Ella no tenía inconveniente alguno en reconocerse como el antónimo personificado más superlativo de la belleza, pero de nuevo debía recurrir al onanismo para poder orgasmar, y ya no le bastaba con la sobrada habilidad de sus dedos. Además, era domingo, y todo el centenar de engendros masturbatorios que utilizaba para tal fin se habían quedado sin pilas, y el establecimiento más cercano donde poder comprarlas estaba a kilómetros de distancia.
Pero como es bien sabido, la necesidad agudiza el ingenio y este no está reñido con la fealdad. Petronila desempolvo su viejo Nokia 3310 y lo enchufó a la toma de corriente. Cuando estuvo cargado lo embutió en un guante de látex embadurnado con lubricante acuoso de alta calidad, y se lo introdujo en el coño. Luego cogió el teléfono supletorio y empezó a llamarse así misma una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Una y otra vez se llamó Petronila así misma, con la obsesión enfermiza de quien derrocha liquidez en las líneas eróticas, hasta que el placer multiorgásmico la convulsionó con salvajismo y la vació en torrenciales oleadas eyaculatorias. Entonces, llena de satisfacción y con un brillo mágico en la mirada, Petronila fue recuperando la compostura y bendijo a Antonio Meucci y a las compañías de telefonía móvil.