30/9/21

70. Otoño a cero

    Bueno, bueno, bueno.

    Diría el poeta o el romántico —que tanto da— que ya estamos en la estación triste del año. Esa en la que los árboles lloran sus hojas, livianas como un suspiro, hasta tocar el suelo con la suavidad de una caricia, bajo un cielo desapacible y mustio. El gris de la melancolía, oh, joder, joder. Ha llegado el segundo otoño pandémico y se ha llevado el sol y las altas temperaturas, con lo bien que se estaba. Se acabó marcar paquetón y raja las veinticuatro horas del día en las zonas de baño, con lo bien que lucen. No así como los botellones en masa, eructar de ebriedad a la luna como dementes abducidos, y el folleteo rítmico o desacompasado al aire libre.

    La siempre maltratada Naturaleza vuelve a agradecer la ausencia de verano, ya que con la paulatina llegada del frío, la gente cerda deja de utilizar playas y bosques como los retretes y basureros por excelencia, para dejar huella en los arrabales y espacios abiertos de las urbes. Me pregunto dónde irán ahora todas aquellas criaturas bípedas del Señor que se someten cual reptiles, verano tras verano, a la tortura de la radiación solar, más untados que un culturista en plena competición, para cambiar el color de piel con el que nacieron. Seguro que muchos de ellos, en algún momento de sus vidas, pusieron a parir a Michael Jackson por su conversión colorea del negro al blanco. Capaces son de gastarse unos billetes en tórridas sesiones de rayos UVA, acelerando así el curso natural de su envejecimiento cutáneo, y a posteriori, untarse la jeta con algún milagroso potingue antiarrugas. Jajaja, gilipollas.

    Pero, ah, el otoño, con sus atardeceres ocres y amarillentos, que ha diferencia del verano —lleno de posibilidades y estímulos—, lo percibo como el tiempo de los grifos cerrados y los manómetros a cero. En otoño la vida se ralentiza hasta reducir las opciones, bajan las pulsaciones y los sonidos parecen reproducirse a través de un gramófono en desuso. Es en otoño cuando suspiramos más veces al final de esos días menguantes que se suceden en blanco y negro. Es en otoño cuando apartamos la mirada y empezamos a ser anodinos. Es en otoño —oh, joder con el otoño— cuando sentimos que nuestro corazón encoge mientras miramos a ninguna parte tras el cristal de la ventana.  



27/9/21

69. Autoridad senil

    Confinamientos y pandemias aparte, es de lo más normal que animales, hijoputas y personas en general salgan a transitar la calle. Algunas lo hacen corriendo aunque no por ello les persigue la pasma o los acreedores. Otras pasean. Claro está, lo hacen por las aceras y las zonas peatonales. No como las personas de la tercera edad, que están de vuelta de todo y salen a la calle a combatir la incipiente osteoporosis, adueñándose de la calzada como si fueran los dueños de urbanismo. El porqué de tal enigma lo desconozco, pero es algo que me sobrecoge.

    Por ejemplo, yo circulo con mi coche por las calzadas interiores, adoquinadas o alquitranadas de cualquier pueblo de la península —preferiblemente andaluz o costero—, con la música a un volumen aceptable para no parecer gilipollas. Según convenga a mi destino y atendiendo siempre al código de circulación, giro a izquierda o derecha hasta que me topo con una desordenada veintena de yayos y yayas con boinas y cabezas a lo afro canoso, indiferentes al riesgo de atropello y avanzando en ultralentitud en la misma dirección que yo.

    Como es natural, me detengo. Y no porque varios de los paseantes que me obstaculizan, se giran y me dan el alto levantando sus gallaos con autoridad pastoril. Me paro para evitar una matanza, ya que lejos de apartarse, el temerario pelotón de carcamales me clava su mirada a través de sus gafas de sol como diciendo: «Dónde coño irá este "desgraciao"». En ese momento de presión escrutadora, reduzco el volumen de la música a niveles inaudibles en señal de respeto y les aguanto la mirada como diciendo: «Jodidos octogenarios inconscientes, ¡andad por la acera que al final os harán daño, coño!».

