19/8/21

58. Ciclos

    Cada cual con sus circunstancias, si tuviera que pronunciarme sobre uno de los mejores momentos de mi vida, uno de ellos sería aquel en el que un discapacitado mental, trajeado de bimeta y con galones por hombreras, dijo: «Reemplazo del 92, por última vez, ¡rompan filas!». Y me largué de allí sin mirar atrás lleno de dicha de la cabeza a los pies. El otro momento, aún por llegar, pero seguro que mágico e intenso como el antedicho, será cuando una voz imaginaria me diga algo así como: «Por última vez, fiche antes de salir, ¡y bienvenido a su jubilación!». Tan anheladas palabras darán inicio al que supongo será el último ciclo de mi vida, y solo quedará lo que le contestó John Rambo al Coronel Samuel Trautman cuando este le preguntó: «¿Cómo vas a vivir, Johnny?». A lo que el interpelado, mientras se alejaba con paso lento pero firme, contestó con voz cavernosa y lapidaria sin mirar atrás: «Día a día».


16/8/21

57. Actitud positiva

    Está siendo un verano rusiente. La Cataluña central hierve. A Cabrónidas se le achicharran las pelotas y el cerebro, pero le gusta esa sensación de cocción. Es feliz en verano más que en ninguna otra estación. Es feliz a pesar de la pandemia, a pesar del recorte de libertades, a pesar de las ausencias que echa de menos.

    Desde que empezó esta distopía cuyo fin presiente lejano, Cabrónidas ha recibido la devolución del importe de varias de las entradas que tenía compradas para futuros conciertos, ahora cancelados. Experiencias potenciales no vividas y la cultura musical muriendo de inanición. Ante el hecho, Cabrónidas esputa, resignado y con cierta jocosidad, el suficiente número de maldiciones para extinguir a la humanidad medio millón de veces, que al fin y al cabo es lo que merece.

    De un tiempo a esta parte, necesita cagarse a diario en todas las deidades creadas por la humanidad; incluso en las futuras. También se enfurece ante la proliferación de hijos de puta que llevan la mascarilla debajo de la nariz. Cuando se cruza con uno de ellos —que suele ser cada cinco segundos—, clava la mirada con odio y desprecio palpable con la intención de joder. Y funciona: cuando llevas la mascarilla como corresponde, la mirada adopta una gran relevancia. Pero como digo, Cabrónidas es feliz en esta suciedad —perdón: sociedad— ya asumida como de mierda perenne.

    Feliz incluso en estos tiempos de enfermedad y muerte.


12/8/21

56. La revelación 2

    Una llamada telefónica se produjo el día 6 de junio a las 6:06 pm del 2013 (2+0+1+3=6). Clodomiro descolgó y una voz femenina, modulada a la perfección y de una poderosa carga erótica, le habló.

    —Buenas tardes, señor Fajardo. Le habla Gertrudis. 
    —¿No me pregunta primero si soy yo de verdad?
    —Créame, señor Fajardo, sé que es usted. Hemos recibido los resultados de los dos filtros. Los ha superado con creces. Sin embargo debo comunicarle que no es apto para formar parte de nuestra impía organización.

    Aquellas palabras dejaron perplejo a Clodomiro.

    —¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? Me acaba de decir que he superado los filtros.
    —Señor Fajardo, pese a que ha superado los filtros, hemos comprobado que lleva usted la marca en la frente.
    —¿Marca en la frente? ¿Pero qué marca ni que pollas en vinagre?
    —Señor Fajardo, dicho de otra manera, sus padres tuvieron a bien el bautizarlo de acuerdo con los sacramentos de la Iglesia católica apostólica romana. Está marcado.
    —Pero, pero... ¡Si mis padres nunca fueron creyentes! ¿Por qué mierda iban a bautizarme?
    —Señor Fajardo, la religión, en todas sus formas y variantes, lleva haciendo un gran trabajo a través de los siglos. Para que lo entienda: sus padres fueron dos personas más, creyentes o no, que por el solo hecho de concebirlo, creyeron que tenían derecho a decidir por usted en algo tan personal y profundo como son las creencias sobre algo que sabemos o sentimos que nos trasciende. Su mente lleva años formada así como sus convicciones, sean estas ateas, agnósticas o religiosas, pero no valen de nada más allá de sí mismo. Está usted marcado de por vida como socio de la Santa Iglesia crea en lo que crea.
    —¡Me cago en la reputa hostia consagrada! ¡Me cago en dios y en la santísima comunión! ¡Mierda, joder!
    —Lamento que, dada su más que demostrada aptitud para el satanismo, haya tenido que enterarse de esta manera.
    —¿Y no podría hacer una excepción? —rogó Clodomiro al borde del llanto—. Puedo ir al asilo y decapitar a mis padres. ¡Puedo quemar iglesias, destripar a una mujer encinta, incinerar a un bebé después de su bautizo, sacrificar a un carnero! ¡Haré lo que sea, joder!

