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4/4/22

123. El experimento

    Hoy he llevado a cabo un experimento —no exento de riesgo por lo impredecible del ser humano— que ha consistido en transitar por una de mis rutas urbanas habituales, sin intención alguna de esquivar a cuantos han caminado en dirección contraria a la mía mientras miraban el móvil. Durante una hora —más o menos— y tal como esperaba, ha habido colisiones.

    Un par de ellas merecen unas letras.

    La primera ha sido contra un adulto cercano a los cincuenta. En ese segundo en el que hemos estado a escasos centímetros el uno del otro —hasta el punto de que he podido observar los pálpitos de su nuez puntiaguda, y él leer en visión macro la amigable palabra impresa en mi mascarilla, que no es otra que motherfucker— el tipo ha exclamado: «¡Hostia!» y yo he pensado: «Sí, la que te daría con la mano bien abierta». Acto seguido, al tiempo que se ha disculpado, nos hemos esquivado como si el mero roce supusiera la muerte por electrocución.

    La segunda experiencia empírica ha sido con un trío de chicas anoréxicas, no creo que mayores de dieciséis años, que caminaban al mismo paso como un ente uniforme, temerario, rápido y decidido, como si no existiera nada en su sentido de marcha. Imbuidas en sus respectivos móviles, han vuelto de la realidad virtual a la puta, al impactar conmigo. La primera ha exclamado un sentido «¡Tíooooo!». La segunda ha proferido un musical: «¡Jooooo!»; y la tercera, a la que le presupongo una neurona de más que a sus amiguitas, puesto que su queja han sido dos vocablos, me ha espetado: «¡Ayyyy, tíooooo!».

    He leído en sus jóvenes miradas irritadas algo así como «¡Puto viejo!» y «¡Tú sí que eres hijo de puta!». No sirviéndoles de aprendizaje, han pasado de mí como hacen las personas afortunadas con los contenedores de basura cuando tienen la nevera llena. Se han reagrupado y reiniciado la marcha como si fuera el resto del mundo quien debiera apartarse, levantando las miradas de su adicción sin detenerse, solo el tiempo justo para contemplarse en todas las jodidas cristaleras de los escaparates.

    Otro día más en la puta ciudad.

    Otro día sonriendo, después de todo.



15/3/21

13. Cosas importantes

    Está claro que el confinamiento nos ha quitado cosas en favor de otras. Por ejemplo: Echo de menos los conciertos, y nada el trabajo. Aproximadamente había superado lo primero —si es que tal cosa puede ser superada— cuando me percaté de que el único programa que sigo de toda la cadena televisiva —si no me duermo antes— deja de emitirse por un período indefinido.

    De inmediato me vine abajo, contuve el llanto y de pronto salí al balcón, puños en alto, para escupir toda mi desdicha, exclamando un «¡nooooooooooooo, hijos de putaaaaaaa!», tan intenso y prolongado que seguro perdurará en el tiempo. A todo esto, eran las ocho de la tarde y los vecinos estaban aplaudiendo al unísono como si no hubiera mañana. Los más cercanos me miraron como diciendo: «¡Hijo de puta tú, cabronazo!» «¡Ten un poco de empatía!»

    Por otro lado, ya no estoy sometido —de momento— a los cambios de turno que se dan en mi trabajo. Ahora inicio el día entonando tacones en el aire sin dolor; mi apetito es similar a la voracidad de un jabalí con una nueva piñata; duermo como un infante sedado y ya no experimento episodios de insomnio. Eso se traduce en unos biorritmos que funcionan con precisión clínica: cago con la consistencia adecuada, mis eructos hacen temblar los mofletes de la vecina, y cuando me cuesco, la sonoridad es idéntica a la de una sábana desgarrada con energía. 

    Es verdad que esta situación anómala nos está privando de muchas cosas. Pero también nos brinda la oportunidad de vivir al ralentí —que falta nos hacía—, cambiar la perspectiva y valorar lo que de verdad importa. O sea: quizás no es importante que ya no se realicen nuevos programas de Cuarto Milenio, pero por poco pelo que tenga, empiezo a necesitar con urgencia a un peluquero.


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