12/4/21

21. Cosas de niños

    El otro día salí de comprar dirección a mi casa. Durante un rato me quedé mirando a un grupo de niños que jugaban en el parque que hay en la zona residencial en la que vivo. Y empecé a recordar.

    Cuando yo iba al colegio —segundo o tercero de E.G.B.—, en la media hora que teníamos de recreo alguien exclamaba: «¡Compresión!», y se desataba la barbarie. Mirabas en todas direcciones con expresión de alarma por si te tocaba a ti, y de no ser así localizabas a la víctima y echabas a correr hacia ella. Se trataba de abalanzarse sobre el objetivo humano y esperar que otros hicieran lo propio. La víctima permanecía comprimida contra el suelo bajo el peso de siete u ocho niños. Cuando la agrupación compresora superaba ese número, los niños de la cúspide se dejaban resbalar hasta el suelo como el queso fundido sobre la hamburguesa.

    «La compresión» se basaba en una maniobra de derribo y aplastamiento. Una especie de melé instantánea en la que alguien placaba a la víctima y el resto nos lanzábamos en plancha sobre placador y placado. Las veces en las que yo fui el escogido intentaba caer de lado. Era más fácil respirar y minimizaba la sensación angustiosa de ahogo, por lo que siempre pude sobrevivir. Las niñas nunca quisieron participar, pero siempre se mostraron como un público crítico y fiel. Y siempre agradecimos que nuestros compañeros de pupitre con sobrepeso, se negaran a formar parte de tan entrañable entretenimiento.

    Pudiera parecer un modo de divertirse un tanto raro y peligroso. Pero eso no es cierto si tenemos en cuenta que, por ejemplo, los musulmanes se aplastan en La Meca unos con otros como los zombis de Guerra mundial Z (2013). Los japoneses se amalgaman en el metro hasta abombar el vagón, y los romeros se asfixian en plena efervescencia religiosa en sus intentos de rozar el manto de la Virgen de la Cabeza.

    Con lo cual podemos extraer una máxima inapelable: los que están como una puta cabra son los adultos y no los niños.


8/4/21

20. El ofrecimiento

    Antaño frecuentaba un bar donde acontecían hechos insólitos y extraños. Este fue uno de ellos. Seré breve y omitiré por decoro los detalles más escabrosos.

    Una escisión de proporciones gigantescas se abre en tu universo interior y socava tu alma, cuando un ciudadano de la medianía se ofrece, sin nada a cambio, a depilarte los pelos del culo. Ocurrió en un bar del cual a partir de la medianoche era mejor no personarse. Allí se congregaba chusma de baja estofa y practicante de las más viles bajezas. Total, que en aquel tugurio de almas a la deriva, infestado de borrachos, camellos, puteros, drogadictos, descerebrados con paga y en definitiva, cerebros a medio cocer como el mío —o pasados de cocción, que también—, no sabía qué coño hacer ante semejante ofrecimiento.

    Cuando me recobré de la impresión, miré la estampa del depilador anal de arriba abajo. Y luego de abajo arriba hasta detenerme en el careto. Su semblante no era amenazador pero sí bufonesco, aparte de que sus ojos brillaban con demencia soterrada y sonreía como el gato Cheshire. Pero lo que sí tenía claro —por mucho que el tipejo encajara en aquel lugar— es que no era un habitual de la fauna burlesca que allí se congregaba. Por lo que sin más dilación, lo cogí del pescuezo, le basculé la bisagra al tiempo que le hacía girar sobre sí mismo, lo despeloté de cintura para abajo y, mientras alguien canturreaba con voz ebria y aflamencada: «¡Me tocó, me tocó perder...!», le introduje mi cerveza por donde amargan los pepinos.

    Lamento que por aquellas fechas no hubiera móviles para registrar lo narrado. Y dudo que quede alguien vivo o cuerdo que pueda corroborar los hechos. Más que nada porque en aquel antro donde siempre ocurrían astracanadas del copón, el que no bebía más alcohol que agua derramada en el diluvio bíblico, iba tan empachado de nieve que para quedarse limpio tendría que estar cagándola durante todo un año. La más de las veces las dos cosas, y el deterioro mental era cuanto menos de órdago.


5/4/21

19. Vigilancia sin nómina

    En el norte de la península, doña Miconio, que contaba cerca de ochenta y dos años de edad, se despertaba temprano y se levantaba con el sol. Después de hacer la colada y al tiempo que tarareaba para sí canciones populares escandinavas, tendía la ropa en el balcón de su modesto piso de sesenta metros cuadrados. 

    Justo cuando acababa de pinzar su faja donde cabría sin dificultad el Increíble Hulk, se detuvo a observar a las ordinarias de abajo, que parloteaban a viva voz mientras transitaban de un lado a otro del mercadillo. Aquella aglutinación de verduleras se desplazaba sin orden ni concierto por el resbaladizo adoquinado de la plaza como una correosa plaga de cucarachas.