    Gertrudis rio con calidez, sin estridencia. Ese sonido parecía albergar una profunda sabiduría.

    —Señor Fajardo, nuestras oscuras organizaciones no funcionan de ese modo. Semejantes abominaciones las realizan aquellos pobres de mente que no entienden el verdadero propósito de nuestra misión. La innombrable fuerza a la que servimos ha logrado convencer al mundo de que no existe. Nosotros funcionamos desde las sombras, desapercibidos, reptando desde abajo. Mermando los cimientos de todo lo establecido por la religión y el poder, con el fin de derrumbar el sistema y que el ser humano sea consciente de su existencialismo e individualismo. No se nos ve ni se nos oye. Pero siempre estamos, siempre somos. Por otro lado, nada más puedo hacer por usted, señor Fajardo, salvo decirle que llegado el momento, sabrá cómo aplicar los conocimientos obtenidos con la superación de los dos filtros.

    La llamada finalizó y Clodomiro se sintió como si despertara de un sueño. Durante unos segundos miró el auricular con extrañeza y de pronto, con el rostro desfigurado de ira, empezó a estrellarlo una y otra vez contra la mesita que tenía al lado. De nuevo se cagó en dios, en la iglesia, en la Santa Sede, en el Papa y en la religión, hasta que detuvo golpes y acalló blasfemias por falta de aire. A medida que recuperaba el resuello un oscuro plan se formaba en su mente. Supo lo que tenía que hacer: se dedicaría a contactar con todas las personas que, como él, habían experimentado la Revelación y que debido a su bautismo no podían incorporarse a las sociedades satánicas.

    Empezaría por tratar de localizar a Willy Toledo. Había que ir en serio. Imaginó que al principio serían pocos. A las semanas los pocos serían cientos, y con los meses los cientos serían miles, y con no muchos años los miles serían legión. Urgía una gran agrupación para acabar de una vez para siempre con la ceguera mundial, en estos tiempos de conocimiento vedado, de dominio de hipocresía eclesiástica, de falso laicismo.

    Pronto recibirás tu llamada.


9/8/21

55. La revelación

    Tras el visionado ininterrumpido, amenizado con absenta prohibida en catorce estados, de Asesinos natos (1994), Un día de furia (1993), La naranja mecánica (1971), Taxi driver (1976), y El club de la lucha (1999), Clodomiro Fajardo descubrió cuál era el sentido de su anodina existencia. Clavó sus ojos enrojecidos en el ruido blanco de la pantalla, y empezó a asimilar las imágenes que ante él se revelaban.  

    Clodomiro empezó a entender.

    Comprendió que los antiguos idearon la religión como el primer sistema de alienación, con la intención de que esta supeditara la ciencia y dirigir, con disimulo, la evolución social de la especie. Para ello la hermanaron de forma indisoluble con las primeras muestras de control y tiranía. Nacieron la fe, los dogmas y la ética para los no sometidos, arraigando en el colectivo mundial por siempre hasta la actualidad. 

    Convirtieron la religión en imperecedera. 

    Entendió que nuestra verdadera educación desapareció en la obligación de ir a la escuela, ese gran centro de programación. Aunque partíamos de caminos diferentes, todos confluíamos en el mismo destino. A todos nos habían escrito con diferentes letras el mismo guion. Todos estábamos acomodados en nuestras jaulas de oro, hechas a medida según nuestras necesidades.

    Clodomiro ahondó más y más en toda aquella verdad ancestral. Miró más allá de los Estados, de las sociedades, de las civilizaciones, de los países y de los continentes. Vio corrupción, miseria, desigualdad, enfermedad, guerra y muerte. Y detrás de todas esas toneladas de mierda concentradas en siglos de humanidad, ahí estaba la religión orquestando desde el principio. Aliada con los estamentos de poder y sobrealimentada por la ignorancia de devotos y creyentes. 

    En ese punto de la Revelación, descubrió Clodomiro, a sus jodidos sesenta y tres años de edad, que debía ingresar en una secta satánica.

