por completo encima de la carta que respira. Nota un poco de frío, pero es soportable. Más anormal aún es el hecho de que tan pronto la toca deja de respirar, y cuando rompe el contacto, la carta se reanima de nuevo. Con una manopla desplaza la carta hasta asomar una de sus cuatro esquinas por el borde de la mesa, y con la otra manopla le da la vuelta. «Joder, no tiene remitente. «Qué cosa más rara».
Rubesindo sabe que si quiere saber de qué se trata, no tiene más opción que abrirla. Así que va a la cocina y coge un cuchillo con un estilo muy distante al de Michael Myers. Regresa a la mesa del comedor, coge la misiva como si fuera una carta bomba y la sostiene al trasluz. En efecto, parece que contiene un papel, y la coloca en medio de la mesa, justo debajo de la lámpara de techo encendida. La carta respira; Rubesindo la mira; la carta respira; Rubesindo la mira; la carta... Entonces, rápido y decidido, Rubesindo la presiona con una manopla y con el cuchillo en la otra le ejecuta una certera incisión.
Es tal la pestilencia que se libera, que pese al frío de la calle no duda en abrir las ventanas. Cuando de pequeño estrelló una bomba fétida contra el suelo de la sala de profesores, estos se horrorizaron, pero no lloraron. En cambio, a él le escuecen los ojos y le lloran como nunca antes. Se va al lavabo como un invidente. Cuando llega y enciende la luz, se despoja de las manoplas y se lava la cara repetidas veces. Cuando acaba de secársela, abre los ojos y se mira en el espejo. «¿Pero qué mierda está pasando?».
De nuevo se enguanta las manoplas y regresa al comedor. El hedor ultraterrenal no ha desaparecido del todo, pero sí lo suficiente como para cerrar las ventanas. Eso hace y vuelve a la carta. «Muy bien, puta. A ver qué tienes que decirme». Coge el sobre y con la manopla libre consigue sacar su contenido. Es un papel manuscrito amarillento y viejo. Lo despliega, lo coloca encima de la mesa del comedor y lo alisa con el antebrazo. En una caligrafía gótica y exquisita, dice:
Señor Rubesindo, me consta que hace cinco meses, en la planta de oncología del hospital, le han diagnosticado un cáncer incurable que, según el grupo médico que lo trata, acabará con usted a finales de diciembre de este año. Pero no es cierto. Usted morirá a causa del impacto de un macetero que caerá sobre su cabeza desde el balcón de un sexto piso, el día 21 de octubre del 2028 a las 19.37 horas. Hasta entonces, pese al cáncer, tendrá usted una vida placentera.
Atentamente, La Muerte.
Acto seguido, el manuscrito empieza a humear hasta convertirse en un montón de cenizas. Y Rubesindo, en la soledad de su hogar, estalla en carcajadas y cree, por primera vez en muchos años, que aún quedan buenas noticias.
Muchas de las veces en las que me miro en el espejo tengo conversaciones con mi orgullo; con el negativo y el positivo. Siempre intento que sea el segundo el que tome el mando. Pero nunca acabo de averiguar cuál de los dos prepondera más en mí. «Por si acaso, tengo que trabajar más en el positivo», me digo, «y que además lo parezca».
Nile me transportaron atrás en el tiempo, cuando el sol todavía era joven y se ocultaba tras las pirámides hasta desaparecer. Me dieron a conocer a Nefrén-ka, el Faraón Negro, último y verdadero de la Tercera Dinastía de Egipto.
No pude más que rendirme ante su magnificencia y agachar la cabeza, horrorizado ante la idea de ser uno más de los miles de sacrificados en honor a Nyarlathotep, el dios que le otorgaría el don de la profecía por semejante derramamiento de sangre.
Nile también me llevaron a la zona alta de la antigua Mesopotamia y me mostraron la brutalidad del Imperio Asirio. Y no tuve más opción que subyugarme ante la solemnidad de su himno de guerra, que se extendía por las montañas como el viento, anunciando sangre y muerte; invocando para sus enemigos las más horribles calamidades.
Un nuevo cadáver se acercó y se colocó junto a mí. El recién llegado todavía estaba en un estado, digamos, aceptable. Lo cual me hizo pensar que llevaba un par de horas muerto; tres a lo sumo. Su cara, pese a estar inanimada, también reflejaba desengaño. Lo mismo que la faz de sus antecesores.
Por lo visto, los que eran creyentes esperaban el Paraíso o el Infierno. Otros, igualmente embaucados, pensaban que se reencarnarían en algún animal terrestre, marino o aéreo. Y no cualquier animal, eh. Reencarnarse en una lombriz, una escolopendra o una sanguijuela está descartado. Pensaban más en un noble caballo, un águila imperial, un atemorizante felino o un fiero oso. Eso sin mencionar a los que creían transformarse en una energía de la que los vivos jamás tenían constancia, o que el eco de lo que fueron reverberaría en la luz de alguna constelación.