    Cuando parece que han memorizado todas las arrugas de mi cara, la pegatina de la ITV y la matrícula del coche, se dan media vuelta y continúan con su lento peregrinaje como si yo fuera un espejismo. «¡Hostia puta con los vejestorios, que no me dejan pasar!». Y justo cuando me pongo en marcha, los ancianos vacilones, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, se abren a izquierda y derecha como hiciera el mar Rojo ante Moisés, anegando las aceras desiertas. Al borde del paroxismo, cuando por fin paso, lo hago al ralentí para disfrutar del momento, sintiéndome victorioso como si le hubiera ganado un duelo a Clint Eastwood.

    Pero es una ilusión: a medida que avanzo hasta perderlos de vista, vuelven a invadir la calzada y a someterme a examen visual como asegurando: «En estas carreteras mandamos nosotros, cabrón de ciudad».

    «Que no se te olvide».



23/9/21

68. Clases de gimnasia

    Qué sudorosa y extraña asignatura. Me pregunto a qué clase de mendrugo se le ocurrió unir la educación con la física. No es que de ello surgiera un término antagónico, pero sí algo chocante. Si eras un niño cachas o de anatomía precoz, sacabas sobresaliente. Si no, no.

    Recuerdo que los altos pegábamos un saltito y nos colgábamos de la escalera horizontal, desplazándonos de barrote en barrote en un balanceo simiesco y coordinado. Otros —cuyos nombres omitiré para evitar situaciones de escarnio—, tenían que subirse a una falca de plástico para alcanzarla por no saltar de puro desánimo. Uno se colgó de uno de los barrotes quedándose rígido como un jamón curado. Enmudecidos, contemplábamos cómo la cara de aquel cuerpo inerte enrojecía. El profesor animaba diciendo: «Venga, no pasa nada. Primero un brazo y luego el otro». El ser inanimado cobraba vida y suplicaba: «¡No puedo! ¡Me sudan las manos, me sudan las manos!».

    Había algunos más patéticos que pedaleaban como si ascendieran por una escalera invisible, quién sabe si con la esperanza de que sus codos se doblaran como por arte de magia. Otros incluso eran peores: pedaleaban con furia produciendo, por increíble que parezca, la inercia necesaria para lograr entrelazar ambos pies en uno de los barrotes, adoptando una postura de hamaca. Mientras recuperaban el resuello, miraban de izquierda a derecha, luego de arriba abajo, y con voz lastimera de quien está en un aprieto de vida o muerte, imploraban: «¿Y ahora qué hago? ¡Qué hago!».

    Para quienes la han padecido, me hago cargo de que la justicia académica del bíceps es despiadada. Mientras algunos ejecutábamos, como fuelles utilizados por la mano de un dios inagotable, las diez flexiones que daban el aprobado, otros suspendían. Es decir: cero flexiones, un cero. Uno de los que se llevaba muy bien con el de las manos sudorosas, soportaba el peso de su escuálida anatomía con los brazos estirados, atento a la señal. El sonido del silbato llenó todo el pabellón y el chaval flexionó los brazos hasta rozar el suelo, como una brisa, con la punta de la nariz. Y a continuación el tórax y la pelvis. Y pegado a la pista se quedó como si la gravedad conjurara contra él. El profesor, paciente y profesional, le arengaba: «Vamos, tú puedes. Arriba». Pero el chaval, sin moverse un ápice y cara al suelo, exclamaba: «¡Tengo los brazos agarrotados! ¡No puedo, no puedo!».