    Para ello, Clodomiro tuvo que superar dos filtros. El primero consistía en desentrañar los mensajes subliminales que había ocultos en las discografías de Belphegor, Venom, Beherit, Marduk, Dimmu Borgir y Deicide. Lo consiguió al cabo de catorce meses. Para superar el segundo filtro, tenía que comprar un ejemplar de la Biblia Negra, escrita por el satanista Anton Szandor LaVey, publicada en 1969, y realizar un estudio profundo de sus textos. Tardó dos semanas en leerla y dos años más en comprender con exactitud qué coño estuvo leyendo. Para cuando hubo entregado los resultados a varias organizaciones blasfemas a través de la Deep web, Clodomiro ya tenía sesenta y seis años de edad. Pero el brillo cegador de la Revelación seguía inmaculado. 

    Ahora, tal y como le dijeron, tenía que esperar la llamada telefónica.

   

5/8/21

54. Los acemileros tomando unos litros

    Seguíamos en el verano del 92. Seguíamos en aquel arresto legal de nueve meses de duración por parte del Estado. Seguían los putos Juegos Olímpicos de Barcelona. Seguía la puta Expo de Sevilla. Seguíamos en Huesca soportando, estoicos, la vejatoria disciplina militar y a sus vociferantes rameras con galones. Seguíamos conviviendo con los mulos y su mierda. Seguíamos pateando más bosque que el jodido Frodo Bolsón. Seguíamos soportando tal cantidad ingente de basura que necesitábamos ir a algún antro a deglutir alcohol. 

    Teníamos que beber, hostia. Teníamos que olvidar.

    No recuerdo el nombre de aquel tugurio, pero recuerdo que la situación de la barra y la colocación de mesas y sillas era anárquica; como si las hubieran lanzado al aire para luego dejarlas caer allí donde fuera. Aquel agujero estaba mal iluminado y sus luces desvaídas producían una incómoda intermitencia, dando la sensación de que allí dentro la vida transcurría a fotogramas. Los altavoces vomitaban ritmos luciferinos que anestesiaban el pensamiento. Sonidos paganos de locura, agonía y caos. Puñales de voz implorando el infierno en la Tierra.

    Guridi trasegaba con un cubata de litro. Era eso o medio litro, a lo grande. Decía que la cerveza era para el rock y que al punk había que honrarlo con calimocho. Pero cuando se bebía con ese tipo de música extrema había que hacerlo con algo más duro. Chinchilla arremetía con calimocho, aunque a él le molaba más llamarlo cubata gitano. En cuanto al Jivia y a mí le dábamos a la birra de toda la vida: dorada, rebosante, en su grado óptimo de frío. Puto elixir de dioses, joder.

    Todo transcurría con la cadencia adecuada. Todo era perfecto hasta que una mujer parecida a Eduardo Manostijeras, con un imperdible en la oreja y con un collar de perro que le atenazaba la yugular, exclamó: «¡Jo-der! ¡Pero qué coño...!». Aquellas palabras no eran porque Guridi estuviera haciendo el guarro. Justo después de oírlas, una pestilencia hasta ese día desconocida e inhumana obturó mis fosas nasales. Y proclive como soy a la fantasía, pensé: «¡Hostia puta mandarina, así es como tiene que oler el sobaco de un troll!». El Jivia, que se definía a sí mismo como un tipo rural y campestre, más tarde nos diría que ni los pliegues del escroto de un carnero podían llegar a ser tan malolientes.

    Mientras la concurrencia se sobrecogía, aquella emanación sobrenatural se propagaba, densa y endemoniada, por toda la estancia devorando el sedante olor a porro que imperaba segundos antes.

    Chinchilla era el único que reía. Lo hacía con demencia y autocomplacencia, como un villano Hollywoodense, descubriéndose así como el origen de aquella pesadilla apestosa. Costaba creer que de aquel cuerpo en extremo esquelético, largo y quebradizo, pudiera emanar semejante fetidez. Pero allí estaba, de pie como si fuera el anfitrión, litro de calimocho en ristre, fantasmagórico a la luz mortecina de aquel antro que parecía la sala de estar de los Cenobitas.

    El cuesco antinatural de Chinchilla hizo historia, de tal modo que para la clientela del bareto de la que nos hicimos amigos, Chinchilla ya no era Chinchilla.

    Aquella noche nació Post mortem.


2/8/21

53. En el tren de cercanías

    El verano es un ente indócil repleto de goces efímeros pero intensos.