    Gritaban con estridencia, se daban codazos, manoseaban las piezas de fruta, desplegaban la ropa de sus tenderetes para luego no comprar nada, y encima dejarlo todo hecho una santa mierda. Respiró hondo y exhaló con lentitud, como si al hacerlo admitiera, a desgana, reconocerse en aquel tumulto vociferante. 

    Después se metió en el piso y, al cabo de pocos minutos, volvió a salir con un moderno catalejo entre las manos, comprado en Amazon. Lo colocó sobre su trípode con ademán militar —muestra inequívoca de que lo había hecho otras muchas veces— y se dispuso a otear todo aquello que desde su balcón se le ofrecía.

    Mientras, al sur del país, don Cipoteo, de setenta y nueve años de edad y en consonancia con muchos de sus coetáneos, también amanecía con el sol y el trino musical de los pájaros, que contrastaba con la sonoridad de los cuescos que dejaba escapar como recibimiento al nuevo día. 

    Siguiendo su propio ritual, con una mano cogió la dentadura postiza desinfectada en un vaso de Soberano, y con la otra se masajeó la huevada, siempre colgandera a la izquierda casi rozando el suelo. Entretanto, llamó a su gato con leves siseos, sabedor de que no aparecería hasta que el hedor de las ventosidades se disipara. De hecho, no en vano lo bautizó con el nombre de Homero, pues tenía la firme convicción de que el gato consideraba que sus malolientes pedos, que producían un sonido semejante al estertor de una hiena malherida, eran originarios del inframundo.

    Al tiempo que se apagaba la lucecita roja que indicaba que el programa de la lavadora había acabado, apuró de una calada el Bisonte, esputó como una llama cuatro pollos de ectoplasma, y empezó a tender la ropa ante un esplendoroso sol recién nacido. Los imponentes gallumbos, blancos en tiempos añejos y ahora de un indefinible color amarillo limón, ondeaban con la majestuosidad propia de un estandarte romano, tapando el sol que recién despuntaba en toda su plenitud. 

    Don Cipoteo, complacido, se encendió otro Bisonte, recompuso su huevada pendular, entró en su piso, y al rato reapareció con unos magníficos binoculares —comprados en el mercado negro y con visión nocturna—, que colgaban de su nuca hasta la boca del estómago. Se los llevó a los ojos con gesto acostumbrado, con manos expertas calibró los prismas hasta obtener una definición óptima, y con un rictus de concentración empezó a observar todo cuanto tenía a su alcance.

    La vigilancia sin nómina nos ahorra pasta gansa en sistemas de alarma y guardias de seguridad, amén de que cualquier barrio o pueblo que se precie, debiera rendir homenaje a sus particulares centinelas de la tercera edad.

    Y a sus jodidas caras de perro.


1/4/21

18. Tomando la calle

    Cuadragésimo séptimo día de confinamiento. 

    Los críos con edades comprendidas entre un día y trece años ya pueden salir a la calle. Siempre acompañados por un adulto, con la debida protección y dentro de unos horarios. Y salieron. Y también adultos sin niños, abuelos y abuelas. Salieron hasta los agorafóbicos. Salió todo dios como si se tratara de un éxodo a ninguna parte. Aunque dicen que las fotos y grabaciones que lo demuestran tienen, con toda la intención, una perspectiva engañosa para dividirnos y convencernos —como si eso hiciera falta— de que somos irresponsables y así el Estado poder seguir dándonos por culo.

    Cuando ondea la bandera roja en la playa sigue habiendo quienes se bañan en ella, pero no somos irresponsables. Si por tele y radio avisan de que se nos viene encima un temporal de nieve de cuatro pares de cojones, todavía hay quienes se aventuran a salir sin necesidad, pero no somos irresponsables. Luego hay que ir a rescatarlos. ¿Por qué ahora iba a ser diferente? Además de irresponsables, subnormales. Flaco favor a los sanitarios y mucho irrespeto a los que están entubados, cuando no, muertos.

    Para el sábado día 2 ya se podrá practicar deporte, lo que no sé con exactitud bajo qué horarios y qué deportistas. Pero más de uno desempolvará el chándal que no sabía que tenía. Quizá hasta se obre un milagro y la abuela que se desplazaba en silla de ruedas lo haga pedaleando. Todo esto sin respetar la distancia de seguridad. Otra vez fiesta mayor, calles atestadas y a hacer lo que nos salga de los cojones.

    Pero qué sabré yo, salvo que la mierda para los mismos lleva inventada más siglos que la pólvora.


