11/5/23

238. Arcoíris

    Cómo podéis ser así de fariseos, que nos queréis atrapar porque os importan más nuestros grafitis que el fracaso de vuestra gestión hurgando en los contenedores de basura. Que nos queréis atrapar para podernos multar, porque os indigna más nuestro arte expresado en las calles, que el hecho de que muchas de ellas todavía sigan envenenadas con vuestra pestilente nomenclatura y simbología franquista. 

    Gobernantes lodosos de esos países tan avanzados, tan civilizados, nos queréis castigar, pero para eso nos tendréis que identificar. Os costará un poco porque ocultamos el rostro tras un pasamontañas. No se os ocurra llamarnos cobardes por ello: vuestros jodidos primates amaestrados hacen lo mismo con su número identificativo. 

    Mil veces silenciaréis nuestra opinión e inconformismo, y mil veces os la gritaremos en las sacras fachadas de vuestras pocilgas confesionales, llenas de aborrecibles pecados contra la infancia. Y también en los muros de vuestras corruptas estructuras estatales. Esas en las que juzgáis a quienes se atrevieron a cometer, en menor grado, esos mismos actos de los que nunca recibís castigo. Aquellas en las que ofrecéis empleos vejatorios e indignos a personas que son mejores que vosotros hasta durmiendo. Las mismas en las que registráis nuestras huellas dactilares en la base de datos.

    Sí, hostia y joder, porque ya no nos bastan los lugares legales ni las zonas fantasma del extrarradio para esparcir el mensaje. Vosotros nos ultrajáis y nosotros pintamos.

    Trataréis de demonizarnos a través de vuestra gran furcia asexuada, esa llamado cuarto poder, porque sois los titiriteros de las telecomunicaciones. Y nosotros nos haremos ver en cada ladrillo de cada barrio porque también es nuestra ciudad. Lo haremos de noche cuando os vayáis a dormir, cansados de no hacer nada salvo de intentar joder a los mismos. Y lo haremos de día mientras elaboráis nuevas perrerías con las que herir nuestras vidas.

    Seremos el arcoíris de vuestra puta oscuridad.



8/5/23

237. Lucha interna

    Ella, hipotética ella, se pregunta por qué aún siente un peso que le impide avanzar, si ya ladeó la espalda y se desprendió de ese equipaje inútil para la vida. Por qué su danza por vivir termina siendo un baile enloquecido que la encadena una y otra vez a aquello que evita. 

    Ella, hipotética ella, se pregunta cuántas veces tendrá que romperse hasta conseguir llegar donde necesita. Cómo enfrenta aquello que le daña si respira con ella y lo siente bajo la piel. De qué modo pretende sanar lo que no se atreve a reconocer, y durante cuánto tiempo reptará entorno a su miedo hasta que decida enfrentarlo.

    Ella, hipotética ella, sólo cuando asume su error y su culpa,  comprende que siempre tuvo la llave con la que abrir la puerta a un comienzo.

    Ella, hipotética ella, empieza a vivir de nuevo.



4/5/23

236. Crítica y opinión

    Tú, que expones el producto de tu creatividad en un medio público virtual, seguro que ya sabes lo que dijo en su día Oscar Wilde: «Que hablen mal de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen». Al igual que lo que dijo Harry Callahan en 1971: «Las opiniones son como el agujero del culo. Todos tenemos una y pensamos que el de los demás apesta». Crítica y opinión, constructivas y destructivas. Qué más da. Ahí abajo te dejo una canción que quizá desconocías y que puedes sumar a las sabias enseñanzas de Oscar y Harry. Utilízala con sabiduría. 

    Por cierto, Barrio Sésamo era un lugar seguro.



1/5/23

235. Fuego purificador

    El experimentado conductor del camión cisterna frenó con brusquedad para no atropellar a la atrevida anciana que cruzaba la calle con el semáforo de peatones en rojo. Eso quería decir que estaba en verde para él, y que tenía derecho a convertirla en pulpa. Pero como predica el Señor, decidió perdonarla y así ahorrarse el tedio de la burocracia. 

    Las diez ruedas de caucho se bloquearon, la energía cinética generada se liberó, y aquellas treinta toneladas de metal, más las veinticinco de propileno licuado que transportaba, se convirtieron en una mole incontrolable de potencial destrucción. En línea recta, el camión se precipitó hacia la fachada de un colegio del Opus Dei, justo cuando los pubescentes adoctrinados salían de sus aulas evangelizadoras, al encuentro de los vehículos de sus jodidos padres que esperaban aparcados en doble fila sin importarles el colapso del tráfico. 

    Cosas de vivir en la gran ciudad. Conducta de creerse por encima del resto por vete a saber qué puta razón. 