    Por supuesto, los que aprobábamos los ejercicios de la escalera así como las flexiones, ascendíamos por la cuerda en forma de escuadra. Un tercer incapacitado peleaba con la cuerda como si estuviera viva, y de manera inexplicable se quedaba anudado por los tobillos, colgado bocabajo como un vulgar trocillo de chistorra. Pero eso no era nada comparado con el momento en el que teníamos que saltar el plinto y el potro. Para sortearlos de manera normal e indolora, con el primero bastaba con tomar carrerilla, saltar en la rampa colocada en la base, y caer en la colchoneta del lado contrario con una fina y elegante voltereta. Con el potro saltabas en la rampa y abrías las piernas para no tronzarte la pelvis y caer de pie. Los negados tomaban carrerilla de manera tan impetuosa, que por un momento pensabas que lo iban a conseguir. Pero justo cuando debían saltar, salían rebotados con violencia en dirección contraria. Los menos afortunados, por alguna razón que nunca he logrado desentrañar, no se detenían y mandaban a tomar por culo potro, plinto, rampa y colchoneta incluida.

    Eran torpes, sí. Pero también duros de cojones.



20/9/21

67. Paloma muerta

    Hola, humanos. Vengo a haceros un recordatorio, que se acerca el día.

    No olvidéis que me lleváis en todos y cada uno de vuestros genes. Cuando todo estaba aún por hacer, desperté con los primeros ojos que vieron la luz y desde ese momento inmemorial me utilizáis una y otra vez para escribir vuestra historia. Tantas veces como habéis querido, he mirado al rostro del demonio y me ha sonreído, dándome su aprobación. Mi maldad es tan pura como oscuro vuestro corazón, y así desde el primer latido perdura nuestra relación durante eones. Nací con el primero de vuestra especie y desde ese momento me convertisteis en padre y madre de la desesperanza, del dolor y el llanto.

    Guerra me llamáis, reviviendo mi bautismo en cada muerte, en cada charco de sangre ennegreciendo vuestra tierra. Guerra me llamáis aunque cuando os atrevéis a contemplar la eficacia de mi obra que también es la vuestra, pensáis que soy algo para lo que todavía no hay nombre. Un día que incluso yo desconozco me pediréis que finalice vuestra historia. Ese día, vuestro mundo quedará purificado porque ya no estaréis, y yo, guerra, moriré con todos vosotros.

    Mientras, seguid con vuestra quimera a la que llamáis Día Internacional de la Paz, estúpidos humanos de mierda.



16/9/21

66. Actrices y días de clase

    En el colegio, para estupor de compañeros, profesores y hasta del quiosquero, siempre pedía la plastilina negra. «No quiero la roja, ni la amarilla, ni la verde, ni la azul, ni la blanca, ni la marrón», les decía mi vocecita. «Quiero la negra, ¿me entendéis? La negra, la negra. Quiero la plastilina negra». Uno de aquellos días, en clase, las niñas confeccionaban en el suelo con actitud comedida un mural sobre la Navidad. Los niños, en ruidosa algarabía, moldeábamos la plastilina para crear las figuras que habrían de habitar el pesebre.

    De mis pequeñas manos surgieron oscuros nazarenos con los brazos arqueados, como si estuvieran sujetos a la yunta de unos bueyes. Otros tenían la espalda encorvada como escrupulosos arroceros cargando con los sacos en una sufrida jornada laboral. Una vez, el ejercicio de manualidades consistió en manipular la plastilina hasta dar con alguna cara, si más no, sonriente o que trasmitiera alegría. Y otra vez, para estupor de compañeros y profesores, creé semblantes de rasgos siniestros y torturados, como si hubieran nacido de las pesadillas más oscuras de Goya.

