La Madre Que Parió Al Pato Negro
Blog de narrativa esquizofrénica
5/5/25
444. Caprichosa inspiración
1/5/25
443. A oscuras
Nunca había visto la ciudad tan muda y fuera de lugar. Pero es que estaba apagada y no eran muchas las almas que transitaban por ella como luciérnagas extraviadas. Los electrones habían dejado de moverse cuando gozábamos de luz solar, y ahora que era noche cerrada, parecíamos tan ausentes como la energía que producen.
Las únicas pilas que tenía en casa eran las destinadas al mando a distancia del televisor y del reproductor de A/V. Cacharros a mi disposición y en perfecto estado, como otros tantos, que por muy versátiles que fueran no me servían de nada. La situación era un buen recordatorio de nuestra dependencia y vulnerabilidad, además de que nos desnudaba y nos hacía humildes.
Creo que también más cercanos, pero no menos estúpidos.
Disponía de una buena linterna en casa —eso sí— y de las pilas que la alimentan, pero preferí encender tres velas macizas circulares más grandes que una bola de billar. Y agradecí para mis adentros que el libro electrónico tuviera la suficiente carga (me reí) como para estar leyendo un buen rato hasta que me venciera el sueño. Y eso hice, más o menos como hago siempre.
Seguro que otras personas solitarias como yo —o no tanto— también encendieron sus velas y sus libros. Y a otras les dio por la meditación y trascender su propio yo (signifique lo que coño signifique eso), como que hubo parejas de toda condición que volvieron a reconocerse y a reencontrarse. Y quién sabe si hasta redescubrieron lo que era hablarse de verdad.
Mientras que otras personas, en grupo o en soledad, sintieron el impulso ritual de dibujar un pentagrama invertido en medio del comedor e iniciar una invocación. O sacar la Ouija de debajo de la cama, anudar las tijeras en mitad de un libro, o mirarse en el espejo el tiempo suficiente que requiere la presencia del otro lado para manifestarse.
A fin de cuentas, se dice que también son canales válidos de comunicación, y todo es posible a la luz titilante de las velas. Aunque no seré yo quien lo compruebe, ni siquiera para suplicar a Dickens o a Bradbury que me enseñen algunos trucos nuevos.
28/4/25
442. En el sótano
24/4/25
441. El aterrizaje
21/4/25
440. Descanso eterno
17/4/25
439. Operación retorno
Era Semana Santa. Miles de personas ya se habían alejado de sus primeras viviendas, y otras tantas lo harían en las próximas horas. Mientras que nosotros cuatro, montados en la vieja chatarra oxidada de Crisógono, regresábamos a las nuestras con el temor de que en cualquier momento un repentino flash de luz irrumpiera en nuestra trayectoria, y en un segundo nos viéramos tele transportados a cualquier lugar indeseado.
Pero no sucedió tal cosa. Por lo visto, las fuerzas intangibles y poderosas que hasta no hace mucho habían jugado con nosotros, estaban de vacaciones como mucha gente, u obrando a su antojo con la vida de otros desafortunados pecadores. De modo que no aparecimos con el coche en lo alto de un campanario, ni al borde de un precipicio, ni dentro de un supermercado, ni en ninguna dimensión alternativa que no fuera la habitual.
Aunque ese hecho tampoco nos privó de un par de percances.
Los primeros doscientos kilómetros los recorrimos con Crisógono al volante, y como es lógico, fueron una balsa de aceite, puesto que atiende a las normas de circulación como Moisés a los Diez Mandamientos. Yo no conduzco con tanta corrección, pero cuando me tocó a mí, tampoco hubo percances destacables en los doscientos kilómetros y pico que siguieron.
Sin embargo, la placidez se trastocó cuando pusimos nuestras vidas en manos de Demenciano. Para entonces ya habíamos dejado la autopista, era de noche y circulábamos por una carretera nacional. De improviso, fuimos arrancados de cuajo de nuestro duermevela, cuando Demenciano tiró del freno de mano con la misma brusquedad con la que giró el volante, cambió su sentido de marcha y aceleró hasta ponerse paralelo al camión cisterna de cuatro ejes y treinta toneladas que, según él, lo había deslumbrado con las luces de carretera.