    La fachada del edificio cedió y la masa mortífera siguió su imparable recorrido, junto con los coches arrollados y algunos pocos cadáveres, hasta frenarse en el aún concurrido patio del recreo. Durante el calamitoso trayecto se perforó la cisterna de acero y la peligrosa carga se unió a las chispas anaranjadas generadas por la fricción, provocando la combustión inmediata y el cese abrupto de los alaridos. 

    El de arriba desatendió los rezos y la onda expansiva ocasionó daños urbanos hasta los ochocientos metros cuadrados, mientras que la explosión devastó todo a su paso en un radio de doscientos. Y la infernal deflagración del líquido hizo que aquella sucursal de la prelatura personal de la Iglesia Católica, el conductor y unos trescientos creyentes, conocieran la inapelable virtud de la desintegración.

    Un pesado manto de silencio se asentó en el cráter que dejó el descomunal estallido. Un vacío de sinsentido engulló el eco de los lamentos que no llegaron a producirse. La anciana sonrió con perversidad tras la esquina que le salvó la vida de milagro, y puño tembloroso en alto, exclamó:

    «¡Ya os dije que algún día me las pagaríais, panda de salidos!».



27/4/23

234. Tirar la basura

    «¡¿Crisógono, hiciste lo que te dije esta mañana?! ¡Crisógono, te dije que tiraras la basura, Crisógono! ¡¿Crisógono?! ¡Ve a tirar la basura!».

    De este modo recuerda el granujiento Crisógono, tumbado en su cama, que ha llegado la hora de tirar la basura. La aguda voz de su madre, que es un tono superior al de la ballena azul, no solo llega hasta su pequeña leonera, empapelada con pósteres de Biohazard y The Spudmonsters, sino que se impone, clara y mutiladora, a la música que escucha a través de los auriculares. La melódica magia con la que Crisógono se evade del mundo, es aniquilada de tal forma que necesita cierto tiempo para readaptarse a la cruda realidad.

    Después de quitarse los auriculares, se hurga los rincones más inaccesibles de la nariz y, como siempre, extrae una cantidad considerable de mucosidad semisólida. Tras la entretenida y breve operación de amasado, obtiene tres o cuatro diminutos proyectiles que en lugar de degustar como hace a veces, dispara con un gesto manual entrenado contra espacios inconcretos de su habitación. Luego, con una mueca de disgusto, se palpa sus castigados genitales que, un día más, han sido sometidos a maratonianas sesiones onanistas.

    Crisógono,  de anatomía escuálida y puntiaguda, sale de su templo de reclusión arrastrando los pies, con sus anticuadas gafas circulares de culo de botella un poco torcidas y su voluminoso cabello rizado desordenado. Su camisa hawaiana, manchada con productos lácteos ultraprocesados, no casa en absoluto con los pantalones azules a cuadros que, sujetos con unos tirantes más arriba de la cintura, dejan entrever unos calcetines blancos. 

    Crisógono coge las dos bolsas de basura de doscientos litros, y se pregunta cómo es posible que dos personas sean capaces de generar tal cantidad de desechos en tan sólo un par de días. Piensa que esas dos bolsas podrían contener toda la mierda que genera el jodido vecindario en una semana. Encuentra la respuesta cuando mira a su madre que, encasquetada en un robusto sillón que comprime y sujeta la abundancia de su carne, devora a dos carrillos ingentes cantidades de bollería azucarada hipercalórica, ante su rectángulo opiáceo de imágenes. 

    Imágenes cuyo visionado obstaculiza Crisógono a modo de venganza, cuando pasa por delante de su madre con las bolsas de basura, obviando otras rutas alternativas que hay dentro de la casa para salir afuera. En ese punto de encuentro, ambos se profesan muestras indoloras de cariño, tales como manotazos y patadas. Con todo, el hijo pierde siempre la batalla y la madre, con un zapatillazo como golpe final, le vuelve a recordar:

    «¡Crisógono, tira la puta basura!».




24/4/23

233. Caspa ochentera

    Hay cantantes que trascienden. Por ejemplo, Rafaela Carrá, cuyas canciones contienen grandes enseñanzas, como que para follar bien hay que venir al sur. Y luego está José Soto Cortés, del sur, cuyo éxito musical, parido en la segunda mitad de los ochenta, invadió en formato cassette todas las gasolineras de puta España. Él lo sabía; él nos lo dijo; él nos lo cantó. Y charnegos y catalufos del pueblo llano, en la marginalidad de los arrabales, disfrutaron de aquella canción en gran hermandad, reproducida en un loro a pilas, entre el humo de la matuja y cascos de litrona.

    Otros tiempos; otras maneras.




20/4/23

232. Por los siglos de los siglos

    Clavaste tus colmillos en mi cuello en 1348, y me diste a conocer lo antinatural de sobrevolar a la misma muerte. Me susurraste al oído que te sentías sola y necesitabas un compañero, y probé el sabor de mi sangre en tu boca cuando me besaste aquella primera vez, mientras la peste bubónica se llevaba a millones de almas desde todos los rincones de Eurasia. 

