Ahí estaba Demenciano, de pie bajo una sombra, luciendo un bañador amarillo sembrado de pequeñas estampaciones negras con forma de pato. Su anatomía fantasmal, blanquecina y escuálida, destacaba con anormalidad entre la orgía de cuerpos calcinados y rosados, de panzas adiposas y extremidades celulíticas que se manifestaban ante su turbia mirada.
Todos aquellos seres estaban repartidos por las cuatro piscinas del complejo. No había entre ellos muchas féminas dignas de ser penetradas, y sí muchos hombres que a partir de cierta edad causaban más rechazo que deseo. Aunque eran más las marujas decrépitas de sesenta años, y los críos odiosos de diez para abajo, los que infestaban aquel panorama antierótico recalentado de sol.
Pensó Demenciano que hubiera sido bueno para su plan hacerse con la llave que abría la sala de bombas y, una vez dentro, joder los filtros, sabotear el sistema de cloración y depuración, y convertir aquellas aguas recreativas en un gran criadero infeccioso de bacterias y gérmenes, para que todas aquellas personas felices y despreocupadas, amanecieran con cólicos, irritaciones respiratorias y erupciones cutáneas.
Hubiera sido la venganza perfecta pero no era necesario correr riesgos, ya que Demenciano llevaba dos días aquejado de una leve diarrea, y no tenía más que sumergirse hasta la cadera en el agua de las cuatro piscinas, y a lo largo y ancho de las mismas, dejar ir a voluntad y sin mucho esfuerzo, una cantidad irrisoria de materia fecal líquida para una contaminación efectiva y desapercibida.
De modo que eso hizo, entre el bullicio estival de los bañistas, a los cuales sonrió y saludó sin levantar sospechas. Terminó al cabo de una hora, complacido de saberse un infortunio para toda aquella aglomeración de víctimas propiciatorias. Y ya en su casa, con tan complaciente expectativa, se durmió Demenciano al caer la noche sin actividad sexual vecinal que lo perturbara.
Al día siguiente despertó descansado y con muy buenas sensaciones. Bajó al bar próximo a almorzar sus dos litros de cerveza de siempre y se hizo con un ejemplar del periódico local. Leyó en primera página que a última hora de la tarde de ayer, hubo que desalojar la piscina, pues sus aguas habían sido contaminadas por un parásito resistente al cloro, del cual se contagió la mitad del censo del pueblo hasta el colapso total del centro de salud.
Demenciano, acodado en la barra y observado por la sobrecogida concurrencia del bar, carcajeó con estridencia y a mentón alzado como un villano de película de serie B. Y tal y como nos enseñó Roberto Benigni en 1997, en aquel momento también creyó Demenciano que la vida era bella.