Ambas máquinas iban a considerable velocidad, y comprendimos que la intención de Demenciano era echar el camión a la cuneta. Pero lo que echamos en falta fue la puerta del copiloto de nuestro vehículo, cuando al primer contacto con el camión se desprendió con un intenso gemido chatarrero. Menos mal que Demenciano pensó que no era momento de desguazar el coche, así que desistió, se paró en el arcén y cedió el volante al Loco, el cual no tenía carnet de conducir, pero conducía si la situación lo requería. Como castigo, Crisógono y yo decidimos que Demenciano ocupara el asiento sin puerta, aunque a pesar de las ropas de abrigo, sabíamos que nos íbamos a helar tanto como él.
Y así fue durante los últimos doscientos kilómetros que nos quedaron por cubrir. Pero antes, tras una hora y media de conducción, el Loco se desvió a la derecha, desacelerando lo mínimo para no volcar, y entró en un área de descanso directo a una agrupación de dos adultos y tres niños, a los que desperdigó como bolos en un embrutecido arrebato de pleno al cinco. Luego continuó hasta reincorporarse a la calzada principal como si nada hubiera ocurrido.
De nada sirvió que Crisógono y yo le preguntáramos, un poco alarmados, a qué había venido eso, ya que el Loco jamás hablaba. En veinte años de amistad nunca le habíamos oído pronunciar palabra alguna. No sabíamos si es que era mudo de nacimiento, o callaba por algún tipo de reivindicación o creencia. Según cómo, era una especie de versión demoníaca de Bob el Silencioso, y lo único que hizo fue sonreír, entretanto Demenciano ya hablaba por él, exclamando que había sido una pasada.
Llegamos a nuestra ciudad de madrugada y sin más incidentes, con el parabrisas agrietado, sin parachoques, con una puerta menos y con más abolladuras que hace unas horas. Demenciano, un poco congelado, se ofreció llevar el coche a un tren de lavado, pues además de los bichos de la calandra, también había restos de los atropellados. Pero al final, Crisógono y yo decidimos que lo mejor sería hacer desaparecer cualquier cosa que hubiera dentro, junto con las matrículas y el número de bastidor, y abandonarlo en el vertedero. Y como a Demenciano y al Loco les gustaba ir allí, se prestaron a ello sin reservas.
Quizá incluso le prendieran fuego para calentarse, ya que con ellos dos, todo era posible. Al menos, ya estábamos en casa y por fin nuestras vidas volvían, digamos… a la normalidad.
14/4/25
438. Fenómeno en Semana Santa
Ninguno de los cuatro sabía cómo habíamos llegado hasta allí. La dirección clicada en el GPS era la correcta, y conducía a la sala barcelonesa, donde Impaled Nazarene desgranaría su blasfemia sonora a todos sus acólitos. Para nosotros era del todo necesario, y casi una religión, acudir a esa clase de conciertos. Ahí era donde Crisógono y yo lográbamos despojarnos de nuestros demonios, y Demenciano y el Loco encontraban la voluntad suficiente para controlar sus instintos homicidas durante unas semanas.
Pero a mitad de trayecto hubo un blanco estallido de luz cegadora, y aparecimos en un precioso pueblo andaluz (¿acaso hay alguno feo?) de estrechas callejuelas y empinadas cuestas. ¿Qué había pasado exactamente? Y ¿por qué a nosotros? Aquel no era nuestro destino más inmediato, joder. ¡Nosotros íbamos a un concierto!, así que vomitamos cual posesos una sarta de irreverencias escandalosas capaces de agrietar los cimientos más sólidos de cualquier iglesia.