29/3/21

17. Semana Santa

    Un amigo granadino me ha enviado un correo. Con su permiso, lo comparto con todas las vocales y consonantes que faltan para hacer de ello una lectura amena y comprensible. Dice así:

    Como es bien sabido, la vida esta llena de placeres y goces intensos: una buena comida, un polvo con o sin amor, un viaje, un gran concierto, un buen libro, la compañía de seres queridos, la contemplación de fenómenos naturales... Pero para mí, uno de los placeres más superlativos de todos los que he experimentado, es ver a una numerosísima y apretada aglomeración de deficientes mentales, llorar en abundancia porque la lluvia ha impedido que los costaleros, con igual o menos cerebro que los aglomerados, puedan pasear el cacho de marmolina y escayola.

    Parece que en este país, que bien podría llamarse Hispañistán y del que apenas queda algo respetable, somos capaces de aguantar impuestos estratosféricos, nóminas de chiste, ingentes toneladas de corrupción, ultrajes al obrero, etc. Y por el contrario, se nos hace insoportable y motivo de amargura, que una lluvia saludable para la tierra impida los jodidos cortejos procesionales de los cojones. 

    Aunque lo parezca, no me molesta que miles de imbéciles crean en una mentira que dura cientos y cientos de años, que eso también es de traca. Lo que me toca el badajo de toda esta bazofia, es que por mucho que me empecine en mantenerme al margen, termina afectando a mi vida de una forma u otra. Porque yo vivo en un barrio de una preciosa ciudad andaluza, con sus empinadas cuestas y estrechas callejuelas. Cuando llego del trabajo, sea dura o no la jornada —algunos curramos en Semana Santa—, lo que quiero más que otra cosa es llegar a mi casa, descansar, relajarme y estar con los míos. 

    Pero no es posible. A causa de esta tradición de mierda, todas las calles tienen el acceso cortado, y la que no, se encuentra atiborrada de creyentes alucinados hijos de la gran puta. Todos santiguándose ante la condenada estatua, y sollozando de pasión con la vida y milagros del sufrido Jesús y su santa madre virgen, que si por algún milagro levantaran la cabeza y vieran el aborrecible tinglado que hay montado en su nombre, vomitarían de asco deseando morirse de nuevo ante tanta ignorancia.

    No puedo más que cagarme en el Papa, en los obispos, en los curas, en los cardenales y en toda esa fauna de vividores con sotana, que viven sin dar golpe por culpa de toda esa masa devota de adeptos retrasados. Que entre unos y otros sois los culpables de este puto circo santo y retrasáis mi merecido descanso cuando vengo del trabajo.



25/3/21

16. En el súper

    Desde que nos han obligado a levantar el pie del freno mandándonos a currar, he notado ciertos cambios en mi entorno social. Ayer fui a comprar al Aldi a la hora de siempre —cuando hay menos gente— y estaba más concurrido de lo habitual. También constaté que se ha reducido la compra compulsiva de papel del culo y que todos los allí presentes, salvo yo, llevaban mascarilla. A medida que me adentraba en el súper, no sin antes enfundarme los obligatorios guantes de bolsa, he notado sus miradas inquisitorias como diciendo: «Ese hijoputa nos va a empestar».

    Pero yo, que cuando la ocasión lo requiere tengo más cara que El monte Rushmore, he iniciado mis compras obviando los alarmados semblantes de aquella turba paranoide. Todo trascurría con normalidad hasta que he sentido un hormigueo en el colodrillo. La causante era una anciana de baja estatura que me estaba sometiendo a un intranquilizador escrutinio. Aquella criatura enjuta y quebradiza de ropaje intemporal, carro en mano y a prudente distancia, me seguía a todas las putas secciones del súper clavándome su amenazante mirada de trasgo cabrón.

    Debido a mi creciente inquietud, decido plantarle cara iniciando así un duelo de miradas que ni Clint Eastwood. Ella reafirma su compostura sin pestañear, abriendo sus arrugadas manitas y reapretando con renovado vigor la barra de empuje del carro, con una mueca que presiento resolutiva tras su mascarilla. De puro acojone abro mucho los ojos. Los de ella se estrechan hasta parecer dos puñaladas en un tomate. El choque de voluntades se eterniza más que un partido de Oliver y Benji. «¡Joder, esta vieja no es normal!», me digo. 

    De pronto avanza hacia mí hasta recortar la distancia a dos metros. Mi corazón está desbocado. Con una mano temblorosa, la anciana aparta su mascarilla descubriendo un rostro más arrugado que una bolsa de té usada. Mi ojete se contrae de tal modo que ni el virus que nos asola podría entrar. La anciana echa la cabeza atrás con ligereza sin apartar su mirada, al tiempo que levanta el brazo señalándome con el índice. «¡Ya verás ahora!«, pienso, «¡se pondrá a gritar como en esa puta peli de La invasión de los ultracuerpos (1978), hostia puta! ¡Y todo por no llevar mascarilla, joder!».