    Corría el verano del 92. Para bien o para mal, Barcelona estaba en boca de todo el mundo; incluso en la de los tartamudos y gangosos. Ya sabes: los cacareados Juegos Olímpicos. Un viernes de aquel verano yo estaba sentado en los asientos gastados de un vagón prehistórico de la RENFE, de permiso dirección a Manresa. Guridi, el cual tenía su parada unos kilómetros antes, si no recuerdo mal en Montcada i Reixac, estaba a mi lado. Sin venir a cuento dejó de planchar el culo, echó el petate a un lado y me dijo: «Cabrónidas, mira que burro me pone Eva», y liberó su polla de erección vigorosa con desconcertante naturalidad, como quien saca un pitillo en una sala de fumadores.

    El miembro de aquel cabrón desvergonzado oscilaba, tensionado, como la barra de un equilibrista. Me lo quedé mirando durante un par de segundos —a él y a su polla, por ese orden— y contesté con voz atonal, deshumanizada, sin vibra: «Guridi, eres un hijo de puta». Con una sonrisa de autocomplacencia volvió a enfundar su polla —no sin cierta dificultad— en su prisión de licra. En unos asientos más alejados un par de monjas nos miraron con asco a la vez que se santiguaron. En un intento de disimulo yo giré la vista hacia la ventanilla, aquel trozo de cristal plastificado cuya suciedad añeja distorsionaba el paisaje. Por un pequeño resquicio de transparencia logré fijar la mirada en el tendido eléctrico: largo, kilométrico, infinito. Guridi hizo como un puto avestruz, carcajeándose con la cabeza dentro de su petate.

    Lo dicho: goces efímeros pero intensos.


29/7/21

52. Los mulos

    En el año 92 el infortunio se cebó conmigo por partida doble: tuve que hacer el servicio militar y encima en el peor de sus departamentos.

    Me destinaron al cuartel de artillería Alfonso I de Huesca. Un reducto polvoriento, ahora desaparecido, de un blanco enfermizo. Después de la jura de bandera me derivaron a lo que los mandos llamaban la siempre noble y sufrida sección de acemileros. Aunque para los reemplazos pasados, presentes y futuros, aquella mierda se conocía con el simple nombre de «Los Mulos»: la sección más putesca, guarra e insalubre de aquel lugar carcelario. Y no es que quiera parecer traumatizado, pero por más que pasa el tiempo no me quito de la cabeza a esas putas bestias del Señor.

    Dicha sección animalesca la conformaban seis o siete caballos y una veintena de mulos —contando yeguas y mulas—. De los caballos nada voy a decir, salvo que son animales bellos y nobles. No así como sus parientes híbridos, viles y resabiados, divididos en tres grupos en función de su comportamiento con el humano: la pieza azul, la roja y la amarilla.

    En la pieza azul se agrupaban los mulos mansos: aquellos que no entrañaban ningún tipo de peligro. Los de la pieza roja eran indóciles y reacios a la colaboración: requerían cierto desgaste para doblegarlos. Y por último estaban los de la pieza amarilla: bestezuelas hijas de la gran puta de hostilidad manifiesta e impredecible.

    Para que los mulos se cansaran y soltaran presión, una vez al mes eran liberados en un campo de hierba —del tamaño de la Razzmatazz— que había en un extremo del cuartel, delimitado por cuatro paredes de ladrillo medio derruidas y con una sola entrada. Era la hostia ver a una veintena de mulos descontrolados como si estuvieran de fiesta, atropellándose entre ellos en una orgía de coces, resoplidos y rebuznos disonantes.

    Pasados quince minutos, cuando se suponía que estaban cansados, entrábamos a por ellos para llevarlos al abrevadero. Empezábamos por los de la pieza azul, que sin más se dejaban poner la cabezada con sumisión. Luego íbamos a por los de la pieza roja, a los que teníamos que perseguir con insistencia y actuar con determinación a fin de que no percibieran titubeo en nuestros gestos. Cuando íbamos a por los mulos de la pieza amarilla —éramos cinco contra cuatro—, lo hacíamos gritando como si nos alentara el jodido William Wallace, reduciendo el hecho a una contienda bárbara entre hombre y bestia. Pero la situación derivaba en una épica de cuatro pares de cojones.