Salimos del coche y lo dejamos tal cual donde aparecimos, y nos encaminamos a la abarrotada calle principal de aquel lugar inesperado. Nos preguntamos por qué había tanta gente anegándola como si no tuvieran casa, cuando de repente, las notas fúnebres de una marcha procesional despejaron nuestra ignorancia: era Semana Santa, oh, my God, y durante esos días de reflexión y fe, el cristianismo conmemoraba los últimos días de su mesías en la Tierra y posterior resurrección, hostia y amén.
Unos siniestros penitentes vestidos de negro, con sus rostros
ocultos con capirotes de igual color y grandes cruces asidas como
mandobles, desfilaban al tempo de aquella música tétrica que minaba el
ánimo y absorbía el hálito de toda alma viviente en cinco kilómetros a la redonda. Semejante cuadro era un claro
indicador de que cierta programación atávica nunca desaparecía del todo.
Tras los oscuros encapuchados, los sufridos cargueros transportaban a hombros un trono de ensueño saturado de flores y candelabros, en el que se erguía con porte solemne una estatua con los brazos extendidos hacia abajo y las palmas abiertas. La mayoría de las personas allí congregadas se persignaban, lloraban y le proferían piropos. Sobre todo guapa y guapa, aunque no contemplé belleza alguna en esa cara inexpresiva de ojos vacuos.
Crisógono, en cambio, contemplaba el desfile con mucha concentración mientras se hurgaba la nariz. Conociéndolo, estaría pensando en una belleza beatífica, que nada tendría que ver con las impresiones de Demenciano y el Loco, que solo tenían ojos para apreciar la fealdad en todas sus manifestaciones sólidas e incorpóreas, aunque ahora asistieran a la procesión como los padres que tienen que visionar El Rey León (1994) por enésima vez con sus hijos pequeños.
En otro contexto, aquel venerado cacho de madera poli cromada podría resultar atemorizante, aunque no tanto como los sentimientos que despertaba en la enajenación colectiva que nos rodeaba, lo cual demostraba que ya no quedaba nadie con la mente sana. Tan solo ocurría que había diferentes clases de locura, y en función de la que profesaras, quedabas señalado si no era la aceptada por las masas.
Poco a poco la comparsa fue alejándose hasta que la perdimos de
vista, y los tiempos que vivíamos parecieron corresponderse con el siglo actual. Por
nuestra parte, y bastante malhumorados por habernos perdido el concierto
de Impaled Nazarene, convenimos en que era hora de largarse de allí. Al
menos no habíamos recalado en Filipinas ni en cierta localidad riojana,
donde los devotos se autoflagelan hasta que brota la sangre y se prestan
a la crucifixión sin efectos especiales, ya que los impulsos psicópatas
de Demenciano y el Loco se habrían desatado y con ellos una matanza cofrade.
No cabe duda de que obran en el mundo fuerzas sobrenaturales e incompresibles, de las que el humano no es más que un mero juguete. De modo que si esas fuerzas nos quieren dejar en paz, tenemos cerca de novecientos kilómetros de asfalto por recorrer hasta llegar a nuestros hogares. Y si, por el contrario, aparecemos con nuestro coche en mitad de vuestro comedor a la hora de la comida y os jodemos la mona de Pascua, que sepáis que no es culpa nuestra.
10/4/25
437. Las montañas de la locura
No fue por desoír las serias advertencias del profesor William Dyer, ni por no tomarme en serio el testimonio de su escalofriante relato. Incluso fui al centro de salud mental a visitar al malogrado señor Danfort, y puedo asegurar, sin temor alguno a equivocarme, que nunca había visto en alguien locura más profunda y perturbadora.
Sin embargo, aquí estoy, por demasiado incrédulo y atrevido, en un remoto paraje subterráneo donde ningún humano jamás debiera adentrarse, y del que William y el joven Danfort escaparon de milagro. Quizá aquella criatura así lo permitió para que disuadieran a los idiotas como yo.
Y ahora que estoy solo, con mi suministro de luz agotado y en la más completa oscuridad, me doy cuenta de que es real. Oigo esa cosa arrastrarse, y solo espero que cuando me alcance yo ya esté lo suficientemente loco para que no me importe.
¡Qué no daría por poder volver atrás!