    Pero la anciana, con una voz comedida preñada de afecto y buenas maneras, me pregunta que si las botellas de plástico que señala tras de mí son las de enjuague bucal. Como es corta de vista y encima estoy en medio, no lo ve del todo claro. Entonces comprendo que tiene que higienizar a diario su dentadura postiza, que rivaliza en perfección con la de La máscara (1994). 

    Le contesto que sí y al tiempo que me aparto y me voy yendo, me da las gracias y me dice que haga el favor de ponerme la mascarilla, que no está la cosa como para ir haciendo el gilipollas.


22/3/21

15. Emo. Emocional. Emotivo

    1. Como en el mundo tiene que haber de todo, el emo tiene derecho a nacer —porque un emo nace, no se hace— aunque justo después del milagro necesite horas de incubadora y al crecer se dé cuenta de que la vida es dura y se arrepienta.

    2. El emo tiene derecho a plantarse delante del espejo el rato que considere necesario para ensayar poses y poder maquillarse y vestirse hasta el extremo de hacer indeterminable su sexo.

    3. Los emos tienen derecho a ser andróginos aunque eso cause indiferencia o pena y risa a partes iguales.

    4. Los emos tienen derecho a ser utilizados como blancos en campos de tiro con arco.

    5. El emo tiene derecho a que se le apalice a diario con el único fin de animarlo y desproveerlo de su tristeza y depresión.

    6. El emo y solo el emo, tiene derecho a llorar sin consuelo como un dibujo manga si, por ejemplo, está sentado en la taza del retrete tocándose abstraído el piercing de la nariz y ve que el rollo de papel higiénico se ha acabado.

    7. El emo, puesto que es una subespecie improductiva sin oficio ni beneficio, tiene derecho a pedirle a sus padres, bajo la amenaza de cortarse una oreja si se niegan, tanto dinero como se requiera para comprar ropa e ir a conciertos de My Chemical Romance y Tokio Hotel.

    8. El emo tiene derecho a poder acceder cuando lo crea necesario, a todo tipo de cuchillas y utensilios cortantes para poder utilizarlos contra sí mismo y así hacer más soportables sus crisis existenciales.

    9. Los emos, dada su predisposición a sangrar, tienen derecho a ser sujetos preferentes en snuff movies y sacrificios en los cuales se invoque al Innombrable o a quien coño sea.

    10. Los emos tienen derecho a recibir toda clase de ayuda que necesiten en sus intentos de suicidio.


18/3/21

14. El insomnio trae la confusión

    Seguía despierto después de medianoche y me encontraba como Edward Norton en El club de la lucha (1999), tumbado en el sofá con la mirada insomne. Hacía rato que los chicos se habían largado, dejándome con un montón de latas de cerveza vacías, trozos de pizza a medio comer y un cenicero reventado de colillas. La mierda que cagaba la tele a esas horas solo era soportable yendo borracho o fumado. O las dos cosas. 

    Iba cambiando de canal con ademán autómata, cuando de pronto, como una luz en la oscuridad, apareció ella acaparando toda la pantalla: una atractiva mujer pelirroja, que tras el volante de un coche y con la ventanilla bajada, enfatizaba con gesto convencido: «Yo a mí... Yo no sé los demás qué dirán, pero a mí me gustan grandes». 

    A mí también me gustan grandes, pensé. Con unos buenos neumáticos de perfil bajo, con 150cv como mínimo, de cinco puertas, con climatizador, dirección asistida, asientos calefactables... Hasta que caigo en la cuenta de que se refiere al tamaño de la polla. Nunca sabré cuánto cobró por decir aquello. A lo mejor lo hizo bajo la promesa de aparecer como extra en alguna pestilencia fílmica de Almodóvar. O quizás fue un descarado ejercicio de sinceridad. ¿Un claro y desafortunado menosprecio a los de dotación pobre? ¿Una verdad ancestral e irrebatible?

     A pesar de mi estado vegetativo quería ver cómo acababa toda aquella mierda. Decisión que lamenté cuando, después de la pelirroja, apareció una rubia recauchutada que también tenía predilección por las pollas grandes, al lado de un hombre calvo que parecía la radiografía de sí mismo. Como si fueran la pareja perfecta, ambos elogiaban un trasto antinatural, demoníaco y ridículo que se supone te colocas en el nardo para alargarlo con el uso diario. 

    No sé qué coño pensé que iba a pasar, pero me irrité. Los huevos se me inflaron a nivel planetario, apagué la tele y me cagué en la madre de la pelirroja, de la rubia poligonera, de los coches, del momio calvo, de los hijoputas con baja autoestima, del insomnio de los cojones y del putísimo Jes Extender.


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