    Y empezamos a amarnos. 

    Tú me amaste en 1492, cuando los conquistadores españoles llevaron a cabo uno de los grandes genocidios de la Historia. Y yo te amé en 1770, cuando el Imperio Británico perpetró un apocalipsis aún mayor. 

    Entonces también lloramos. 

    Tú y yo nos amamos allá por 1793, aquel glorioso año en el que por fin guillotinaron a aquellos hijos de puta. Y celebramos el hecho enfrentando nuestros sexos al resguardo de sucias callejuelas impregnadas de tuberculosis, ahogado nuestro éxtasis en el fervor embrutecido del sufrido populacho. También nos amamos en 1830, durante la fiebre del oro y las cargas de caballería que masacraron a los nativos norteamericanos. 

    Y de nuevo nos sumimos en el llanto.

    Tú me quisiste como nadie en 1879, cuando la luz eléctrica nos permitió leer en la más completa oscuridad a los que serían los grandes clásicos de la literatura universal. Y yo te quise como nunca en 1914, cuando nadie imaginaba que después de la Gran Guerra vendría otra todavía peor. 

    Nos quisimos en 1918, cuando hizo su aparición una nueva asesina en serie. Cuando el hombre descubrió la penicilina en 1928 y se creyó a salvo de toda enfermedad. Y nos deseamos en 1945, cuando el mundo cambió con la división del átomo y aquella amenaza se instaló para siempre sobre la conciencia colectiva del hombre.

    Después de tanta locura ya no nos quedaron lágrimas. Después de tanto dolor el tiempo siguió demostrándonos que nada cambiaba. Después de todo aquello te convenciste de que quizás la inmortalidad no valía la pena. 

    Tú y yo fuimos animales enloquecidos durante cientos de años, embriagándonos de nuestra carne mientras todo cuanto nos rodeaba envejecía una y otra vez. Tú y yo fuimos salvajes criaturas de la noche, más por el horror que presenciamos que por lo que éramos. 

    No éramos peores que los sanguinarios colonos europeos, que los que militaron en las tropas napoleónicas, en la Armada Invencible o en la Panzer División. No éramos más monstruosos que los artífices del Holocausto, ni éramos más inhumanos que el peor de los dictadores.

    Ahora llevo meses viviendo al margen de todo desde que no estás. Arrastrando el peso de mi soledad por la oscuridad de las calles, atestadas de víctimas potenciales que nunca llegarían a ser tú, demasiado abstraídas en sus pantallas de cristal líquido. Ahora deambulo perdido, añorando tus labios y las curvas que hicieron de ti la más cautivadora de las criaturas nocturnas, la más lujuriosa de las semidiosas.

    Hoy camino solo por última vez, esperando en esta loma alejada del mundo, a que aquellos mismos rayos de luz que permitiste que te tocaran, consuman aquello en lo que me convertiste y que el viento, en mi primer y último amanecer desde aquel beso de sangre, por qué no, lleven mis cenizas junto a las tuyas allí donde estén, para que pueda amarte una vez más.



17/4/23

231. Trenes

    De pequeño me gustaban los trenes; los de juguete y los de verdad. Sobre todo las maquetas de tren en las que dos de ellos partían desde puntos distintos en el mismo momento exacto y se desplazaban uno en dirección al otro. Justo cuando parecía que iban a colisionar, uno de los dos cambiaba de carril y ambos seguían su camino. Era algo así como una segunda oportunidad; como un acto suicida abortado en el último segundo.

    En el tren de mi vida me ha tocado ejercer de máquina, de vagón de pasajeros, de vagón de carga, de vagón de cola y las menos, si dejabas pasar alguna oportunidad, de tirado en el andén. Alguno de esos trenes que encontramos o nos encuentran, los cuales dejamos pasar o se nos escapan, en el mismo instante en que se alejan también tienen esa mirada extraviada de quienes se quedan en el andén. Y a medida que los perdemos de vista, confiamos en lo certero de nuestra decisión, o nos lamentamos de nuestro retraso, quién sabe si propiciado por indecisión o cobardía.

    Por otra parte, quién no ha sentido alguna vez esa pulsión, clara y rotunda, que te dice que ahora es el momento de apearte de tu tren particular, ese de toda una vida y el único que conoces, porque se aproxima ese otro que crees, o incluso sabes, que es el que necesitas. Cada uno en sus circunstancias, a su manera y hasta donde puede, es receptivo a los avisos y las señales, y encuentra el momento en el que decide subirse a un tren diferente y cambiar el rumbo de su destino.

    Recuerdo el tren del que me bajé hace ya bastantes años. Iba a demasiada velocidad, bramando allí por donde pasaba y las ruedas chispeando a cada curva que trazaba, dirección hacia ningún sitio salvo al descarrilamiento. Hasta que un día activé el freno de emergencia, y me bajé en un punto intermedio de un camino que no tengo intención alguna de volver a transitar. 

    


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