    Pasaron unos años y siguió mi predilección por el negro, a la par de que iba entendiendo de qué iba en realidad todo aquello. En aquella misma clase, dos chicos pugnaban, airados, delante de la pizarra con borrador y tiza en mano. Se trataba de decidir por unanimidad, si una incipiente Sharon Stone que aún no protagonizó Instinto básico (1992), tenía lo necesario para destronar a Kim Basinger del podio de la mujer más deseada. Los líderes de ambos grupos eran jaleados por sus vociferantes seguidores, mientras escribían en la pizarra los atributos de ambas mujeres para establecer comparativas. Kim Basinger ya había rodado 9 semanas y media (1986) y ganó aquella lid con merecimiento. Pero yo nunca he podido quitarme de la cabeza a Michelle Pfeiffer saliendo del ascensor en El precio del poder (1983).

    Por lo demás, sigo prefiriendo la plastilina negra. 

    Siempre la negra.


13/9/21

65. De cuando iba al cine

    Cuando era niño, asistía en grupo a las sesiones maratonianas de siete horas de terror y siete horas de risa que se daban muchos domingos en el cine de mi pueblo. Estuve yendo con cierta asiduidad a diversas salas hasta el estreno de Terminator Génesis (2015). Durante todos esos años de cinefilia, he padecido, en mayor o menor grado, lo que tuve a bien llamar bucle cojonero. Esto viene a cuento de que yo, cuando iba al cine, incluso cuando era un mocoso de doce años, salvo contadas excepciones, las pelis las veía calladito y sin dar por culo. Y he mantenido ese comportamiento en la adolescencia y la edad adulta.

    Pero el infortunio me perseguía, y por grande que fuera la sala de cine, mi espacio vital de audición acababa invadido por los aullidos de una vociferante turba unisex de adolescentes, a los que había que recordar que el cine no era la peluquería ni un foro de MotoGP. Luego, cuando enmudecían y cesaban de agigantar el malestar de los espectadores cercanos con sus mierdas de juventud, pasados unos minutos daba inicio el bucle cojonero. Es decir: lo mismo se ponían a sufrir más que los actores y actrices, como que se susurraban entre ellos lo que ocurría en todos y cada uno de los fotogramas, como si el resto de espectadores fuéramos invidentes. ¡Si estábamos todos viendo lo mismo, cojones!

    No sé ahora, pero antes sucedía. Esa conducta de extrema idiotez me hacía pensar en explosiones nucleares como un medio para erradicar a esa casta de subnormales insoportables, cuyos nulos modales son connaturales a los de sus putos padres que no los educan. Encima, los medios de (des) información me quisieron hacer creer que la asistencia a los cines había descendido por la aparición de internet y las descargas ilegales. Una mierda bien gorda para ellos.

    ¡La gente dejó de ir al cine por el bucle cojonero!


9/9/21

64. Millonarios e imbéciles

    Por uno de esos azares que escapan al entendimiento, yo conocí a un millonario. Entre los millonarios o ricos, como entre los pobres y los no adinerados, hay mucha imbecilidad y tal cualidad por desgracia extensa, no hace diferencias entre los que no tienen nada, o los que se gastan una suma desorbitada en alguna acuarela de mierda de algún gilipollas muerto hace cientos de años.

    Como ya se sabe, los hay ricos por estafa inmobiliaria, por apuestas del Estado, desfalco, narcotráfico, por pollazo, por haber nacido con una flor en el culo y otros. En resumidas cuentas, yo distingo entre tres grupos de millonarios: los que ya lo eran desde que nacieron, los que roban a gran escala, y los que nacieron no siéndolo y un giro del destino los introdujo en el gremio.

    Uno de los del tercer grupo se cruzó en mi vida cuando era de mi misma jerarquía social. Un millonario que antes ha sido pobre o ha pertenecido a la esclavitud moderna, reniega de su pasado y odia cualquier cosa que le recuerde su vida anterior. No obstante, y sea dónde sea, se acercará al grupo con el que estés reunido, sin ser invitado posará una sudorosa mano sobre tu hombro, y dirá con una amplia sonrisa y fingida condescendencia: «Nada ha cambiado, eh, chicos. Sigo siendo de los vuestros». Lo cual quiere decir que ya no recuerda sus orígenes, como que en el pasado regentaba un bar tumefacto en el que si dejabas caer el puño en la barra, salían mil cucarachas proyectadas en todas direcciones.

