Misándrica estaba tumbada en el sofá, atusándose con distracción su frondoso vello axilar cuando, de pronto, empezó a sentir un incómodo picor en su tupido tabernáculo. Esto, en principio, no la preocupó demasiado. Desde su primera menarquía que no higienizaba sus partes nobles, por lo que acostumbraba a hospedar a una innumerable forma de vida parasitaria en dicha zona. Sin embargo, notaba una molesta sensación de tirantez, por lo que se despojó de las bragas, se incorporó hasta quedar sentada, abrió las piernas y contempló que de ella pendía un escroto que albergaba un buen par de testículos colganderos.
Se llevó una mano a la boca para acallar un llanto floreciente, mientras que sus ojos miraban frenéticos en todas direcciones buscando alguna explicación. Lo primero que pensó fue en ir a la cocina, hacerse con el cuchillo más afilado, cercenarse el escroto y tirarlo al primer contenedor que tuviera a mano sin atender al reciclaje. Tenía huevos para hacerlo, pero desechó la idea de morir desangrada y profirió una risotada histriónica por la incomprensión de aquella situación desquiciante.
Luego se le ocurrió que podría llamar a urgencias; vendrían a por ella, la llevarían a quirófano y le extirparían aquel par de malditos cojones. Pero justo a los dos primeros pasos en dirección al teléfono, se elevó en el aire y sus pies dejaron de tocar el suelo. Su escroto, ahora redondo y compacto, había aumentado al tamaño de un gran balón de playa, y sobre él oscilaba en precario equilibrio hasta que rodó hacia delante e impactó de bruces.
Misándrica se rompió el tabique nasal y un latigazo de fuego le cruzó la cara. Aturdida, se palpó con gesto precario la zona afectada y comprobó que al menos no estaba sangrando. Y tan pronto se le aclaró la vista, vio el ancho pasillo que en poco más de siete metros acababa en la puerta de entrada de su piso de planta baja. Solo tenía que cubrir ese tramo de superficie, alcanzar el pomo de la puerta y salir a la calle. Y una vez fuera, la masa manifestante unisex del 8-M la vería y los menos cobardes acudirían en su ayuda.
Intentó ponerse en pie, pero su escroto pesaba ya demasiado, así que, resuelta a escapar de aquel delirio enfermizo, empezó a arrastrarse cual criatura de pesadilla, gruñendo, resoplando, intensificando a cada movimiento de las extremidades el dolor palpitante de su nariz destrozada. En aquel reptar tortuoso, sintió las miradas solemnes de los rostros enmarcados que flanqueaban ambos lados del pasillo. A su izquierda la miraban sus amigas Virginie Despentes, Valerie Solanas y Margarita Nelken. A su derecha y con igual impasibilidad, la contemplaban Pauline Harmange, Sulamith Firestone y su médico de cabecera, Josef Mengele. Personas a las que admiraba y consideraba referentes.
No sabía el tiempo que llevaba arrastrándose. Momentos antes, aquellos pocos metros le parecieron la distancia insalvable de una autopista, y ahora casi podía acariciar el pomo de la puerta si arqueaba la columna hacia arriba y estiraba el brazo al máximo. Casi se veía fuera, cuando sus testículos reiniciaron su crecimiento y provocaron el estallido de las ventanas, a continuación el de las paredes y más tarde el derrumbe parcial del edificio. Con todo, a Misándrica aún le quedaba aliento para unir sus gritos de impotencia a los proferidos por los manifestantes, que corrían aterrorizados en cualquier dirección que los alejara de su abominación escrotal, la cual se extendía por la ciudad como un mar de lava.
Como es natural, nadie se acordó ya del 8-M. De hecho, dejó de importar tanto como que Misándrica muriera de sed cuatro días después. Aunque para entonces sus cojones ya habían anegado el país entero y seguían creciendo, creciendo y creciendo hasta que el caos se adueñara del mundo y la locura del universo.