    En aquella ocasión el primero en caer fue el acemilero Turbo —todo lo hacía en ultralentitud— que al tiempo que parpadeó, fue desplazado de su realidad cual muñeco por un golpe de lomo de Lanjarón (La muerte negra). A su vez, el acemilero Chinchilla —un esqueleto viviente trajeado de bimeta— desapareció de su plano existencial al paso de la corriente de aire que provocó Egregio (El superloco). Guridi —sin rasgos destacables—, en un intento adrenalínico de esquivar a Egregio, saltó montándose a lomos de Endestada (La barbitúrica) y esta lo mandó a tomar por culo con un quiebro de pescuezo. A lo lejos el teniente exclamó: «¡Botiquín!». En su caída, Guridi interceptó al Jivia —un recluta achaparrado que solo tenía pecho y brazos— que huía de la quijada sonriente de Tertulia (La placadora). El Jivia perdió el equilibro y a punto estuvo de caer junto con Guridi, pero Tertulia lo evitó fintando en el aire y coceándole la rabadilla en oblicuo. Al tiempo que el Jivia se elevó en contradirección de la gravedad, Turbo reapareció cojeando y gritó: «¡Cuidado Jivia, la placadora!». Por mi parte, sentí una especie de vibración en la oreja, propiciada por el hijoputa del Lanjarón, en un intento fallido de cocearme el colodrillo en un gesto perpendicular, aunque solo atinó a quitarme el cerumen por inercia. No así como la huevada del reaparecido Chinchilla, que se contrajo en un órgano minúsculo al ser castigada por Endestada, en una coceada mortal de 360 grados. Por encima de los gemidos y rebuznos, el teniente repetía: «¡Botiquín, hostia santa!».

    En fin, y para no abundar en la violencia gratuita tipo Tarantino, los mulos de la pieza amarilla cesaban su castigo cuando tenían sed y accedían por voluntad propia a que los lleváramos al abrevadero, y no de otro modo. Y al mes siguiente volvía a repetirse el mismo cuadro. Aunque más que un cuadro, parecía una viñeta de los tebeos de Mortadelo y Filemón.



26/7/21

51. Reclutas patosos en Orden Cerrado

    Una de las múltiples vejaciones a las que me sometieron mis captores en el servicio militar, no Usía ni Vuecencia, pero sí el comandante y sus cruzados trasnochados de menor rango, se llamaba Orden Cerrado. Aquella imbecilidad obligatoria consistía en que todos los secuestrados, a las órdenes del nacionalista con galones y según se le antojara a izquierda-derecha, derecha-izquierda, media vuelta, ¡paso!, y demás combinaciones idiotas, debíamos desplazarnos sin destino aparente, por toda la polvorienta superficie del cuartel en una adocenada agrupación cohesionada a la perfección. Aquella coreografía ridícula, adiestramiento previo a la jura de bandera, era diaria y de duración indeterminada, pero larga, siempre larga.

    De todos los recién acuartelados de mi reemplazo, había cuatro o cinco patosos, pero no por ello estúpidos como eran considerados por las voces de mando, que siempre perdían el paso y a veces ni siquiera eso, puesto que no había modo de que lo pillaran. Ante tanta torpeza manifiesta, la cólera de los mandos inferiores se desataba como copias esperpénticas del Sargento Hartman.

    Tanto era así, que el comandante, quién sabe si para dejar de sentir bochorno por sus delirantes adiestradores o sus sufridos subordinados, decidió que tenía que dirigir unas palabras de aliento a aquellos reclutas desmañados. Fue tan risible su soflama, que aún hoy la tengo en la cabeza y aquí y ahora inmortalizo para disfrute o disgusto del que lea.

    —A ver, cuando pierden el paso, no solo me tocan los cojones a mí, sino que también se los tocan a todo el regimiento. ¡Y ya está bien, que lo que hacemos aquí no es tan difícil! ¡A mí y a mi regimiento nadie nos toca los cojones, y menos cuatro catalanes que vete a saber tú cómo coño aprendieron a andar! ¡Qué hostias les dan de comer allí aparte de la cebolla esa! ¿Qué pasa, que no les importa la jura de bandera? ¿Es eso? ¿Son más importantes las olimpiadas que la jura de bandera? Porque si es eso, dan ustedes un paso al frente y regresan a su puta casa. Y si se quedan, que sea para aprender a desfilar. Porque es que si resulta que ni dan un paso al frente y ni aprenden a desfilar... va a resultar lo que siempre he pensado. ¿Y saben lo que es? ¡Que en Cataluña solo hay drogadictos, putas y maricones! Y como todavía no tengo claro qué son ustedes y tampoco dan un paso al frente, serán adiestrados aparte a ver si tienen cojones de demostrarme que no tengo razón. Porque de momento, ustedes cuatro son unos maricones. ¡Unos catalanes maricones!...

    En los días posteriores a tan ramplona arenga, los reclutas patosos ya no lo fueron tanto y no volvimos a presenciar episodios de ira en ese sentido.

    La puta jura de la puta bandera de puta España se llevó a cabo sin percances.


Esparce el mensaje, comparte las entradas, contamina la red.