    Con el discurrir del tiempo, el millonario antes pobre, si ya no lo hizo antes, empieza a incubar una variante estrambótica de imbecilidad, así como el desarrollo de fobias, manías extrañas y curiosas aficiones, con lo cual se hace patente eso de que el dinero en exceso potencia lo malo o lo bueno que hay en cada uno de nosotros. Hasta donde yo he visto, algunos habilitan cien metros  cuadrados —como poco— de quinientos, para dar rienda suelta a sus excentricidades, tales como enormes maquetas de scalextric, o representaciones en miniatura de cualquiera de las múltiples batallas que han ido forjando la Historia, de una precisión clínica capaz de teletransportarte al pasado en medio de la contienda. 

    Ni qué decir de los cientos de muñecos de cualquier personaje —ficticio o real— que te puedas imaginar: Drácula, Frankenstein, G.I. Joe, la pantera rosa, Oprah Winfrey, héroes de la Marvel, Fred Astaire… Todos colocados en perfecta formación, impolutos tras la transparencia de sus cajas sin desembalar.

    Turba observar el brillo de sus ojos cuando te muestran semejante derroche de pasta, y conmueve con enormidad contemplar sus sonrisas aleladas, profesando más amor a tales fruslerías que a las personas que les dieron la vida. De hecho, muchos no son malas personas y bien pensado, cuando se es millonario, ser imbécil no es tan malo. Así que supongo que acabaremos comprando algún que otro décimo para el consabido gran montaje consumista que se avecina. A lo mejor hasta toca.

    Total, imbéciles ya lo somos.


6/9/21

63. Echando la basca

    Me faltó medio kilómetro para llegar a casa cuando me interceptó una pareja del barrio a la que conozco.

    Él está en la cincuentena y no tiene ningún rasgo destacable, por lo que encaja a la perfección en el común de la medianía. Mientras que ella, que lo supera en edad, es una agrupación escuálida de huesos recubierta por una piel tirante muy tostada y pasada de punto. El resto es una cabeza en la cual se exhibe un corte de pelo egipcio teñido de color blanco radiactivo, con una cara más arrugada que el papel de aluminio usado. Adictos al bebercio diario, nunca van sobrios del todo ni ebrios como para morder el polvo, pero siempre están en constante equilibrio entre los dos estados. La más de las veces, él suele controlar su ingesta mientras que ella, a menudo, va cuesta abajo.

    Aquella tarde los dos me hablaron a través de sus mascarillas con tono errático y balbuceante, por lo que sus palabras me llegaron amortiguadas y no me cosqué de nada. De súbito, ella emitió un gruñido animalesco y en medio de su mascarilla apareció una mancha de un marrón negruzco que se agrandó hasta desbordarse por fuera. Al segundo siguiente se quitó la mascarilla, del todo irrecuperable, y la dejó caer al suelo con un chapoteo. «Uy, me parece que nosotros también tendremos que irnos a casa», creo que dijo él, mientras que ella siguió regurgitando algo parecido a birra con potaje de lentejas, condimentado con choricillo plastificado del Mercadona. Yo tuve el recordatorio estúpido del tonto aquel que hizo de profesor en la primera edición de OT, y que más tarde imitaría Carlos Latre exclamando aquello de: «¡Sácalo, sácalo!».

    Cuando ella acabó de sacarlo todo, se incorporó con los ojos amarillentos y vidriosos, y una vez recuperó la compostura, nos fuimos dirección a casa alejándonos de aquella potada vespertina, en la que orbitó un revoltoso escuadrón aéreo de insectos. Durante todo el trayecto ninguno de los tres hablamos. Bueno, ninguno salvo Carlos Latre, que no paró de reverberar en mi cabeza:

    «¡Sácalo, sácalo!».


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