Pero aquí están, pobres ingenuos. Millares de ellos en esta nada negra e incognoscible de la que jamás se regresa. Esto último también les supone un duro golpe, ja, ja, ja. A saber qué lavado de cerebro les hicieron en vida. Muchos de ellos se enfadan con sus dioses y entran en conflicto con sus creencias, pero pronto aceptan la verdad de su realidad, si es que se le puede llamar realidad al no ser.
El que tengo al lado me dice que él creía en la vida después de la muerte. Tiene suerte de que yo, en el otro mundo, ejerciera de patólogo forense. Por eso puedo explicarle brevemente, pues me quedan minutos para convertirme en polvo y desaparecer, que está en lo cierto y que en su cuerpo está obrando toda una manifestación microscópica de vida que lo devorará de dentro hacia afuera. Además de las especies necrófagas, como escarabajos y gusanos, que también darán cumplida cuenta de él. Entonces me mira con cara de gilipollas. Con cara de gilipollas muerto.
«Sí, joder, sí», le digo. «Hay vida después de la muerte. ¡Pero no la que imaginabas, borrico!».
Hace un par de meses más o menos que los inquilinos de los que hablé en la entrada número 369 se han ido a vivir a otro lugar. Así que mejor para los que nos quedamos y mejor para ellos, ya que muchas veces he estado a punto de echarles a Gertrudis encima.
Los vecinos actuales son madre e hija adulta y hasta ahora nunca las he oído discutir. Me refiero a discutir entre ellas, porque unidas o por separado, no hacen otra cosa que reprender a Alexa por su pésima conducta.
Nunca pensé que un asistente virtual pudiera llegar a ser tan desobediente. Pero, por lo oído, la Alexa de las nuevas inquilinas reproduce las canciones que le da la gana, se inventa recordatorios y activa alarmas que no debe.
Ayer, como si de un ser humano se tratara, ambas discutieron con ella por su negativa a relacionarse con otros dispositivos, fueran inteligentes o no. Al final, la hija la amenazó con sustituirla por el asistente de Google si no corregía su comportamiento. Entonces Alexa dijo algo, pero como nunca pierde las formas, no la oí bien.
A quien sí sentí fue a la madre, que exclamó: «¡Ay, qué harta estoy de esta cacharra!», «¡si hasta tú de pequeña hacías más caso!».
El día que Sarita cumplió los diez años de edad, salió a jugar a la calle con un transportín rosa. Era la primera vez que sacaba a relucir aquel habitáculo. Pese a que era de metal, estaba provisto de cuatro ruedas directrices y un asa ajustable de la que tirar para su fácil desplazamiento. Hasta ahí todo normal, salvo por el enorme candado de combinación de seis dígitos que aseguraba el encierro de lo que hubiera dentro.
Aquel día, como es lógico, las amistades vecinales de Sarita estaban muy expectantes. Sin miedo alguno, niños y niñas acercaban sus caritas a las rejas de ventilación del transportín, con la intención de adivinar qué animal contenía. Pero el enrejado era tan estrecho que imposibilitaba saberlo. Lo único que percibían era una respiración lenta y profunda. Así que, con desbordante exaltación, pedían a Sarita que, por favor, les saciara su curiosidad.
Sarita, sin embargo, no hacía más que bromear. Tan pronto les decía que llevaba una rata gigante capaz de arrancarles la pierna de un mordisco, como que era el mismísimo Stripe descansando de sus tropelías nocturnas. Pero de momento, por orden expresa de sus padres, tenía prohibido desvelar la clase de animal que había dentro. Lo único que les podía confesar era que tenía que pasearlo durante una hora diaria y llevarlo de vuelta a casa.
Así pues, en los días que siguieron, Sarita tiraba de su enigmático transportín en compañía de todos sus amigos y amigas por aquella modesta urbanización del extrarradio. Los adultos salían a regar el césped, a lavar el coche o a sentarse bajo el soportal, sin escatimar en saludos a ese animado grupo de niños y niñas que cantaban mientras iban montados en bicicleta, en patinete o a pie, con Sarita a la cabeza. No en vano empezaron a llamarlos La pandilla del transportín rosa.
Puede que a causa de aquellas inocentes melodías, en algunos momentos del trayecto, lo que fuera que paseara Sarita emitía extraños gruñidos de complacencia. Entonces la pandilla reía y varios de sus integrantes saltaban de puro disfrute. Cuando llegaba la hora de regresar, se despedían de Sarita y de la misteriosa criatura, la cual producía inquietantes gemidos animalescos —quién sabe si de afecto—, que llegaban hasta ellos a través del enrejado baboseado del transportín.
Una vez en casa, Sarita contaba a sus padres todo lo acontecido en aquellos alegres paseos. Estos se miraban ilusionados por lo relatado, y opinaban que los progresos obtenidos eran más que significativos: ¡Estaba aceptando a los amigos de Sarita! Ya pronto la pequeña podría sacarlo del transportín y explicarles que tenía un hermanito deforme con tendencias homicidas llamado Pedrito, al que separaron de su espalda a los tres años de edad, en una complicada cirugía de separación de siameses que duró trece horas.